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Isabel Allende / Cuentos

Si me tocaras el corazón

…por un tiempo se extasiaron en una intimidad absoluta que confundieron con el amor

Amadeo Peralta se crió en la pandilla de su padre y llegó a ser un matón, como todos los hombres de su familia. Su padre opinaba que los estudios son para maricones, no se requieren libros para triunfar en la vida, sino cojones y astucia, decía, por eso formó a sus hijos en la rudeza. Con el tiempo, sin embargo, comprendió que el mundo estaba cambiando muy rápido y que sus negocios necesitaban consolidarse sobre bases más estables. La época del pillaje desenfadado había sido reemplazada por la corrupción y el despojo solapado, era hora de administrar la riqueza con criterio moderno y mejorar su imagen. Reunió a sus hijos y les impuso la tarea de hacer amistad con personas influyentes y aprender asuntos legales, para que siguieran prosperando sin peligro de que les fallara la impunidad. También les encomendó buscar novias entre los apellidos más antiguos de la región, a ver si lograban lavar el nombre de los Peralta de tanta salpicadura de barro y de sangre. Para entonces Amadeo había cumplido treinta y dos años y tenía muy arraigado el hábito de seducir muchachas para luego abandonarlas, de modo que la idea del matrimonio no le gustó nada, pero no se atrevió a desobedecer a su padre. Comenzó a cortejar a la hija de un hacendado cuya familia había vivido en el mismo lugar por seis generaciones. A pesar de la turbia fama del pretendiente, ella lo aceptó, porque era muy poco agraciada y temía quedarse soltera.

Ambos iniciaron entonces uno de los aburridos noviazgos de provincia, incómodo en su traje de lino blanco y sus botines lustrados, Amadeo la visitaba todos los días bajo la mirada atenta de la futura suegra o de alguna tía, y mientras la señorita servía café y pasteles de guayaba, él atisbaba el reloj calculando el momento oportuno de despedirse.

Pocas semanas antes de la boda, Amadeo Peralta tuvo que hacer un viaje de negocios por la provincia. Así llegó a Agua santa, uno de esos lugares donde nadie se queda y cuyo nombre los viajeros rara vez recuerdan. Pasaba por una calle angosta, a la hora de la siesta, maldiciendo el calor y ese olor dulzón de mermelada de mangos que agobiaban el aire, cuando escuchó un sonido cristalino como de agua deslizándose entre piedras, que provenía de una casa modesta, con la pintura descascarada por el sol y la lluvia, como casi todas por allí. A través de la reja divisó un zaguán de baldosas oscuras y paredes encaladas, al fondo un patio y más allá la visión sorprendente de una muchacha sentada en el suelo con las piernas cruzadas, sosteniendo sobre las rodillas un salterio de madera rubia. Se quedó un rato observándola.

–Ven, niña –la llamó, por último. Ella levantó la cara y a pesar de la distancia él distinguió los ojos asombrados y la sonrisa incierta en un rostro todavía infantil–. Ven conmigo –mandó, imploró Amadeo con la voz seca.

Ella vaciló. Las últimas notas quedaron suspendidas en el aire del patio como una pregunta. Peralta la llamó de nuevo, ella se puso de pie y se acercó, él metió el brazo entre los barrotes de la reja, corrió el pestillo, abrió la puerta y la cogió de la mano, mientras le recitaba todo su repertorio de galán, jurándole que la había visto en sueños, que la había buscado toda su vida, que no podía dejarla ir y que era la mujer destinada para él, todo lo cual podía haber omitido, porque la muchacha era simple de espíritu y no comprendió el sentido de sus palabras, aunque tal vez la sedujo el tono de la voz. Hortensia había cumplido recién quince años y su cuerpo estaba listo para el primer abrazo, aunque ella no lo sabía ni podía darle un nombre a esas inquietudes y temblores.

Para él fue tan fácil llevarla hasta su coche y conducirla a un descampado, que una hora después ya la había olvidado por completo. Tampoco pudo recordarla cuando una semana más tarde ella apareció de súbito en su casa, a ciento cuarenta kilómetros de distancia, vestida con un delantal de algodón amarillo y alpargatas de lona, con su salterio bajo el brazo encendida por la fiebre del amor. Cuarenta y siete años más tarde, cuando Hortensia fue rescatada del foso donde había permanecido sepultada y los periodistas viajaron de todas partes del país para fotografiarla, ni ella misma sabía ya su nombre ni cómo llegó hasta allí.

–¿Por qué la tuvo encerrada como una bestia miserable? –acosaron los reporteros a Amadeo Peralta.

–Porque se me dio la gana –replicó él calmadamente. Para entonces ya tenía ochenta años y estaba tan lúcido como siempre, pero no comprendía aquel alboroto tardío por algo ocurrido tanto tiempo atrás.

