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Escritura traducida

Christian Jiménez Kanahuaty

El problema de la escritura de ficción es, en definitiva, el problema de la lengua. El influjo de la lengua a la hora de nombrar y connotar la realidad. A veces ésta tiene que ver con el modo en que el autor representa la realidad a través del lenguaje. Pero, sobre todo, la escritura es deudora de la lectura. Un buen proceso de lectura enseña el ejercicio de la escritura porque instala en el (futuro) autor estilos, técnica y maneras de tratar el lenguaje. Tras breves periodos de relativa aceptación de lo nacional, muchos autores más bien buscan influencia y modelos en el extranjero, pero cuando no logran conocer otros idiomas, irremediablemente deben recurrir a traducciones y el sistema de la traducción no sólo es traicionero con el texto original, sino que ha ido transformándose en el tiempo. Hasta mediados de la década de los sesenta, los traductores se encargaban de reproducir literalmente el sentido de las palabras extranjeras. Aunque existían excepciones, se traducían los nombres de los autores y eso daba como resultado de que Charles pasará a ser Carlos o que Heinrich, se convirtiera en Enrique sin casi ninguna explicación. Y en esa línea cada país (México, Argentina, Chile –en menor medida-, España .sobre todo) usaron modos de traducción diferentes. Los latinoamericanos presentaron las traducciones de forma más ligada al sentido de las palabras, evitando modismos locales; en cambio, en España el castizo se hizo cargo de las traducciones. Y el tono y las formas del lenguaje cambiaron. Entonces la recepción de esos libros también transformó a los lectores porque si bien leían a escritores rusos, belgas, checos, alemanes o chinos, el resultado terminaba siendo casi el mismo. Eran reflejo de un español que podía encontrarse en El Quijote, porque incluso la nueva narrativa española, encabezada por Juan Benet, Juan Marsé, Rafael Sanchéz Ferlosio y Alejandro Gandara, entre otros, afrontaba el problema de la lengua para encarar su depuración, quitándole la cáscara romántica y renacentista y apostando por un gran estilo menos retórico y más sino realista, só, más capacitado para desde la sobriedad apostar por una escritura que fuese capaz de describir otro tipo de mundo, porque España misma estaba cambiando. La apuesta de esos escritores fue la de capturar con un nuevo lenguaje narrativo la transición, la democracia y la modernización del Estado, pero sin olvidar que el problema de España era también el problema de sus diferencias regionales y sus nacionalismo territoriales que además, contenían cada una de ellas, sus propias formas narrativas; pero, encararon la traducción desde otro lugar, porque al renovar el lenguaje, renovaron también el modo de traducción y apostaron por modernizar el ejercicio para dotar al instrumento (la lengua) de mayor alcance nominativo. Así que mientras en América Latina, la apuesta fue rastrear desde lo local esas traducciones, donde lo porteño o la traducción hecha en el Distrito Federal eran hegemónicos, España afrontaba una renovación. Pero ésta terminó a mediados de los noventa cuando las editoriales empezaron a crecer y tener ganancias porque además, apostaron por diversas líneas editoriales y por campañas publicitarias más arriesgadas. Lo que hizo que existiera un proceso de traducción más acelerado y más atento al público y sus deseos. América Latina dejó de centrarse en las traducciones y apostó por la producción local y por la reedición de éxitos extranjeros que habían triunfado en España previamente. Entonces, la edición se entendió como un negocio. Y como se supondrá la aceleración en la traducción construyó nuevos estándares del tratamiento del lenguaje. Se arriesgó la empresa resolviendo el problema en beneficio de la velocidad en desmedro del estilo y conforme pasó eso, las editoriales ya no tuvieron miedo a uniformar sus traducciones. Esto, estuvo, por supuesto, acompañado de un grupo de traductores formados ya en ambientes universitarios que fueron reemplazando paulatinamente a los que se habían formado intuitivamente o en su defecto, a aquellos escritores que tradujeron al español a sus autores favoritos. En éste último caso, si bien el trabajo de traducción era más lento, el texto final terminaba siendo mucho más cercano al original, en intensión, forma y estilo, lo que incluso hizo pensar por un momento a la crítica cuánto del traductor estaba en el libro traducido y al final, ¿quién realmente era el autor? El traductor o el escritor original de la pieza. Sin zanjar del todo ese debate, los escritores apuntalaron la idea de que toda traducción es un acto de amor con respecto de una tradición y una forma de apropiación de un autor. Incluso, los traductores luego asimilaron tan bien los modos de escritura de aquellos a quienes tradujeron que por un momento, tomaron sus estilos y los usaron, replicándolos y terminando por arrojar textos que estaban a mitad de la copia y el impulso de originalidad. Y tras este