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Los idus de Marxo

Jorge Muzam

Veo a Klimt en una higuera que fenece de tanto verano. Una lloica indecisa y sedienta. Rastrojos de heno que se resquebrajan bajo las sandalias. No ha llovido ni lloverá en semanas a la redonda. Temo a los incipientes amarillos. La brisa con aroma a licor de ciruela. El sol pálido prodigando sombras difusas. Marxo se viene sin frenos, como descarrilándose, contaminado de lucha de clases, de violencia, de cobradas personales. 
Chile no volverá a ser el mismo, pese a los oídos sordos de un gobierno miserable, al apaleo indiscriminado de nuestros jóvenes, al rastrerismo de los grandes medios que siguen mostrando una calma de utilería, que no es tal, porque cada calle es una primavera y a la vez un infierno, jolgorio y lágrimas, puteadas al altísimo y al bajísimo.

Si tan solo bastara con ser mayoría. Pero el otro lado es igualmente multitud. La basura que nos desprecia como basura. Gran parte de los jefes de cualquier cosa, su legión de lamesuelas, el arribista que odia a su clase, el lumpen guarimbero que puede llenar varios estadios, arrasar plazas, destrozar cabezas de gente buena, de muchachos que solo avientan una piedra y una flor.

Tal como tantas otras veces, la centroizquierda exquisita corre asustada a guarecerse en los cuarteles. Rellena columnas exculpatorias en pasquines de derecha. Consensúa ideas de exterminio tan rápido como se bajan pantalones o faldes.

No hay señales claras respecto al rumbo de tanta escaramuza. Los pollos comieron con desgano aquel 17 de octubre. Comenzar algo al día siguiente involucraba llegar hasta el final. No perder el aliento antes de conquistar la cima. Pero al ímpetu justiciero lo traicionó una negociación de pasillo y esa fue su perdición, y también la mía. Negociar con la maldad es perder. Siempre ha sido así.

Queda un batallón en las calles. El único que merece llamarse así. Una Primera Línea heroica que merecerá mil novelas sobre lo que es resistir con piernas ágiles y pecho desnudo. Lanza de coligüe, adarga de antena satelital y antiparra de soldador al arco.

Envejezco. Más que mi cuerpo lo siento en mi mirada. Descreo de mi especie. El egoísmo es la cadena, el lastre, la bola de acera al tobillo. Y la ambición el ingrediente perfecto para seguirnos despedazando. Los venenos incorporados por negligencia divina, o sabiduría maliciosa, para que todo tenga un fin previsible. ¿Y el sufrimiento? pues se lo cargamos a Nietzsche.

Preparo el mate. Aún es temprano. Los veraneantes se han marchado. San Fabián recupera su silencio. Los cerros se siguen azulando. Un incendio descontrolado en Ñiquén y otro en las Siete Tazas nos proveyó de una belleza inesperada. Porque las montañas adquieren la prestancia de Hodler, los tonos de Signac, el carácter de Nolde, la difusividad de Turner.
Me asomo a mi ventana y es casi lo mismo de siempre, una continuación de cualquier escena, de cualquier pintura, la bruma que absorbe, que difumina, que contagia el espíritu de imprecisitudes, y el amarillo trepidante, los marrones apoderándose del paisaje, la sequedad, el nogal debatiéndose en una lucha cuerpo a cuerpo entre las estaciones.

Busco una biografía de Turner, y por defecto voy a parar al libro Esa visible oscuridad de William Styron. Lo bajo para leerlo más tarde. Quizá encuentre alguna señal, una imagen, un diálogo a destiempo en medio de esta contienda fratricida conmigo mismo. Hasta ahora he ganado, es decir, una parte de mí, porque de lo contrario estaría muerto, o al menos alcohólico. De cualquier forma cada pequeño triunfo es aterradoramente pírrico, una prórroga indigna de lo irremediable.

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