No estaba dispuesto a dar explicaciones. Era hombre de palabra autoritaria, patriarca y bisabuelo, nadie se atrevía a mirarlo a los ojos y hasta los curas lo saludaban con la cabeza inclinada. En su larga vida acrecentó la fortuna heredada de su padre, se adueñó de todas las tierras desde las ruinas del fuerte español hasta los límites del Estado y después se lanzó a una carrera política que lo convirtió en el cacique más poderoso de la zona. Se casó con la hija fea del hacendado, con ella tuvo nueve descendientes legítimos y con otras mujeres engendró un número impreciso de bastardos, sin guardar recuerdos de ninguna porque tenía el corazón definitivamente mutilado para el amor. A la única que no pudo descartar del todo fue a Hortensia, porque se le quedó pegada en la conciencia como una persistente pesadilla. Después del breve encuentro con ella entre las yerbas de un terreno baldío, regresó a su casa, su trabajo y su desabrida novia de familia honorable.

Fue Hortensia quien lo buscó hasta encontrarlo, fue ella quien se le atravesó por delante y se aferró a su camisa con una aterradora sumisión de esclava. Vaya lío, pensó él entonces, yo a punto de casarme con pompa y fanfarria y esta niña desquiciada se me cruza en el camino. Quiso deshacerse de ella, pero al verla con su vestido amarillo y sus ojos suplicantes le pareció un desperdicio no aprovechar la oportunidad y decidió esconderla mientras se le ocurría alguna solución. Y así, casi por descuido, Hortensia fue a parar al sótano del antiguo ingenio de azúcar de los Peralta, donde permaneció enterrada durante toda su vida. Era un recinto amplio, húmedo, oscuro asfixiante en verano y frío en algunas noches de la temporada seca, amoblado con unos cuantos trastos y un jergón. Amadeo Peralta no se dio tiempo para acomodarla mejor, a pesar de que algunas veces acarició la fantasía de convertir a la muchacha en una concubina de cuentos orientales, envuelta en tules leves y rodeada de plumas de pavo real, cenefas de brocado, lámparas de vidrios pintados, muebles dorados de patas torcidas y alfombras peludas donde él pudiera caminar descalzo. Tal vez lo habría hecho si ella le hubiera recordado sus promesas, pero Hortensia era como un pájaro nocturno, uno de esos guácharos ciegos que habitan al fondo de las cuevas, sólo necesitaba un poco de alimento y agua. El vestido amarillo se le pudrió en el cuerpo y acabó desnuda.

–El me quiere, siempre me ha querido –declaró cuando la rescataron los vecinos. En tantos años de encierro había perdido el uso de las palabras y la voz le salía a sacudones, como un ronquido de moribundo.

Las primeras semanas Amadeo pasó mucho tiempo en el sótano con ella, saciando su apetito que creyó inagotable. Temiendo que la descubrieran y celoso hasta de sus propios ojos, no quiso exponerla a la luz natural y sólo dejó entrar un rayo tenue a través de la claraboya de ventilación. En la oscuridad retozaron en el mayor desorden de los sentidos, con la piel ardiente y el corazón convertido en un cangrejo hambriento. Allí los olores y sabores adquirían una cualidad extrema. Al tocarse en las tinieblas lograban penetrar en la esencia del otro y sumergirse en las intenciones más secretas. En ese lugar sus voces resonaban con un eco repetido, las paredes les devolvían ampliados los murmullos y los besos. El sótano se convirtió en un frasco sellado donde se revolcaron como gemelos traviesos navegando en aguas amnióticas, dos criaturas turgentes y aturdidas. Por un tiempo se extraviaron en una intimidad absoluta que confundieron con el amor.

Cuando Hortensia se dormía, su amante salía a buscar algo de comer y antes de que ella despertara regresaba con renovados bríos a abrazarla de nuevo. Así debieron amarse hasta morir derrotados por el deseo, debieron devorarse el uno al otro o arder como una antorcha doble pero nada de eso ocurrió. En cambio, sucedió lo más previsible y cotidiano, lo menos grandioso. Antes de un mes, Amadeo Peralta se cansó de los juegos, que ya empezaban a repetirse, sintió la humedad royéndole las articulaciones y comenzó a pensar en todo lo que había al otro lado del antro. Era hora de volver al mundo de los vivos y recuperar las riendas de su destino.

–Espérame aquí, niña. Voy afuera a hacerme muy rico. Te traeré regalos, vestidos y joyas de reina –le dijo al despedirse.

–Quiero hijos –dijo Hortensia.

–Hijos no, pero tendrás muñecas.

