Paul Archer
―Me alegra que hayas venido, Susana ―dijo Horacio.
Estábamos sentados junto a la ventana, bebiendo capuchinos. Nuestras rodillas se tocaban bajo la mesa; el sudor surcaba mi rostro, cubierto de polvo.
―Que simpático te ves en persona, no imaginé que fueras tan alto ―le dije, con una sonrisita cómplice, como dándole a entender que me agradaba su compañía.
⸻Las fotos de perfiles engañan ⸻respondió Horacio, y comenzó a reír entre dientes; luego echó la cabeza hacia atrás, y su risa resonó en toda la sala.
Sin embargo, no parecía prestarme atención mientras hablaba, ya que miraba por la ventana. Aunque su mirada no seguía a ninguno de los transeúntes que pasaba; parecía concentrado en su propia silueta reflejada en el interior del escaparate.
Guardé silencio durante unos minutos. Quería que todo avanzara a su paso, sin estropear el encuentro con movimientos bruscos. Sospechaba que dentro de poco me sorprendería con una anécdota curiosa, y no me decepcionó; por el contrario, me asustó.
―¿Has escuchado hablar del lado oblicuo del cerebro? ―dijo, sin mirarme.
Había una cautela en su actitud que me desconcertaba, y durante varios minutos me sentí perdida. Luego, poco a poco, comprendí que su forma de ser no era muy diferente a la mía. Horacio había perdido a su madre a temprana edad, o, al menos, eso me dijo, y entendí que él podía tener buenas razones para ser poco expresivo.
―No.
Sonriendo, me ofreció un cigarro y continuó:
―Sabes que nuestro cerebro está dividido en dos hemisferios, ¿verdad? El izquierdo y el derecho.
―Por supuesto, el izquierdo domina la parte lógica, y el derecho, la parte creativa.
―Eres una persona muy inteligente, Susana ―dijo casi coquetamente. Sin embargo, no pareció sorprendido por lo que dije―. No es necesario que te esfuerces, sé que eres diferente al resto de las otras chicas.
Me limité a sonreírle, apenada, y meneé la cabeza.
―Lo importante es saber que estamos juntos ahora ―le respondí⸻, luego de tantos meses de mensajes de texto.
Bebí un sorbo de café y estudié su rostro. Él me sostuvo la mirada con su habitual frialdad; luego puso la punta de los dedos en el borde de la mesa como si fingiera un gesto de seguridad en sí mismo.
―Si estás dispuesta a confiar en mí, te contaré mi secreto ―Horacio puso su mano en mi brazo. Fue un gesto extraño, apresurado y sincero al mismo tiempo―. Mucha gente se pregunta de dónde saco las historias que escribo, cómo hago para imaginarlas; algunos me han acusado de plagio, otros de copia, pero hasta el momento no han podido encontrar una sola idea, párrafo o personaje similar a la de otro escritor. ¿Sabes por qué? ―sus ojos despedían chispas―. Porque no las copio, las creo desde la nada. Sí, aunque no lo creas, vienen a mí, como por arte de magia. Y ahora, estoy a punto de revelarte cómo. No creo que sea muy difícil de entender para ti, pero necesito que confíes en mí.
Achiqué los ojos, lancé el humo y dejé el cigarro en el cenicero; después me acaricié las sienes con la punta de los dedos como si quisiera alejar el presentimiento de un futuro dolor de cabeza.
―Confío en ti.
―No te he dado ninguna razón para que lo hagas ―dijo―. Todavía no, por lo menos.
―Lo sé. Pero confío en ti de todas formas.
―¿Segura?
―Sí.
Horacio sonrió de nuevo. Aquello creaba una tensión deliciosa.
―Bien, todo comenzó hace treinta años. Por aquel entonces yo era un aficionado a historietas de ciencia ficción y películas de vaqueros. El reloj marcaba la media noche cuando, a lo lejos, en las calles distantes, oí un sonido. Me acerqué hasta la ventana y no vi nada; sin embargo, se escuchaba el sonido de las espuelas de un caballo cada vez más cerca. Pero en vez de hacerme titubear, el miedo me obligó a permanecer muy erguido, inmóvil, de cara al techo, como si aguardara la llegada de un amigo. Mi padre dormía, no podía recurrir a él. Cerré los ojos, esperando que el sonido desapareciera, pero sucedió todo lo contrario: el portal de abajo se abrió y se volvió a cerrar; corrí hasta la puerta y le eché llave, a pesar de que presentía que no había candado ni cerradura que pudiera impedir el paso de la criatura que venía por mí. Luego oí avanzar a la criatura, lentamente, por el pasillo. Cuando entró, los ojos se me saltaron de sus órbitas: era un gaucho, alto, de rostro enjuto, botas empolvadas, poncho, pantalón de bayeta y sombrero de ala ancha. Respiraba por la boca, como si hubiese dejado el aliento en una riña.
