Carlos Battaglini
En realidad yo iba a leer otro libro esas navidades. Pero el faro seguía insistiendo. Hacía tiempo sí, que Parte de una Historia se quejaba de verde y trágico, reclamando. Y así, algunas noches abría la novela por la página 37 o 71, y al momento recibía esos arañazos bajo la piel que te asesta toda obra hecha desde las entrañas. Y la sal. Aquello iba tomando carácter marino, cuestión de nudos.
Entonces Órzola.
Saldría de arriba, del norte hacia La Graciosa en unos días y decidí aplazar una novela de Janne Teller.
Comprendí por fin, que el presente se conjugaba en un lomo de clorofila, en un faro inaplazable, era tiempo de Parte de una Historia; las pupilas claro, ya recorrían el primer renglón: “Ayer, a la caída de la tarde, cuando el gran acantilado es de cinabrio, he vuelto a la isla”.
Y cuando unos días después llegué a La Graciosa y mis dedos se dejaban cosquillear por la arena de Caleta del Sebo, miraba al risco antes de la puesta de sol, y siempre me susurraba, “cuando el gran acantilado es de cinabrio”. Era verdad que estaba rojo, todo era mercurio.
Fue también el risco, bajo los rayos bermejos, con su voz de rubí, el que me recordaba que Parte de una historia era un canto al diccionario, una fiesta descriptiva, un homenaje al ritmo y a la precisión, un esfuerzo que valía la pena nadar. Y la sal.
Volví a pensar en el enigmático visitante que llega a la isla en busca de algo, o tal vez huía, escapando de muy lejos, pero probablemente sospechando que su ADN bebía de la misma mar salada que muchos de los gracioseros.
Caso de Roque, amigo, la calma del saber: siempre laborando alrededor del pescado, pescado que buscaban los jóvenes embarcados en la costa sahariana. Permanecía la isla progresando en la dureza atlántica, aún el camello, todavía el trueque, mucha tertulia también, la taberna del Fardelero acogiendo trago y parranda.
Lo de don Mateo era otra pesca: más sabía por viejo, defensa del territorio, siempre listo para el ron. Alrededor, por la isla, unos más rudos, otros con risas, directos, algo de desconfianza, muy vivos, nobleza; sobreviviendo.
En cuanto a ellas, mirando hacia el suelo, asumiendo la obligación de la costumbre, convergiendo con el marido en la monotonía del sentido común, la ley de la experiencia, contando al revés, como si el tiempo ya hubiera pasado…Sobreviviendo.
Entonces el naufragio.
Porque es desde el risco, todo rojo ya, de donde se atisba también la Playa de las Conchas: allí donde había encallado el yate de los extranjeros como un color desconocido. Eran los 60’, comenzaron a venir los turistas… y del accidentado yate asomaron unos norteamericanos, una euforia. Eran los 60’ y un impulso hedonista atrapó en la misma red tanto a los visitantes como a los varones locales: espuma de novedad, atrapando a Dionisos, se podía volar: la isla se revolvía.
Lo imposible siguió respirando en el alcohol, oliendo a erotismo, siempre fue viernes, hasta que el zarpazo de la costumbre, halo conservador, recordó: todavía hay lunes. Y fue aquí, ahora que el risco era de escarlata, cuando sentí que el primer día de la semana podría llegar a ahogarme al recordar algunas imprecisiones en la narración de esta novela, esas gotitas de agua dulce: choni sólo se oye en Gran Canaria, difícil que un graciosero diga pez; tampoco supe más de Roque, confundí a los extranjeros, urgía un sólido anzuelo sumergido en el rigor documental…
Pero salí pronto, muy pronto a la superficie. Nadar era tan fácil en esta historia, en esto fresco realista y virtuoso, que pedí a la marea aldecoana que me siguiese arrastrando hasta verle la cara al momento y una vez ahí le dije como Goethe, “Detente instante, eres tan bello”. Sólo entonces pude leer el último renglón, y mirando al risco susurré junto al enigmático visitante, “Mañana, poco después de que amanezca, dejaré la isla”.