En los meses siguientes Peralta se olvidó de los vestidos, las joyas y las muñecas. Visitaba a Hortensia cada vez que se acordaba, no siempre para hacer el amor, a veces sólo para oírla tocar alguna melodía antigua en el salterio, le gustaba verla inclinada sobre el instrumento pulsando las cuerdas. En ocasiones llevaba tanta prisa que no alcanzaba a cruzar ni una palabra con ella, le llenaba los cántaros de agua, le dejaba una bolsa de provisiones y partía. Cuando se olvidó de hacerlo por nueve días y la encontró moribunda, comprendió la necesidad de conseguir alguien que lo ayudara a cuidar a su prisionera, porque su familia, sus viajes, sus negocios y sus compromisos sociales lo mantenían muy ocupado. Una india hermética le sirvió para este fin. Ella guardaba la llave del candado y entraba regularmente a limpiar el calabozo y limpiar los líquenes que le crecían a Hortensia en el cuerpo como una flora delicada y pálida, casi invisible al ojo desnudo, olorosa a tierra removida y a cosa abandonada.

–¿No tuvo lástima de esa pobre mujer? –le preguntaron a la india cuando también a ella se la llevaron detenida, acusada de complicidad en el secuestro, pero ella no contestó y se limitó a mirar de frente con ojos impávidos y lanzar un escupitajo negro de tabaco.

No, no tuvo lástima porque creyó que la otra tenía vocación de esclava y por lo mismo era feliz siéndolo, o que era idiota de nacimiento y, como tantos en su condición, mejor estaba encerrada que expuesta a las burlas y peligros de la calle. Hortensia no contribuyó a cambiar la opinión que su carcelera tenía de ella, jamás manifestó alguna curiosidad por el mundo, no intentó salir a respirar aire limpio ni se quejó de nada. Tampoco parecía aburrida, su mente estaba detenida en algún momento de la infancia y la soledad terminó por perturbarla del todo. En realidad se fue convirtiendo en una criatura subterránea. En esa tumba se agudizaron sus sentidos y aprendió a ver lo invisible, la rodearon alucinantes espíritus que la conducían de la mano por otros universos.

Mientras su cuerpo permanecía encogido en algún rincón, ella viajaba por el espacio sideral como una partícula mensajera, viviendo en un territorio oscuro, más allá de la razón. Si hubiera tenido un espejo para mirarse se habría aterrado de su propio aspecto, pero como no podía verse no percibió su deterioro, no supo de las escamas que le brotaron en la piel, de los gusanos de seda que anidaron en su largo cabello convertido en estopa, de las nubes plomizas que le cubrieron los ojos ya muertos de tanto atisbar en la penumbra. No sintió como le crecían las orejas para captar los sonidos externos, aun los más tenues y lejanos, como la risa de los niños en el recreo de la escuela, la campanilla del vendedor de helados, los pájaros en vuelo, el murmullo del río. Tampoco se dio cuenta de que sus piernas antes graciosas y firmes, se torcieron para acomodarse a la necesidad de estar quieta y de arrastrarse, ni que las uñas de los pies le crecieron como pezuñas de bestia, los huesos se le transformaron en tubos de vidrio, el vientre se le hundió y le salió una joroba. Sólo las manos mantuvieron su forma y tamaño, ocupadas siempre en el ejercicio del salterio, aunque ya sus dedos no recordaban las melodías aprendidas y en cambio le arrancaban al instrumento el llanto que no le salía del pecho.

De lejos Hortensia parecía un triste mono de feria y de cerca inspiraba una lástima infinita. Ella no tenía conciencia alguna de esas malignas transformaciones, en su memoria guardaba intacta la imagen de sí misma, seguía siendo la misma muchacha que vio reflejada por última vez en el cristal en el cristal de la ventana del automóvil de Amadeo Peralta, el día que la condujo a su guarida. Se creía tan bonita como siempre y continuó actuando como si lo fuera, de ese modo el recuerdo de su belleza quedó agazapado en su interior y cualquiera que se le aproximara lo suficiente podía vislumbrar bajo su aspecto externo de enano prehistórico.

Entretanto Amadeo peralta, rico y temido, extendía por toda la región la red de su poder. Los domingos se sentaba a la cabecera de una larga mesa, con sus hijos y nietos varones; sus secuaces y cómplices, y con algunos invitados especiales, políticos y jefes militares a quienes trataba con una cordialidad ruidosa, no exenta de la altanería necesaria para que recordaran quién era el amo.

A sus espaldas se rumoreaba de sus víctimas; de cuantos dejó en la ruina o hizo desaparecer, de los sobornos a las autoridades, de que la mitad de su fortuna provenía del contrabando; pero nadie estaba dispuesto a buscar pruebas. Decían también que Peralta mantenía a una mujer prisionera en un sótano. Esta parte de su leyenda negra se repetía con mayor certeza que la de sus negocios ilegítimos, en verdad muchos lo sabían y con el tiempo se convirtió en un secreto a voces.

