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Los días en que no hacemos nada

Christian Jiménez Kanahuaty

Quizás los días en que no hacemos nada son los más productivos. Las mejores ideas salen del tedio, de la monotonía, pero las excelsas surgen de la contemplación, del saber mirar. Cuando los ojos se acostumbran a la quietud es cuando por fin el mundo se les puede revelar. Y es que en esos instantes es que surge el arte. El arte no es que está necesitando nuestra presencia, es al revés, nosotros necesitamos del arte para establecer una conexión entre lo humano y lo divino que no sólo está entre el mundo físico y el metafísico, sino que también anida en nosotros. Vayamos por la religión que vayamos, el común denominador entre todas es que el ser es capaz de crear porque es portador de vida. Y la vida no es solamente aquella vida que podemos establecer a partir de la procreación; la vida es una manifestación que se encuentran en cada creación humana siempre ella surja de un acto muy simple y muy complejo. La contemplación. De estar en el momento justo y que a partir de ese momento justo podamos extraer algo que comunicar al resto de las personas, pero para comunicar necesitamos que eso que hemos visto pueda ser conmovedor. Y para saber, es importante que nosotros nos hayamos conmovido primero al ver aquello que por medio de la contemplación se nos manifestó.

No es ir en busca de la inspiración. La inspiración está ahí. En la hoja en blanco, en el lienzo que está colocado en la caballete, en las cuerdas de ese instrumento o en las teclas de ese otro; está lista. Espera.

Lo único que hay que hacer para dar forma a la inspiración es estar conectado con lo mejor y con lo peor de nosotros mismos y establecer que parte queremos hacer relucir. Todos estamos cargados de oscuridad pura y de luz pura, la idea es cómo combinar esas dos facetas de nuestra existencia, eso es lo que nos genera dudas, porque todos queremos hacer un arte que sobrepase el tiempo y el espacio. Todos queremos hacer un arte que cambie el mundo y que lo remueva. Pero no a todos nos alcanza nuestra destreza técnica para lograrlo. Pero, lo que sí es seguro es que todos somos portadores de ese algo que es capaz de crear, y en ese sentido, somos excepcionales porque tenemos algo único que entregarle al mundo y sólo lo podremos hacer si dejamos a tras el miedo, porque el miedo no es sino, el reflejo del egoísmo.

Es la voluntad creadora que duda y que no quiere compartir lo que tiene con el mundo porque piensa que se le puede criticar, porque puede pensar que lo que hace no está a la altura de lo que hacen los demás, porque, incluso duda de que a alguien le pueda interesar esa aparente pequeñez que realiza y que sin embargo, el hecho de que ese algo, por muy pequeño que sea, esté en el mundo ya de por sí significa que es necesario.

Nada puede escapársenos. Todo lo recibimos y a veces ni cuenta nos damos pero para darnos cuenta no sólo necesitamos estar conectados con nosotros mismos, sino que urge contemplar. Estar en disposición de recibir la información que el mundo nos da a cada momento y del cual podemos organizar el arte que deseamos construir.

No todos vamos a recibir el mismo tipo de información. Un músico no ve el mundo del mismo modo que un pintor o que un escultor y ellos, a su vez ven un mundo muy diferente al que percibe un cineasta o un escritor. Cada uno de ellos saca una tajada del mundo según sus propias experiencias y deseos artísticos, pero no hay que olvidar que estamos hablando del mismo mundo que se nos presenta de formas diferentes. La cosa es estar abierto. Dispuesto. Agradecido.

Y esto es importante. No se suele hablar del agradecimiento desde el arte. Da pudor. Parece cosa del pasado. Algo muy del siglo antepasado, de un romanticismo anterior a la razón y anterior al mundo mismo, pero no hay que olvidar que antes, el creador no era una persona, sino que eran los Dioses los que atravesaban a un hombre y se posaban sobre él y le indicaban qué hacer. Los hombres sólo eran canalizadores de una voluntad divina que les inducía a crear algo que exalte lo divino. Luego, cuando todo se empezó a dividir y la razón se fue imponiendo como modo de mirar el mundo, se dejó de lado la idea de los dioses como aquellos que usan a los hombres para crear belleza y se colocó al hombre al centro. Ahora era él el único responsable de la creación. Por ello, el miedo, la angustia, la desolación. Antes era el dios el que había fallado si la obra de arte no alcanzaba sus propósitos. Ahora es el hombre. Es creador y responsable. Ahora el mismo tiene que enfrentarse con sus capacidades y mediocridades frente a la creación y debe estar dispuesto a resolver los problemas que se le presenten en el camino.

Han dicho que por eso se establece la inspiración, como si la inspiración fuera un interruptor que se apaga y se enciende a voluntad. Si algo falló o faltó es porque la inspiración no vino en nuestra ayuda. No se prendió el foco. Pero cuando sí lo hace, claro, ahí todo es fiesta, celebración y gloria. Palabras esquivas para el arte, porque el arte mismo desde su propia conciencia sabe que lo único que la hace real es el tiempo y la capacidad que tiene de convocar y provocar emociones en la humanidad.