periodo, cuando ya la traducción se profesionalizó y se impuso horarios y plazos a las traducciones, los textos sufrieron una final modificación. Las traducciones se hicieron menos espesas, menos respetuosas del estilo y las uniformizaron, limando asperezas y restando estilo al autor, apostando por el desarrollo de la historia y su velocidad. Libros que podrían ser leídos sin problemas en el transporte público o en la fila del banco. Libros que al final, no demandaban esfuerzos a los lectores. Y esos libros terminaron por ser la guía de traducción de los nuevos valores que eran cada vez más y más leídos por lectores de habla castellana. Y el resultado, inesperado, por otra parte fue que los lectores que se alimentaron son esos libros, luego quisieron ser escritores y al imitar a esos escritores, terminaron, sin querer, imitando un estilo de traducción. Por ello, muchos de los libros que circulan con relativo éxito de escritores nacidos a finales de los setenta o inicios de los ochenta tienen un sello de garantía inconfundible. Ese sello no es sino el de ser el reflejo de una escritura llana, sin ripios ni sobresaltos que apuesta por la historia más que por el cómo se cuenta esa historia. La técnica y el estilo ya no son preguntas que deben resolver los escritores del momento. Lo que les mantiene en vigilia es la historia, el motivo, el desenlace y el final de sus historias, y algunas veces, el título de sus libros. Esto no hace sino reforzar una idea un poco fuerte. Los libros del momento parecen estar escritos sin ninguna huella de identidad territorial. Da lo mismo que el autor sea chileno, boliviano, ecuatoriano o peruano, porque, al final, sus historias se parecen ya que además, han borrado cualquier marca de pertenencia en sus historias. Se ha llegado a un punto interesante, sobre este aspecto del uso de la lengua como instrumento de la prosa y es que esos autores sienten que ese ejercicio es más bien saludable y no le resta por ello valor a lo que escriben. Choca en definitiva con una tradición local. Choca con un modo de decir algo por escrito. Se enfrenta con la delicada sensación de que, los autores del momento dicen que no tener filiación beneficia a que sus libros circulen. Pero, incluso cuando se nombran calles, restaurantes o ciudades específicas el modo en que son nombradas responde más un esquema heredado de las lecturas de esas traducciones limpias y estilísticamente amigables, que aun impulso de representación de la realidad por medio de la ficción. Y es que ahora, el problema es mayor cuando eso también conduce a pensar la relación que existe entre la tradición de cada región de América Latina frente a los libros que traducidos en España imponen su presencia en el mercado. Resulta ser que los autores latinoamericanos nacidos en las décadas del treinta y cuarenta tenían una discusión mucho más profunda sobre el problema de la lengua que los del presente, porque en ellos, la respuesta estuvo siempre en el estilo, en el uso del tiempo y en el modo en que la estructura de la novela estuviera puesta antes que la historia que se deseaba contar. Ahora temas como estructura y tiempo narrativo son casi cuestiones petrificadas en el tiempo a las que no se quiere prestar demasiada atención. Frente a esto existe entonces una escritura liza, llana y homogénea que puede ser comercializada como mapa de las lenguas porque no implica mayor riesgo. Y aunque hay excepciones, éstas son quizá las que confirman la tendencia. Por ello, es importante ahora plantearse no sólo el problema de la escritura, sino que urge pensar el tema de la lectura y de la recepción de otras narrativas en espacios locales, hacerlo implica conocer sus efectos y verificar sus resultados a la luz de los ejemplos que existen en el mercado editorial en la actualidad. Apuntalar un proyecto narrativo o un programa narrativo no es sólo la puesta en escena de una serie de novelas, es sobre todo, el modo en que la lengua funciona para describir una realidad, porque como se comprenderá a medida que más se reduzca el instrumento (la lengua) también más reduciremos la realidad y no será extraño, entonces, encontrarnos, en el mediano tiempo con que nadie entienda el mundo que está alrededor ni los problemas que plantea, porque las novelas han dejado de ser capaces de atraparlo. Finalmente, los más importantes momentos revolucionarios y de ampliación de derechos que vivió América Latina coincidió con la mayor y más amplia proliferación de formas, estilos y técnicas narrativas, que fueron encarados por escritores, poetas, cronistas que apostaron por que sus lenguajes no estuvieran sometidos a una única forma de escritura. Hicieron, en definitiva, de la escritura, una exploración. Restar potencia a la escritura, es restar capacidad de interpretación del mundo, y cuando se reduce la interpretación del mundo, con el tiempo, se anula la posibilidad a transformarlo, debido a algo muy simple: es imposible transformar (o pensar) algo que no se comprende.  

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