Una tarde de mucho calor, tres niños se escaparon de la escuela para bañarse en el río. Pasaron un par de horas chapoteando en el lodo de la orilla y luego se fueron a vagar cerca del antiguo ingenio de azúcar de los Peralta, cerrado desde hacía dos generaciones, cuando la caña dejó de ser rentable. El lugar tenía fama de hechizado, decían que se escuchaban ruidos de demonios y muchos habían visto por allí a una bruja desgreñada invocando a las ánimas de los esclavos muertos. Exaltados por la aventura, los muchachos se metieron en la propiedad y se acercaron al edificio de la fábrica. Pronto se atrevieron a entrar en las ruinas, recorrieron los amplios cuartos de anchas paredes de adobe y vigas roídas por el comején, sortearon la maleza crecida del suelo, los cerros de basura y mierda de perro, las tejas podridas y los nidos de culebras. Dándose valor a fuerza de bromas, empujándose, llegaron hasta la sala de molienda, una habitación enorme abierta al cielo, con restos de máquinas despedazadas, donde la lluvia y el sol habían creado un jardín imposible y donde creyeron percibir un rastro penetrante de azúcar y sudor. Cuando empezaba a quitárseles el susto, oyeron con toda claridad un canto monstruoso. Temblando, trataron de retroceder, pero la atracción del horror pudo más que el miedo y se quedaron agazapados escuchando hasta que la última nota se les clavó en la frente. Poco a poco lograron vencer la inmovilidad, se sacudieron el espanto y empezaron a buscar el origen de esos extraños sonidos, tan diferentes a cualquier música conocida, y así dieron con una pequeña trampa a ras del suelo, cerrada con un candado que no pudieron abrir. Sacudieron la plancha de madera que cerraba la entrada y un indescriptible olor a fiera enjaulada les golpeó la cara. Llamaron, pero nadie respondió, sólo oyeron al otro lado un sordo jadeo. Entonces partieron corriendo a avisar a gritos que habían descubierto la puerta del infierno. El barullo de los niños no pudo ser acallado y así los vecinos comprobaron finalmente lo que sospechaban desde hacía décadas. Primero llegaron las madres detrás de sus hijos a atisbar por las ranuras de la trampa, y ellas también escucharon las notas terribles del salterio, muy diferentes a la melodía banal que atrajo a Amadeo Peralta al detenerse en una callejuela de Agua Santa para secarse el sudor de la frente. Detrás de ellas acudió un tropel de curiosos y por último, cuando ya se había juntado una muchedumbre, aparecieron los policías y los bomberos, que hicieron saltar la puerta a hachazos y se metieron al hoyo con sus lámparas y sus bártulos de incendio. En la cueva encontraron a una criatura desnuda, con la piel fláccida colgando en pálidos pliegues, que arrastraban unos mechones grises por el suelo y gemía aterrorizada por el ruido y la luz. Era Hortensia, brillando con fosforescencia de madreperla bajo las linternas implacables de los bomberos, casi ciega, con los dientes gastados y las piernas tan débiles que casi no podía tenerse de pie. La única señal de su origen humano, era un viejo salterio apretado contra su regazo.about:blank

La noticia produjo indignación en todo el país. En las pantallas de televisión y en los periódicos apareció la mujer rescatada del agujero donde pasó la vida, mal cubierta por una manta que alguien le puso sobre los hombros. La indiferencia que durante casi medio siglo rodeó a la prisionera, se convirtió en pocas horas en pasión por vengarla y socorrerla. Los vecinos improvisaron piquetes para linchar a Amadeo Peralta, atacaron su casa, lo sacaron a rastras y si la Guardia no llega a tiempo para quitárselo de las manos, lo habrían despedazado en la plaza. Para callar la culpa de haberla ignorado durante tanto tiempo, todo el mundo quiso ocuparse de Hortensia. Se reunió dinero para darle una pensión, se juntaron toneladas de ropa y medicamentos que ella no necesitaba y varias organizaciones de beneficencia se dieron a la tarea de rasparle la mugre, cortarle el cabello y vestirla de pies a cabeza, hasta convertirla en una anciana común. Las monjas le prestaron una cama en el asilo de indigentes y durante meses la tuvieron amarrada para que no se escapara de vuelta al sótano, hasta que por fin se acostumbró a la luz del día y se resignó a vivir con otros seres humanos.

Aprovechando el furor público atizado por la prensa, los numerosos enemigos de Amadeo Peralta reunieron por fin el valor para lanzarse en picada en su contra. Las autoridades, que durante años ampararon sus abusos, le cayeron encima con el garrote de la ley. La noticia ocupó la atención de todos durante el tiempo suficiente para conducir al viejo caudillo a la cárcel y luego se fue esfumando hasta desaparecer del todo. Rechazado por sus familiares y amigos, convertido en símbolo de todo lo abominable y abyecto, hostilizado por los guardianes y por sus compañeros de infortunio, estuvo en prisión hasta que lo alcanzó la muerte. Permanecía en su celda, sin salir nunca al patio con los otros reclusos. Desde allí podía oír los ruidos de la calle.

