Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Por dos meses tuve en mi mesa de noche una edición del Financial Times de Londres. La de sábado, que es amena, discursiva, donde aparte de un almuerzo semanal con alguna personalidad (Roger Waters, Michael Moore, Martin Amis), hay artículos sobre vino, cine, pintura, literatura. Pasamos columnas y columnas de índices bursátiles y nos deleitamos, en casa, con textos inteligentes sobre arte y cultura.
El diario, en la primera página de su sección Vida y Artes, tenía una extensa colaboración de Simon Kuper acerca del robo de la Mona Lisa en 1911, pretexto delicioso para trashumar por un tiempo que moría. Pensé en Midnight in Paris, de Woody Allen, filme de calidad visual y tenue romanticismo, con un dejo de narración gringa que no molestó. Allen visita la ciudad de sus sueños, no la de Armani y Dior sino la de Shakespeare y Cia, los norteamericanos en París, Gertrude Stein, Scott Fitzgerald, Hemingway, en medio del talentoso tumulto internacional que incluía a Picasso y Dalí, a Miró y a Buñuel, los años 20. Cierta acompañante casual del protagonista, en el mundo onírico que lo seduce y sucumbe, se adentra más allá, hasta los recovecos de la Belle Époque, donde se materializan los espectros de Lautrec, Degas y Gauguin. Hay como un vacío entre esos dos tiempos, un espacio que llenó la guerra, pero antes de ella, también durante y hasta el armisticio, convivieron en la capital de Francia personajes no menores a los desenterrados por el cineasta: el París de Apollinaire, de André Salmon y Max Jacob, del joven Picasso, del maestro Schwob, hundido en un sillón de mimbre mientras lo asistía un enigmático criado chino. Allí es donde, en la cronología, un pobre inmigrante italiano roba La Joconde y la mantiene, a dos cuadras del sitio, en su cocina, por dos años.
Action Française acusó a los judíos; cómo no. El Louvre cerró sus puertas por unos días; cuando las reabrió, filas de gente intentaban ver el espacio vacío donde había estado el Leonardo, al cual, hasta entonces, nadie le había prestado demasiada atención. Kuper cita a Jérôme Coignard diciendo que sin quererlo el museo exhibía la primera instalación conceptual en la historia del arte: la ausencia de un cuadro. Entre la multitud que visitó el salón entonces se hallaban dos escritores de Praga: Max Brod y Franz Kafka, quienes, viajando barato, redactaban una guía de cómo hacerlo “en Suiza, en París”, para viajeros de escasos recursos como ellos. “Kafka siempre se adelantó a su tiempo”, añade Kuper.
Vincenzo Peruggia, el inmigrante que sufría de envenenamiento de plomo, aparentemente durmió en algún ropero al interior del recinto. El Louvre cerraba sus puertas lunes y muchos trabajadores se dedicaban a limpieza o reparaciones. No extrañó que uno de ellos, al menos vestido igual, saliera con un pequeño promontorio debajo de su overol. La falta de la pieza pasó desapercibida hasta el jueves, porque no era inusual que los fotógrafos del museo se llevaran los cuadros a casa sin dar razón de ello. Cuando les preguntaron qué día retornarían el da Vinci, respondieron que jamás lo tomaron. Entonces comenzó el revuelo.
La policía siguió pistas sin éxito, mas un día un amigo del poeta Guillaume Apollinaire trató de vender una estatuilla ibérica que había robado del Louvre, y se dedujo que también él tendría el retrato renacentista. El individuo se había hecho de estatuillas provenientes de la península en dos ocasiones. Dio algunas a Apollinaire y otras a Picasso. Muchísimo más tarde, Pablo aclararía que si se contemplaba bien las orejas de las Señoritas de Avignon, se sabría que eran las mismas de las figuras robadas. Poeta y pintor se desesperaron. Agarraron los peligrosos objetos con intención de tirarlos al Sena fuera de la villa. No lo hicieron; tampoco lograron eludir a los investigadores y terminaron detenidos. Apollinaire pasó seis días en una celda, donde escribiría Mes prisons. Ambos sollozaron ante el juez y el corpulento vate quedó alelado escuchando a Picasso jurar desconocerlo: Pedro negando a Jesús…
La justicia los absolvió. Era evidente que no formaban parte del rarísimo complot. En 1913, en Italia, alguien de la casa Uffizi fue contactado por un individuo que aseguraba tener consigo la pintura. Quisieron verla y la autentificaron. Peruggia alegó que deseaba devolverla a Italia, por el saqueo de arte que hiciera en su tierra Napoleón. Lo único que consiguió fue ser arrestado por las autoridades italianas, y juzgado -en medio de simpatía popular-, recibiendo una breve condena.
Contó que la mantuvo en la cocina de su cuarto de soltero y se enamoró. No era raro, la Joconde ejercía un hechizo sobre los hombres. Incluso en 1910 alguien se suicidó ante ella. El pintor holandés Kees van Dongen dijo: “Ella no tiene cejas y tiene una divertida sonrisa. Seguro que sus dientes son inmundos para sonreír tan cerrado”, mientras que Somerset Maugham desdeñó “la insípida sonrisa de esa afectada y hambrienta de sexo joven mujer”.
Recurro a esa obra maestra de Roger Shattuck, The Banquet Years, relato del origen del Avant Garde francés en cuatro figuras: Alfred Jarry, Henri Rousseau, Erik Satie y Guillaume Apollinaire. Allí el autor, en la sección dedicada a Wilhelm Apollinary Kostrowicki, llamado Apollinaire, describe el asunto y cómo, por un momento, opacó la rutilante estrella de aquél. La decepción del juzgado, la negativa de Picasso de conocerlo, no mellaron la amistad de los dos hombres, quienes, junto a Salmon y Jacob, sellaron “una de las más significativas colaboraciones literario-artísticas del siglo”.
Peruggia murió en la oscuridad. Incluso se confundió su muerte con la de un homónimo; por el contrario, la popularidad de la ahora Gioconda se extendió sin límites.
¿Quién robó la Mona Lisa? resulta una historia ingenua, la última feliz por los siguientes 30 años según Kurten. Es que a tiempo de su reaparición se asesinaba al archiduque Francisco Fernando y desaparecía una Europa para dar lugar a otra, la de Nietzsche y la de Kafka.
Del libro en preparación GEOGRAFÍA DE MIS PASOS, que vendrá a ser el Volumen 10 de mi Obra Completa.