»Di el primer paso, y le pregunté el motivo de su visita, creyendo que el suceso era parte de una pesadilla. Las piernas me temblaban. El gaucho guardó silencio, y me miró de arriba a abajo. El bigote y la melena parecían comerle la cara. Luego me contó que llevaba unas semanas en Buenos Aires; también me dijo que había ido a visitar a unos parientes, y que se vio complacido en la fonda del vecindario a donde llegó. Pasó muchos días allí, mateando, levantándose en el alba y dedicándose a sus asuntos hasta que uno de los peones se burló de de su bigote. El gaucho no le replicó, y el peón pensó que era tarado, así que regresó en la noche para seguir burlándose. Me dijo que ese fue el motivo por el cual perdió el juicio y apuñaló al peón en el estómago. Cuando la sangre corrió entre sus dedos, supo que tenía que huir. Intentó refugiarse en un fachinal, pero la policía ya lo había cercado. Prefirió pelear antes que entregarse, y fue herido en el antebrazo y en el hombro. Fue allí cuando aprovechó el descuido de uno de los policías y se montó en su caballo.
»En aquel desorden de historia inconexa, pensé que el gaucho había quedado atrapado en una especie de estela temporal, y que el caballo era en realidad una máquina del tiempo. Por lo tanto, debía lograr que el gaucho saliera de mi casa lo antes posible, para evitar cualquier colisión de partículas. Pero había algo que me impedía hacerlo, una especie de empatía; detrás de su mirada podía verse una vida feral, cargada de festines de carne, guerras, saqueos, marchas por llanuras y resacas mortales.
»»Un momento», dijo el gaucho, y sacó un cuchillo de su cinturón. «¿Por qué está vestido así, niño? ¿No me diga que también es policía?». Le dije que tomara la situación con calma, que solo era mi ropa de dormir, nada más. Pero él insistió, queriendo enterrarme la hoja del cuchillo en mi carne. Entonces retrocedió, estremeciéndose. Creí que el corazón dejaría de latirme. «María santísima, usté es un fantasma», dijo, persignándose con ambas manos. «Usted también», le dije, maravillado. «Es transparente». El gaucho se tocó el torso, sintiendo, tal vez, el calor a través de su piel. «No…no, está equivocado. Yo tengo carne, usté es el muerto». Medité por unos instantes y le pregunté en qué año había nacido. «En 1830, entre unos pajonales», respondió orgulloso. «Creo que solo hay una explicación, jefe. El tiempo. Lo más probable es que sea una sombra del pasado», le intenté explicar. Pero el pareció enojarse, y me grito que cómo podía afirmar quién pertenecía al pasado y quién al futuro. Luego pareció recapacitar y me preguntó el año en donde estábamos. «1977», respondí sin temor, pero no sin recelo, no fuera a ser que el gaucho se acercara nuevamente, cuchillo en mano, con ganas de rematarme. «Su país sigue en una dictadura cívico-militar». Le tendí la mano, en señal de despedida. El gaucho me imitó, sin embargo, nuestras manos no se tocaron, sino que se fundieron atravesándose entre sí. Poco después bajó, tal vez, absorto, y partió en dirección contraria, como si buscara regresar al lugar de partida, sabiendo que le esperaba un desenlace mortal. La fantasmal figura por fin había desaparecido de mi vista. Corrí rápidamente hasta mi habitación y cerré los ojos.