Cada día, a las diez de la mañana, Hortensia caminaba con su vacilante paso de loca hasta el penal y le entregaba al vigilante de la puerta una marmita caliente para el preso.

–El casi nunca me dejó con hambre –le decía al portero en tono de excusa. Después se sentaba en la calle a tocar el salterio, arrancándole unos gemidos de agonía imposible de soportar. En la esperanza de distraerla y hacerla callar, algunos pasantes le daban una moneda.

Encogido al otro lado de los muros, Amadeo Peralta escuchaba ese sonido que parecía provenir del fondo de la tierra y que le atravesaba los nervios. Ese reproche cotidiano debía significar algo, pero no podía recordar. A veces sentía unos ramalazos de culpa, pero en seguida le fallaba la memoria y las imágenes del pasado desaparecían en una niebla densa. No sabía por que estaba en esa tumba y poco a poco olvidó también el mundo de la luz, abandonándose a la desdicha.

Una venganza

El mediodía radiante en que coronaron a Dulce Rosa Orellano con los jazmines de la Reina del Carnaval, las madres de las otras candidatas murmuraron que se trataba de un premio injusto, que se lo daban a ella sólo porque era la hija del Senador Anselmo Orellano, el hombre más poderoso de toda la provincia. Admitían que la muchacha resultaba agraciada, tocaba el piano y bailaba como ninguna, pero había otras postulantes a ese galardón mucho más hermosas. La vieron de pie en el estrado, con su vestido de organza y su corona de flores saludando a la muchedumbre y entre dientes la maldijeron. Por eso, algunas de ellas se alegraron cuando meses más tarde el infortunio entró en la casa de los Orellano sembrando tanta fatalidad, que se necesitaron veinticinco años para cosecharla.

La noche de la elección de la reina hubo baile en la Alcaldía de Santa Teresa y acudieron jóvenes de remotos pueblos para conocer a Dulce Rosa. Ella estaba tan alegre y bailaba con tanta ligereza que muchos no percibieron que en realidad no era la más bella, y cuando regresaron a sus puntos de partida dijeron que jamás habían visto un rostro como el suyo. Así adquirió inmerecida fama de hermosura y ningún testimonio posterior pudo desmentirla. La exagerada descripción de su piel traslúcida y sus ojos diáfanos, pasó de boca en boca y cada quien le agregó algo de su propia fantasía. Los poetas de ciudades apartadas compusieron sonetos para una doncella hipotética de nombre Dulce Rosa.

El rumor de esa belleza floreciendo en la casa del Senador Orellano llegó también a oídos de Tadeo Céspedes, quien nunca imaginó conocerla, porque en los años de su existencia no había tenido tiempo de aprender versos ni mirar mujeres. Él se ocupaba sólo de la Guerra Civil. Desde que empezó a afeitarse el bigote tenía un arma en la mano y desde hacía mucho vivía en el fragor de la pólvora. Había olvidado los besos de su madre y hasta los cantos de la misa. No siempre tuvo razones para ofrecer pelea, porque en algunos períodos de tregua no había adversarios al alcance de su pandilla, pero incluso en esos tiempos de paz forzosa vivió como un corsario. Era hombre habituado a la violencia. Cruzaba el país en todas direcciones luchando contra enemigos visibles, cuando los había, y contra las sombras, cuando debía inventarlos, y así habría continuado si su partido no gana las elecciones presidenciales. De la noche a la mañana pasó de la clandestinidad a hacerse cargo del poder y se le terminaron los pretextos para seguir alborotando.

La última misión de Tadeo Céspedes fue la expedición punitiva a Santa Teresa. Con ciento veinte hombres entró al pueblo de noche para dar un escarmiento y eliminar a los cabecillas de la oposición. Balearon las ventanas de los edificios públicos, destrozaron la puerta de la iglesia y se metieron a caballo hasta el altar mayor, aplastando al Padre Clemente que se les plantó por delante, y siguieron al galope con un estrépito de guerra en dirección a la villa del Senador Orellano, que se alzaba plena de orgullo sobre la colina.

A la cabeza de una docena de sirvientes leales, el Senador esperó a Tadeo Céspedes, después de encerrar a su hija en la última habitación del patio y soltar a los perros. En ese momento lamentó, como tantas otras veces en su vida, no tener descendientes varones que lo ayudaran a empuñar las armas y defender el honor de su casa. Se sintió muy viejo, pero no tuvo tiempo de pensar en ello, porque vio en las laderas del cerro el destello terrible de ciento veinte antorchas que se aproximaban espantando a la noche. Repartió las últimas municiones en silencio. Todo estaba dicho y cada uno sabía que antes del amanecer debería morir como un macho en su puesto de pelea.

—El último tomará la llave del cuarto donde está mi hija y cumplirá con su deber —dijo el Senador al oír los primeros tiros.