Y esto es importante. El arte, el verdadero arte no habla sólo a un grupo de personas, no es sobre hombres o mujeres, ni sólo sobre pueblos. El arte, el verdadero arte, es y trata sobre la humanidad. Sobre lo común. Lo que nos une, no sobre lo que nos separa. El arte que trata sobre el modo en que nos hemos separado a pesar de estar cubierto de explicaciones ultra teóricas o filosóficas que pretenden hacernos creer que su función es decir el porqué de nuestra separación, le hace un juego persecutorio a la destrucción. Lo contrario a la creación es la destrucción y el revés del arte es el silencio. El arte es pación porque comunica. El arte que se hace para refrendar nuestras diferencias genera silencio. Genera miedo, genera pobreza de espíritu porque no es capaz de ver más allá de los matices, se concentra y refuerza esas distinciones. Y sí, puede estar bien por un momento señalar las diferencias, nuestras asimetrías, nuestras desigualdades, pero ese no tendría por qué ser el final del arte. El arte debe tender puentes, mezclar, unir, cotejar, complementar, tejer, con todos los materiales posibles y que tenga a disposición. Cuando contemplamos, no vemos el mundo de forma fragmentaria. No vemos el mundo por colores o formas, las vemos mezcladas, interrumpiéndose unas a otras, conectándose y es que a partir de esas conexiones y relaciones es que las formas tienen sentido y adquieren dimensiones y movimientos. Si sólo viéramos formas separadas sería como ver un vitral muy de cerca. Cuadrados, rombos, triángulos, círculos, muy bellos, y feroces, pero no veríamos el vitral completo.

Establecer con el arte esta mirada es importante porque quiere decir que somos capaces de despojarnos de nuestro pasado, vestiduras y subjetividad para ir más allá y conocer todo lo demás, desde otro lugar. No sólo lejos de nuestra zona de confort. Sobre todo, dentro de la experiencia de otra persona, de otra tradición; de otro modo de ver el mundo. El arte de verdad, logra eso, entender a alguien tan diferente a nosotros mismos que al principio nos puede dar miedo verlo de frente. El arte que deberíamos procurar hacer debería tener esa finalidad, romper las barreras y conectar, pero conectar desde la capacidad de ir más allá de nosotros mismos. Vivir la vida que nunca viviremos y desde ahí decir algo dentro del arte que practiquemos.

Por eso los días en que no hacemos nada son tan importantes porque es durante esas horas en las que podemos despejarnos y entender de qué se trata la vida y la vida de las demás personas, y no hay que hablar de las necesidades básicas, de la economía doméstica, ni de las pasiones altas y bajas; hay que pensar sobre la vida en otros términos porque después no somos máquinas aunque el capitalismo y la industrialización así nos lo quieran hacer creer. Despojarnos de eso también es importante, porque tenemos que ver que el arte que podamos producir no tiene por qué estar realmente y solamente inscrito en el capitalismo que conocemos. Podríamos ver cómo socializar el arte, como generar desde una cooperativa otras dimensiones del arte que se nos escapan cuando trabajamos el arte individualmente; trabajar, entonces, el arte desde otros modelos de subjetividad y de actividad laboral y profesional desmontando el marco lógico de la productividad y de la reproducción en serie. Volver a establecer criterios de originalidad para el arte. Volver a establecer una manufactura en el arte. Un sello de identidad que hable de las capacidades manuales y no maquinarias que tenemos para crear. No se trata de la idealización de un mundo ya superado por la modernidad, ni de evitar usar las herramientas del presente; están bien esas herramientas, pero la pregunta es si ¿esas herramientas impulsan el arte que hacemos o somos nosotros los que usamos a esas herramientas para realizar el arte que deseamos presentar al público? Cada respuesta incuba en sí misma un modelo de arte y un modelo de producción del arte. Y está bien. La multiplicación del arte es lo que cabe, pero no evitar que desde esa multiplicación el arte también debe estar pensado, cuestionado y organizado.

Y así, quizá, el arte que hacemos o pretendemos hacer sea el producto de un tiempo histórico y no el reflejo de un sentimiento. El arte cuando es sólo el reflejo de un sentimiento se parece mucho a esos poemas que garabateábamos en el colegio tras el impulso del primer amor. El arte cuando es motivado por el tiempo histórico es más parecido a esa novela, esa pintura, esa escultura, esa cinta de video que al contemplarla nos dice más de nosotros mismos que todas las páginas de los diarios que hemos escrito a escondidas desde la adolescencia. Resume todo y anuncia el porvenir. Explica y notifica de qué estamos hechos.

Al final, el arte no es más que una señal intermitente en mitad de una fiesta, de una vida, de una tarde. La cuestión es estar abierto a ver ésa señal.     

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