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Diario del infortunio (II): La mano que respira

Rodrigo Villegas R.

Sangre. Río rojo que se seca como una grieta. Como las vías de un tren. Mar del cuerpo, torrente que se quiebra y detiene cuando algo falla, cuando algo ahí dentro se corrompe. O que sale expulsada, propulsada como un alud. Desintegración de la montaña. Derrumbe. Inundación carmesí.

Papá, sentado a mi lado, me mira como si estuviéramos extraviados. Es la quinta o sexta radiografía pero siempre, para ambos, la visita a esta cabina es un acontecimiento distinto, renovado. Una sensación de desastre anticipado. Radiación que permite ver los huesos, los metales insertados entre ellos y la carne. Navegantes de la sangre. Un puente.

Una mano petrificada, contenida en un sarcófago blanco que llega hasta el codo. La útil, la necesaria, está descompuesta. En proceso de sanación.

Papá me ayuda a sacarme la venda. La tela, algo sucia por los cincuenta días, gira y gira. Se desenvuelve. Veo mi brazo luego de dos semanas. No reconozco esta parte de mi cuerpo. Me es ajena. Mas no la rechazo. La adopto. La preservo en mi memoria.

Pon tu mano ahí, doblá tus dedos, así, mantenelos un poco. No te muevas. Aguantá, ya está. Levantá tu mano, ahora ponla así, como si estuvieras escribiendo. Ah, no puedes. Entonces intentá apoyar el pulgar. Un poco más… Yo te acomodo, sueltita tu mano. Así, no te muevasss… Ya está.

La radióloga se calla y camina hacia su computadora. Edita, mueve imágenes.

Se imprime. Una lámina oscura con dos impresiones del mismo dibujo. El esqueleto del borde de una extremidad. El vacío, ocupado por ese objeto extraño, blanco y luminoso, persiste. La enfermedad se ha anulado al costo de un sacrificio: el intercambio del hueso por un metal.

Puedes vendarte. La mano se oculta otra vez.

Seis horas más tarde. Papá sentado a mi lado. Imagen recurrente de los últimos cuatro meses. Esperamos. Aguardamos a las tijeras que estirarán mi piel, que jalarán el hilo negro hasta que salga de la carne a la que se ha aferrado.

El Hombre abre la puerta. La Mujer nos dice que pasemos, que es nuestro turno. En aquel momento me pongo a pensar en Argentina, en la crisis alimentaria, en el cambio del dólar y en las librerías de la calle Corrientes. Así, de la nada. Aquellos pensamientos irrumpen así, sin motivo, como balas perdidas.

Cómo has estado, Campeón. Bien, Doctor. Tranquilo. Qué bien. Hoy sacamos puntitos.

Otro hombre abre la puerta del consultorio. Lleva puesto una bata blanca. Es alto, joven, moreno. Aquí está el equipo de curación, Doctor. Deja el rectángulo metálico ahí, encima del escritorio. Sale. Nos saluda. Lo reconozco. Estuvo el día de la cirugía. No, no estuvo en el quirófano, sino al día siguiente. Revisó mi presión y el suero. Palpó mis pies. Me dijo que regresaría en unas horas. Que descanse. Es él. No ha cambiado nada desde aquel viernes. La misma cara, el mismo cuerpo. Sin modificaciones. Lo envidio.

Sacate la venda.

Mi mano, hinchada, amarilla, verdosa, queda liberada de su prisión una vez más. La herida, cubierta por una gasa, está oculta. El Hombre, el Doctor, la levanta. Ah, parece que esta vez ha cicatrizado mejor que la vez pasada. ¿Recuerda cómo se ha abierto? Sí, cómo eliminar de la memoria aquella secuencia, ese túnel despierto en mi mano, esa negación de la piel a regenerarse.

Agarra la tijera y jala, estira y la sangre brota y se acomoda en los pequeños huecos que dejan los puntos. Los rellena. El dolor se asemeja al de inyecciones en los dedos. Los hilos gruesos se desprenden de mi cuerpo, los últimos, y los veo caer al basurero de la clínica. Así son las cosas. Polvo somos…

Cicatriz. Costra que protege al organismo. Recuerdo de que una vez, cuando tenías veinticuatro años, a pocas semanas de haberlos cumplido, un desorden de las células casi te come la mano y algo más.

Con la mano izquierda tomo la férula, yeso o lo que sea que tenía sosteniendo el peso de mi mano, de todo mi brazo. La levanto, presto para acomodarla donde estaba antes y amarrarla con la tela…

Ya no te pongas eso, dejalo ahí.

Papá me mira desde la silla en la que ha visto cómo unos filosos metales cortaban los pliegues del dorso de mi mano. Sonríe. Es la sonrisa más hermosa del mundo. Me recuerda a una tarde, hace ya unos quince años, en la que me llevó a comer unas Burguer King junto con mi hermano. Los tres, como siempre. Él nos miraba comer nuestras hamburguesas y pelear por el mejor juguete de la Cajita feliz. Y sonreía. Aquel día él no se pidió nada, no comió, pero sus ojos me decían que era feliz.

Nos vemos de acá a un mes. Traes otra radiografía. Si todo va bien, la siguiente te la sacarías dentro de tres meses. Luego, seis. Un año. Tres años y ahí acaba. Hay que controlar que no vuelva a aparecer…

Salimos de la clínica. Nos despedimos del doctor. Veo cómo, en la sala de espera, un tipo de unos treinta años, vestido con un deportivo negro, espera su turno de curación: tiene el pie masillado. Las muletas a un costado de su silla. Me mira. Abro la puerta.

Muevo mis dedos. No todos. Sí el meñique, el anular y, un poco, el del medio. El pulgar, como había quedado suelto antes, es el más despierto. Están hinchados, pero no tanto como hace unas semanas. Las uñas largas.

Subimos a un minibús. Papá debe ir a trabajar. Yo a casa. Oculto mi mano debajo de mi chamarra. No deseo asustar a los niños que caminan por la calle o a los que suben al vehículo. No le deben temer a la vida. Menos a la muerte.

Nos sentamos al fondo. Yo al lado de la ventana, Papá a mi lado. Bosteza. Tiene los párpados caídos. Hablamos un poco y luego cae en un sueño tranquilo. Tiene como media hora para descansar antes de llegar a San Miguel.

Así que miro el transcurso del recorrido, el pasar de las casas, de las mamás con sus hijos pequeños, los pocos árboles, los policías, las parejas de enamorados que caminan abrazados, los perros pequeños, las ventanas sucias.

Y escucho la radio que sintoniza el chofer: hablan del incendio que no cesa, de las Elecciones que cada día están más cerca. De la guerra sucia. Del chino que habla pelotudeces acerca de lo que debe o no hacer una mujer. De las marchas, de los bloqueos. De los paros. De asesinatos. De accidentes.

Consciente de la mierditud del mundo, de la degradación infinita de lo material y de lo no palpable, sonrío. Mi mano respira. Cómo no celebrar.    

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