Todos esos hombres habían visto nacer a Dulce Rosa y la tuvieron en sus rodillas cuando apenas caminaba, le contaron cuentos de aparecidos en las tardes de invierno, la oyeron tocar el piano y la aplaudieron emocionados el día de su coronación como Reina del Carnaval. Su padre podía morir tranquilo, pues la niña nunca caería viva en las manos de Tadeo Céspedes. Lo único que jamás pensó el Senador Orellano fue que a pesar de su temeridad en la batalla, el último en morir sería él. Vio caer uno a uno a sus amigos y comprendió por fin la inutilidad de seguir resistiendo. Tenía una bala en el vientre y la vista difusa, apenas distinguía las sombras trepando por las altas murallas de su propiedad, pero no le falló el entendimiento para arrastrarse hasta el tercer patio. Los perros reconocieron su olor por encima del sudor, la sangre y la tristeza que lo cubrían y se apartaron para dejarlo pasar. Introdujo la llave en la cerradura, abrió la pesada puerta y a través de la niebla metida en sus ojos vio a Dulce Rosa aguardándolo. La niña llevaba el mismo vestido de organza usado en la fiesta de Carnaval y había adornado su peinado con las flores de la corona.

—Es la hora, hija —dijo gatillando el arma mientras a sus pies crecía un charco de sangre.

—No me mate, padre —replicó ella con voz firme—. Déjeme viva, para vengarlo y para vengarme.

El Senador Anselmo Orellano observó el rostro de quince años de su hija e imaginó lo que haría con ella Tadeo Céspedes, pero había gran fortaleza en los ojos transparentes de Dulce Rosa y supo que podría sobrevivir para castigar a su verdugo. La muchacha se sentó sobre la cama y él tomó lugar a su lado, apuntando la puerta.

Cuando se calló el bullicio de los perros moribundos, cedió la tranca, saltó el pestillo y los primeros hombres irrumpieron en la habitación, el Senador alcanzó a hacer seis disparos antes de perder el conocimiento. Tadeo Céspedes creyó estar soñando al ver un ángel coronado de jazmines que sostenía en los brazos a un viejo agonizante, mientras su blanco vestido se empapaba de rojo, pero no le alcanzó la piedad para una segunda mirada, porque venía borracho de violencia y enervado por varias horas de combate.

—La mujer es para mí —dijo antes de que sus hombres le pusieran las manos encima.

Amaneció un viernes plomizo, teñido por el resplandor del incendio. El silencio era denso en la colina. Los últimos gemidos se habían callado cuando Dulce Rosa pudo ponerse de pie y caminar hacia la fuente del jardín, que el día anterior estaba rodeada de magnolias y ahora era sólo un charco tumultuoso en medio de los escombros. Del vestido no quedaban sino jirones de organza, que ella se quitó lentamente para quedar desnuda. Se sumergió en el agua fría. El sol apareció entre los abedules y la muchacha pudo ver el agua volverse rosada al lavar la sangre que le brotaba entre las piernas y la de su padre, que se había secado en su cabello. Una vez limpia, serena y sin lágrimas, volvió a la casa en ruinas, buscó algo para cubrirse, tomó una sábana de bramante y salió al camino a recoger los restos del Senador. Lo habían atado de los pies para arrastrarlo al galope por las laderas de la colina hasta convertirlo en un guiñapo de lástima, pero guiada por el amor, su hija pudo reconocerlo sin vacilar. Lo envolvió en el paño y se sentó a su lado a ver crecer el día. Así la encontraron los vecinos de Santa Teresa cuando se atrevieron a subir a la villa de los Orellano. Ayudaron a Dulce Rosa a enterrar a sus muertos y a apagar los vestigios del incendio y le suplicaron que se fuera a vivir con su madrina a otro pueblo, donde nadie conociera su historia, pero ella se negó. Entonces formaron cuadrillas para reconstruir la casa y le regalaron seis perros bravos para cuidarla.

Desde el mismo instante en que se llevaron a su padre aún vivo, y Tadeo Céspedes cerró la puerta a su espalda y se soltó el cinturón de cuero, Dulce Rosa vivió para vengarse. En los años siguientes ese pensamiento la mantuvo despierta por las noches y ocupó sus días, pero no borró del todo su risa ni secó su buena voluntad. Aumentó su reputación de belleza, porque los cantores fueron por todas partes pregonando sus encantos imaginarios, hasta convertirla en una leyenda viviente. Ella se levantaba cada día a las cuatro de la madrugada para dirigir las faenas del campo y de la casa, recorrer su propiedad a lomo de bestia, comprar y vender con regateos de sirio, criar animales y cultivar las magnolias y los jazmines de su jardín. Al caer la tarde se quitaba los pantalones, las botas y las armas y se colocaba los vestidos primorosos, traídos de la capital en baúles aromáticos. Al anochecer comenzaban a llegar sus visitas y la encontraban tocando el piano, mientras las sirvientas preparaban las bandejas de pasteles y los vasos de horchata. Al principio muchos se preguntaron cómo era posible que la joven no hubiera acabado en una camisa de fuerza en el sanatorio o de novicia en las monjas carmelitas, sin embargo, como había fiestas frecuentes en la villa de los Orellano, con el tiempo la gente dejó de hablar de la tragedia y se borró el recuerdo del Senador asesinado. Algunos caballeros de renombre y fortuna lograron sobreponerse al estigma de la violación y, atraídos por el prestigio de belleza y sensatez de Dulce Rosa, le propusieron matrimonio. Ella los rechazó a todos, porque su misión en este mundo era la venganza.

