Mi querido anfitrión, el poeta y novelista Juan Carlos Castellanos, me abraza, besa mis mejillas y me entrega una canasta de panes y vinos, frutas, pimientos, choclos, albahaca, rosa pascua, globos y serpentinas. Saca el pañuelo y pide a la banda tronar con una cueca tarijeña, mientras su esposa y mi esposo nos festejan con silbidos y videos.
Zapateo algo colla, recuerdo mis clases de bailecito, y aunque llovizna sentimos el calor del carnaval chapaco. Quizá hemos roto alguna tradición, un compadre y una comadre. No interesa a nadie. A “Chaplin” como lo saludan por las calles, le debo muchos festejos, en Tarija y en Villa Abecia, todos de antología. Y le debo sus biografías sobre mujeres revoltosas, la Gorriti infiel o Sor Isabel que enamoró al general.
En las calles suena la música alegre de Enriqueta Ulloa y hay comparsas de comadres en las esquinas, hermosas mantillas, la blusa ajustada, las trenzas con cintas de colores, la pollerita sobre la rodilla girando con la tonada de Nilo Soruco. Es tiempo de abundancia y en los mercados sobran los racimos de uvas, los duraznos de todo tamaño, choclos para humintas y tamales, higos y quesos, muchos bizcochos.
Regreso a la casa donde me aloja Gisela y la abrazo emocionada porque siento que en estos gestos de hospitalidad y brindis está la razón profunda que explica esa conmoción que a veces llamamos patria y no es más que el sentimiento de la ternura y de la fraternidad que aleja a los humanos de los demás mamíferos.
Con mi familia recorremos los carnavales de Bolivia (también los domingos de Pascua) por ciudades y pueblos y en cada rincón encontramos una forma diversa de ser festivos y de ser amables. Quizá es esta reserva la que nos ayuda a vivir cuando en los palacios gobiernan dictadores o también cuando el resto del año faltan víveres y no hay trabajo.
En ningún lugar le niegan a un forastero el convite, la libación con chicha, ambrosía, licor de membrillo o vino. Siempre hay alguien que ofrece un plato de comida, sea en Sica Sica cuando las flores de la papa se pierden en el horizonte del sembradío. En Vallegrande a cada paso sale algún vecino con una porción de lechón al horno, arroz, plátano, yuca, verduras. En el sur nos saciamos con carnes a la parrilla y en Oruro imposible pasar carnaval sin caer donde algún conocido que cocinó costillar, guiso, brazuelo. En La Paz comemos puchero y así al infinito. Parecería que está prohibido hablar de escasez o de miseria.
Muchos han estudiado y descrito los orígenes y las transformaciones de la fiesta desde sus tiempos más lejanos hasta las entradas de pepinos, las rupturas sociales, la relación con los socavones, las diosas griegas convertidas en candelarias. Sin embargo, queda la principal pregunta.
¿Por qué nos gustará tanto festejar el carnaval en Bolivia? En todo el territorio, de banda a banda, mientras otros pueblos latinoamericanos similares al nuestro no mantienen esos ritos. Ni siquiera en Brasil es tan extensivo.
Más tarde, como canta Serrat, volverá el rico a sus riquezas, el pobre a sus pobrezas y el señor cura a sus misas. Mientras el festejo seguirá en los recuerdos, en los comentarios vespertinos, en las fotos y videos, en las historias que se cuentan a los niños.