»Al día siguiente le conté el suceso a mi padre, y dijo que se trataba de un sueño lúcido, que a mi edad era normal que los tuviera; pero las alucinaciones no pararon. Ya no podía dormir tranquilo; me negaba a cerrar los ojos, temiendo que otra contingencia me obligara a salir de mi habitación, pero esta vez con un palo, cuchillo u objeto de defensa. Una y otra vez repasaba los encuentros, la sucesión de impresiones brevísimas; pensaba que los encuentros eran reales, pero que los personajes conversaban conmigo desde sus sueños. Las imágenes me atormentaban cada vez más y más, y más, carcomiéndome el cerebro. Sin embargo, fue mi encuentro con la señora Beatriz el que finalmente hizo a mi padre tomar la decisión de llevarme a un psiquiatra. Una noche la encontré sentada en la taza del váter, con las piernas separadas y los muslos hinchados, mostrando la enorme mata de vello que le crecía hasta el estómago; sus labios se estiraron en una mueca golosa, como si estuviera ante una golosina. Y con una expresión que podría haberse confundido con temor, cerré la puerta de golpe y retrocedí, observando cómo el pomo giraba a la derecha y a la izquierda.
»Después de los exámenes, el doctor se inclinó hacia adelante, doblando los brazos sobre el escritorio, mientras mi padre permanecía con los ojos abiertos, proyectando imágenes especulativas. «Las alucinaciones que sufre su hijo son provocadas por un tipo de alteración en el funcionamiento quimicoeléctrico de su cerebro», dijo. «Dígame una cosa, Martín, ¿alguna vez Horacio se ha golpeado la cabeza?». Mi padre titubeó durante un lapso de tiempo, como si temiera decirle la verdad, pero finalmente le dijo que antes de cumplir ocho años me había caído por la ventana. Saltando de un mueble a otro, había perdido el equilibrio, chocado de espaldas contra el vidrio y caído del segundo piso hasta estrellarme contra el pavimento. «Lo sospechaba», arguyó el doctor. «Su hijo sufrió una lesión en el lóbulo frontal», acotó, y apoyó una mano sobre la frente de su cráneo. «Aquí, en la parte delantera del cerebro. La lesión es poco común, y suele confundirse con esquizofrenia. Pero no se preocupe, tiene tratamiento. Necesito hacerle un electroencefalograma para ver el trazado de sus ondas cerebrales y detectar otros tipos de disfuncionamiento.
»Jamás volví a ver al doctor. Mi padre prefirió creer que lo mío eran sueños lúcidos, nada más; la idea de que su hijo estuviera loco debió afectarlo terriblemente. Haber sobrevivido a la caída ya era un milagro. No estaba dispuesto a perderme otra vez. Más adelante, un amigo le recomendó que me comprará una máquina de escribir, como vía alterna de tratamiento; desde ahí, trascribo todo lo que veo.
Tras haber concluido la historia, como si se acordara de pronto, me dijo que el lado oblicuo del cerebro era una deducción a la que había llegado luego de muchos años; según Horacio, era un tipo de hemisferio fantasma que se formaba entre los dos hemisferios, creando una especie de dimensión exodimensional, infinitesimalmente amplia, donde todo era posible.
―Creo que empiezo a comprender ―murmuré. Poco después, asentí, inexpresiva.
Sin mirarlo, dejé que cobrara efecto el silencio. Respiré hondo, apoyé una mejilla en la palma de mi mano y volví a mirarlo. Su rostro aún conservaba el rastro de una sonrisa. ¿Me estaría jugando una broma? No lo sabía, el tono de su voz había sido tan convincente que dudé, y le dije que iría al baño. Necesitaba esclarecer mis ideas.
―Deja la cartera sobre la mesa, por favor. ―El rostro de Horacio se puso muy serio, su voz se volvió apremiante―. Al menos así sabré que estuviste aquí, y que esta conversación no ocurrió en mi cabeza. Imagínate lo triste que sería para mí descubrir que solo eres un producto de mi imaginación.
―De acuerdo ―le dije secamente.
Mientras pasaba junto a él le di una palmadita en el hombro, como dejándome llevar por un impulso surgido a último momento. Cuando salí del baño, el aire caliente y húmedo del mundo exterior me envolvió en un abrazo. Era como volver a la superficie después de una profunda inmersión marina. Pero mi hombre no estaba. Meses más tarde supe que «Horacio» era una de las múltiples identidades de Sarthès, el ladrón de carteras hispano francés.
Biografía
Realizador audiovisual con alma de aventurero. Amante del cine, la música y la ciencia ficción. Actualmente vive en Santa Cruz de la Sierra.