Tadeo Céspedes tampoco pudo quitarse de la memoria esa noche aciaga. La resaca de la matanza y la euforia de la violación se le pasaron a las pocas horas, cuando iba camino a la capital a rendir cuentas de su expedición de castigo. Entonces acudió a su mente la niña vestida de baile y coronada de jazmines, que lo soportó en silencio en aquella habitación oscura donde el aire estaba impregnado de olor a pólvora. Volvió a verla en el momento final, tirada en el suelo, mal cubierta por sus harapos enrojecidos, hundida en el sueño compasivo de la inconsciencia y así siguió viéndola cada noche en el instante de dormir, durante el resto de su vida. La paz, el ejercicio del gobierno y el uso del poder lo convirtieron en un hombre reposado y laborioso. Con el transcurso del tiempo se perdieron los recuerdos de la Guerra Civil y la gente empezó a llamarlo don Tadeo. Se compró una hacienda al otro lado de la sierra, se dedicó a administrar justicia y acabó de alcalde. Si no hubiera sido por el fantasma incansable de Dulce Rosa Orellano, tal vez habría alcanzado cierta felicidad, pero en todas las mujeres que se cruzaron en su camino, en todas las que abrazó en busca de consuelo y en todos los amores perseguidos a lo largo de los años, se le aparecía el rostro de la Reina del Carnaval. Y para mayor desgracia suya, las canciones que a veces traían su nombre en versos de poetas populares no le permitían apartarla de su corazón. La imagen de la joven creció dentro de él, ocupándolo enteramente, hasta que un día no aguantó más. Estaba en la cabecera de una larga mesa de banquete celebrando sus cincuenta y siete años, rodeado de amigos y colaboradores, cuando creyó ver sobre el mantel a una criatura desnuda entre capullos de jazmines y comprendió que esa pesadilla no lo dejaría en paz ni después de muerto. Dio un golpe de puño que hizo temblar la vajilla y pidió su sombrero y su bastón.

—¿Adónde va, don Tadeo? —preguntó el Prefecto—. A reparar un daño antiguo —respondió saliendo sin despedirse de nadie.

No tuvo necesidad de buscarla, porque siempre supo que se encontraba en la misma casa de su desdicha y hacia allá dirigió su coche. Para entonces existían buenas carreteras y las distancias parecían más cortas. El paisaje había cambiado en esas décadas, pero al dar la última curva de la colina apareció la villa tal como la recordaba antes de que su pandilla la tomara por asalto. Allí estaban las sólidas paredes de piedra de río que él destruyera con cargas de dinamita, allí los viejos artesonados de madera oscura que prendieron en llamas, allí los árboles de los cuales colgó los cuerpos de los hombres del Senador, allí el patio donde masacró a los perros. Detuvo su vehículo a cien metros de la puerta y no se atrevió a seguir, porque sintió el corazón explotándole dentro del pecho. Iba a dar media vuelta para regresar por donde mismo había llegado, cuando surgió entre los rosales una figura envuelta en el halo de sus faldas. Cerró los párpados deseando con toda su fuerza que ella no lo reconociera. En la suave luz de la seis percibió a Dulce Rosa Orellano que avanzaba flotando por los senderos del jardín. Notó sus cabellos, su rostro claro, la armonía de sus gestos, el revuelo de su vestido y creyó encontrarse suspendido en un sueño que duraba ya veinticinco años.

—Por fin vienes, Tadeo Céspedes —dijo ella al divisarlo, sin dejarse engañar por su traje negro de alcalde ni su pelo gris de caballero, porque aún tenía las mismas manos de pirata.

—Me has perseguido sin tregua. No he podido amar a nadie en toda mi vida, sólo a ti —murmuró él con la voz rota por la vergüenza.

Dulce Rosa Orellano suspiró satisfecha. Lo había llamado con el pensamiento de día y de noche durante todo ese tiempo y por fin estaba allí. Había llegado su hora. Pero lo miró a los ojos y no descubrió en ellos ni rastro del verdugo, sólo lágrimas frescas. Buscó en su propio corazón el odio cultivado a lo largo de su vida y no fue capaz de encontrarlo. Evocó el instante en que le pidió a su padre el sacrificio de dejarla con vida para cumplir un deber, revivió el abrazo tantas veces maldito de ese hombre y la madrugada en la cual envolvió unos despojos tristes en una sábana de bramante. Repasó el plan perfecto de su venganza pero no sintió la alegría esperada, sino, por el contrario, una profunda melancolía. Tadeo Céspedes tornó su mano con delicadeza y besó la palma, mojándola con su llanto. Entonces ella comprendió aterrada que de tanto pensar en él a cada momento, saboreando el castigo por anticipado, se le dio vuelta el sentimiento y acabó por amarlo.

En los días siguientes ambos levantaron las compuertas del amor reprimido y por vez primera en sus ásperos destinos se abrieron para recibir la proximidad del otro. Paseaban por los jardines hablando de sí mismos, sin omitir la noche fatal que torció el rumbo de sus vidas. Al atardecer, ella tocaba el piano y él fumaba escuchándola hasta sentir los huesos blandos y la felicidad envolviéndolo como un manto y borrando las pesadillas del tiempo pasado. Después de cenar Tadeo Céspedes partía a Santa Teresa, donde ya nadie recordaba la vieja historia de horror. Se hospedaba en el mejor hotel y desde allí organizaba su boda, quería una fiesta con fanfarria, derroche y bullicio, en la cual participara todo el pueblo. Descubrió el amor a una edad en que otros hombres han perdido la ilusión y eso le devolvió la fortaleza de su juventud. Deseaba rodear a Dulce Rosa de afecto y belleza, darle todas las cosas que el dinero pudiera comprar, a ver si conseguía compensar en sus años de viejo, el mal que le hiciera de joven. En algunos momentos lo invadía el pánico. Espiaba el rostro de ella en busca de los signos del rencor, pero sólo veía la luz del amor compartido y eso le devolvía la confianza. Así pasó un mes de dicha.

Dos días antes del casamiento, cuando ya estaban armando los mesones de la fiesta en el jardín, matando las aves y los cerdos para la comilona y cortando las flores para decorar la casa, Dulce Rosa Orellano se probó el vestido de novia. Se vio reflejada en el espejo, tan parecida al día de su coronación como Reina del Carnaval, que no pudo seguir engañando a su propio corazón. Supo que jamás podría realizar la venganza planeada porque amaba al asesino, pero tampoco podría callar al fantasma del Senador, así es que despidió a la costurera, tomó las tijeras y se fue a la habitación del tercer patio que durante todo ese tiempo había permanecido desocupada.

Tadeo Céspedes la buscó por todas partes, llamándola desesperado. Los ladridos de los perros lo condujeron al otro extremo de la casa. Con ayuda de los jardineros echó abajo la puerta trancada y entró al cuarto donde una vez viera a un ángel coronado de jazmines. Encontró a Dulce Rosa Orellano tal como la viera en sueños cada noche de su existencia, con el mismo vestido de organza ensangrentado, y adivinó que viviría hasta los noventa años, para pagar su culpa con el recuerdo de la única mujer que su espíritu podía amar.

Biografía

Isabel Allende (Lima, 1942) Escritora chilena. Hija de un diplomático chileno que le inculcó su afición por las letras, Isabel Allende cursó estudios de periodismo. Mientras se iniciaba en la escritura de obras de teatro y cuentos infantiles, trabajó como redactora y columnista en la prensa escrita y la televisión.

En 1960 Isabel Allende entró a formar parte de la sección chilena de la FAO, la organización de las Naciones Unidas que se ocupa de la mejora del nivel de vida de la población mediante un exhaustivo aprovechamiento de las posibilidades de cada zona. Dos años después contrajo matrimonio con Miguel Frías, del que habría de divorciarse en 1987, después de haber tenido dos hijos: Paula -que falleció, víctima de porfiria, en 1992- y Nicolás. En 1973, tras el golpe militar chileno encabezado por el general Pinochet, en el que murió su tío, el presidente Salvador Allende, abandonó su país y se instaló en Caracas, donde inició su producción literaria.

La primera gran novela de Isabel Allende, La casa de los espíritus, próxima al llamado «realismo mágico», fue publicada en 1982. Fueron precisamente el ambiente y los sucesos previos que condujeron al golpe militar los materiales narrativos que dieron forma esta obra, con la que se consagró definitivamente como una de las grandes escritoras hispanoamericanas de todos los tiempos.

Recibida como un brillante epígono en la estela del «Boom» iniciado en los años sesenta, y comparada con Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, esta primera narración extensa de la autora chilena se convirtió de inmediato en un best-seller en numerosos países del subcontinente americano (a pesar de que su publicación había sido rechazada por varias editoriales de Hispanoamérica), en España y en otras naciones de Europa.

Once años después de su primera salida a la calle, el éxito de la historia pergeñada por Isabel Allende recibió un poderoso impulso de proyección internacional merced a la adaptación cinematográfica realizada por el cineasta sueco Bille August (The house of the spirits, 1993).

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