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Un tours dentro de casa

Roberto Navia Gabriel

Ahora que no se puede viajar, voy a seguir viajando dentro de casa:

La galería me lleva a la selva tropical porque está rodeada de helechos y de árboles de cayú, de chirimoya, de guanábana y bambú. Ayer aterrizó una bandada de pájaros para jugar como niños en las ramas y en el patio. Brincaron como cabritos, hicieron piruetas emblemáticas y sus cantos encontraron a mi gata Basilia durmiendo a piernas suelta, como si el mundo no estuviera con su mordaza en la boca. Tengo una hamaca viajera que estuvo el otro día en Aguas Calientes. La había tendido de un árbol a otro, cerca de las aguas tibias donde es genial bañarse a la medianoche, envuelto en una neblina de película, amparado por una luna buena y los sonidos luminosos que salen de las gargantas de las garzas que alumbran la noche desde los árboles nobles de la Chiquitania.

La sala, que es uno de mis sitios de lectura, me transportan a los mundos y personajes que encuentro en los libros que palpitan como el corazón de una locomotora que viaja por los rieles de los confines del mundo; desde uno de los sillones observo a Franz Kafka caminar por las calles de Praga. Lo imagino yendo a la casa de su hermana que queda en el número 22 del callejón estrecho, dentro del Castillo de Praga. Ahí se escapaba a escribir para que su padre no lo viera en esa faena que cuentan que le embroncaba. Ahí se ponía a narrar su mundo, en esa buhardilla de tres por cuatro metros, en ese pequeño barrio donde también habitaban hombres contratados por el rey para que encuentren la fórmula para convertir el acero en oro.

Mi estudio me hace viajar a mi mundo interior donde están guardadas las historias que aún no conté; conviven con la estela de las que ya volaron a buscarse la vida a otros puertos, son testigos del proceso creativo, de las noches sin sueño, del tic, tic que hacen mis dedos en las teclas de esta computadora en la que escribo. Aquí están los sueños dentro de otros sueños, en los libros que trepan las paredes, que posan en la mesita de luz, en una esquina donde se añejan algunos vinos traídos de allá.

La cocina, me lleva a los colores, sabores y olores de los países de los que siempre con Karina nos traemos algo para recordarlos y que nos abren el apetito por la vida, por volver: el jamón de España, la sartén de cobre con la torre Eiffel de París, los tulipanes de Ámsterdam, los chupitos de medio mundo, la yerba mate de Argentina, el vaso cervecero de Berlín…

Y el pasillo es el museo donde se puede mirar el mundo a través de los cuadros adquiridos la tarde de lluvia en el Barrio Latino de París, el barco y su mar de Van Gogh en Holanda, el almuerzo de un grupo de constructores en lo alto de un rascacielos, esa fotografía famosa tomada en 1932 por Charles C. Ebbets durante la construcción un edificio en el centro Rockefeller en New York. De ahí, hay solo unos pasos al puerto del dormitorio donde, desde que empezó la cuarentena, tengo un sueño recurrente: llueve mientras conduzco por una carretera que después se ilumina por nubes de vientre amarillo.

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