Rodrigo Villegas Rodríguez
Tengo un dedo que no me responde. El índice. Un tumor lo dejó inhábil. Sin movimiento. Bueno, casi. Puedo balancearlo un poco. Pero no tiene fuerza. No puedo apretar siquiera la tecla de las letras que escriben esta página. Me apoyo en los otros nueve, aún sanos, aún limpios –creo; ojalá– de células infectadas.
Hago un esfuerzo. La verdad no sé para qué. La soledad me ha conducido a encender mi computadora luego de un mes, un poco más. Unos cuarenta días sin contarme nada, porque para eso me servía la escritura: para encontrar espacios que no había explorado de mí mismo. Para examinar, sin pretenderlo, las circunstancias que me obligaban (¿?) a sentarme en la silla de madera, acercar mi cuerpo a la pantalla y teclear sin orden pero convencido de que algo, una sustancia escondida en alguna parte de mi cuerpo se revelaría como una fotografía que se expone a los líquidos y máquinas que la componen. Capturas de la realidad o de aquello que concebimos como lo real. Versiones de nosotros y de lo que nos rodea a diario. ¿Pero esto le interesa al lector, a la persona que desde su celular o computadora ingresó a este link o como sea que lo haya presentado? No lo creo. Pero aún, a pesar de ello, continúo delante de la computadora.
Mi gato, necesitado de calor y de afecto, sube a mis piernas flexionadas y hace de mis extensiones su lecho. Paso un brazo por su cabeza de pelos blancos, pelos que se me quedan en el pantalón, en la chompa, en mis manos, y ronronea un poco; luego, como invadido por la vanidad, se yergue, me mira –sus ojos son dos esferas celestes–, suelta un maullido leve y salta hacia la alfombra. Sale de mi cuarto y regresa a los quince o veinte minutos. Me encuentra otra vez sentado delante de la máquina que mueve mis dedos sin motivo, y me ignora. Explora mis libreros, sube a una pequeña mesa que tengo cerca de mi cama y da el salto definitivo: se acomoda a un lado de mi almohada. Se convierte en un ovillo color nieve.
Miro mi mano. Tengo un parche encima de uno de mis huesos. El metacarpiano o no sé cómo que se llama –es vergonzoso que no sepa el nombre del receptor de mi enfermedad– que sostiene el dedo índice de mi mano derecha está cubierta por una gasa envuelta por dos láminas transparentes adheridas a mi piel hinchada, inflada después de la operación, la primera, no la última. En la intervención de la que ahora se recupera mi mano me extrajeron pequeños pedazos de hueso y de tendón. Muestras para una biopsia. Con aquellos trozos de cuerpo detectarían si mi enfermedad era menos o más complicada a tratar. Tuve “suerte”. Pero mi mano no es la misma. Temo que no vuelva a la normalidad nunca más.
La gasa cubre la cicatriz. Una carretera de sangre cerrada por hilos negros, gruesos. Son cuatro o cinco puntos. El día de la operación me negué a ver el corte, la intervención. Porque la anestesia solo incluyó a mi mano. No dormí. Estuve despierto lo que duró la cirugía. Obviamente mi mano no tuvo sensibilidad luego de las inyecciones de anestesia, la parte más dolorosa de aquellas casi dos horas. Pero sentí, con el pasar de los minutos, cómo mi hueso era recorrido por un metal, por una guadaña que rasgaba la dura cavidad que había sido cercada por una acumulación de células gigantes que amenazaban mi vida. Un crac crac crac que roía aquella materia blanca que sostiene cada uno de los músculos de nuestro cuerpo. De mi cuerpo ahora debilitado.
Escribo esto a la una. Hace frío. Muchísimo. Las estrellas están tapadas por una leve sábana de nubes. La luna brilla como cada noche. No hay cambios. El clima es el habitual del invierno (¿estamos en invierno?). La Paz es una ciudad de noches gélidas. Habitualmente duermo a eso de las once o doce, pero mi hermano menor no llegó a casa por una fiesta. Lo espero junto a mi papá, que ve televisión en el cuarto de al lado. En mi casa solo somos tres hombres. Y un gato. Y un perro. Cinco seres del género masculino.
¿Se puede ser escritor sin una mano? Aventuro esta pregunta sin motivo –bueno, no tan sin motivo–.
No me detengo. Persevero sin motivo delante de las palabras que se van haciendo eso, palabras, conforme mis dedos se van imponiendo o no a la enfermedad que los amenaza. Van dejando un rastro, una hilera de expresiones que no albergan nada más que su significado. Nada profundo ni metafórico. Solo una descripción de un estado físico y de ánimo. