Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Hoy me hice anacoreta. Contribuyó a eso el frío. Hay nieve y hielo debajo, barro negro en los lugares que se ha echado sal. Ya la noche fue larga, cuatro horas conduciendo en esas condiciones. A medianoche, el auto iba por la carretera de un lado a otro. Menos afortunadas que yo, personas solitarias echaban humo por las narices enfrente de sus vehículos estrellados contra las barras de seguridad. Si hay algo solo es eso: quedarse en medio de la oscuridad blanca rogando por un auxilio que tarda, cuando el fin del mundo es el fin del mundo, no parece otra cosa. Lo obvié con música, intentando permanecer en medio del camino mientras iba resbalando a los costados. Blues y góspel. Mi padre diciendo, bajo profundo que era él en el Coro de los Valles, que los mejores bajos eran rusos y negros norteamericanos. Lo confirma la noche invernal, cuando voces que se desatan de la larga esclavitud, le cantan a un “Señor”con tonos cavernosos.
Entonces permanecí encerrado el domingo, comiendo pan y café, como el pan y cuchillo de Miguel Hernández, y a veces algo de tallarín de ayer, frío, que día después y sin calor sabe mejor que nuevo. Terminé la botella de malbec con el cuarto que quedaba, dormí siesta a la hora de dormir siesta, lujo que no puedo darme. Llamé a las hijas temprano para cumplir el amor de padre; a los amigos no porque andan desvariando con depresiones, ajenos ellos a todo, incluso a la distancia entre ficción y realidad. Será que mi instinto básico me animaliza, o que el Neandertal que pervive en mí en un porcentaje del dos por ciento aconseja no salir hoy de la cueva, que hay fieras afuera y que las bestias de adentro se controlan con vigilancia y mesura. Me cubrí de vinagre y sal a la manera de cebolla en escabeche para aislarme del mundo.
Leí a Ana Ajmátova, mi gran amor. Vi cine histórico lituano, la historia del rey Mindaugas del siglo XIII. Con él volví a mi pasión oriente-europea para estudiar en mapas y en narrativa lo que mostraba la imagen. En una geografía en la que el Gran Ducado de Lituania se extendía del Báltico al Mar Negro consideré premonitoria la presencia de dos ciudades: una hacia el sur, Poltava, y otra hacia el norte Velikiy Novgorod, casas de Irina y Milana respectivamente, Ucrania y Rusia. En Poltava estuve y siempre quise sin hacerlo penetrar las tierras de Rus, de Alexander Nevsky, por el lado de la antigua Novgorod, que no se confunda con la Novgorod de Maxim Gorky. Trabajo pendiente, al igual que las tres ciudades del Báltico que anhelo ver, desde la germánica Riga hasta la talmúdica Vilna. Hablo del siglo XIII, cuando todavía aquellos nobles lituanos eran enemigos de Polonia; después vendrían los Jagellones, el inmenso poder de la república polaca y sus aliados. Por ahora son los años en que los mongoles destruían Kiev, 1240, y que la Horda de Oro amenazaba los bordes de occidente, solo detenida por feroces principados y crueles monarcas. En Eisenstein veíamos la tristeza de Novgorod con los tártaros arrastrando esclavos eslavos delante del mítico príncipe, y cómo, a veces, el invasor era aliado, cuando los guerreros asiáticos en sus pequeños caballos combatían al lado de los rusos contra los caballeros teutones encima del frágil hielo de los congelados lagos. El año pasado Kazajistán celebró 750 años de la Horda de Oro. De ella descienden.
Tanta pasión por la historia, por el hombre, sus logros y desmanes, por los vínculos y las etnias, por la apasionante lucha por sobrevivir. Cantaban los negros que fueron esclavos y continúan siendo esclavos de sus traumas en la gelidez nocturna. No era el sur ni las caminatas con grillos por el polvo de las Carolinas. El termómetro marcaba diez bajo cero, todavía tolerable para andar sin guantes ni gorra. De ahí salté al grupo Brave New World y música klezmer. Magnífica canción Chernobyl, y la imagen de las danzas de hombres vestidos de negro en el filme El violinista en el tejado, que pocos saben que viene de los cuentos de Scholem Aleichem. Comenté con Irina al respecto y no hizo comentario. No implico nada, solo que en la plaza de la catedral de Santa Sofía, en la capital ucrania, está el implacable Bogdán Mielnitski, atamán de los zaporogos, a caballo y con bastón de mando. En él se cimenta la independencia de Ucrania, en el alzamiento masivo contra los amos polacos el año de 1648. Escriben que entre 1648 y 1649 se exterminó a trescientos a cuatrocientos mil judíos en la región. Este grupo de gente afianzaba los poderes de los señores polacos con comercio y don artesanal.
Entonces, como durante el hitlerismo, se los culpó de mucho y pagaron con sangre. Y pienso en la alegría del klezmer, en el ritual del baile que es tributo a la divinidad, cómo se superó la historia, la terrible memoria para seguir bailando. Volvemos al hombre, a los infinitos sirios que perdieron todo en extrema crueldad y que continúan vivos; a los yezidis del monte Sindjar que esclavizaron los fanáticos de ISIS y que no han muerto.
Y ahora se ha puesto de nuevo la noche; el frío permaneció. Las familias de mapaches se enrollan entre sí; bellas mofetas resaltan con negro pelaje ante la nieve. Alisto la música para hoy, para mi salida nocturna al más acá y al más allá. Escojo Dire Straits, recuerdo a Julio y su muchacha Juliette, el tiempo ido de las inglesas bellas y borrachas. Si habrán muerto o viven, si se acuerdan de nosotros, si se quedó un beso en ellas no lo sabemos. Ni lo sabremos. Adjunto pasodobles taurinos, por la orquesta municipal de Madrid. Pasodobles que se afianzaron en México, en Colombia, en Cuba, que se fusionaron con el tango argentino, tan presentes en la música del que fuera suegro Pedro Ferragutti. Así para más tarde, incluso con algo de danzas del Renacimiento. La soledad es rica y el dolor y la tristeza se convierten en memoria y en tesoro. La vida sigue, la vida brilla, a pesar del frío y de la luz mala que aparece a fogonazos en los pajonales gauchos de las lecturas de infancia, en el algarrobo algarrobal de mi madre, y de Eduardo Falú, en los algarrobos de Tiataco. Polvo son. El polvo es el aire del recuerdo.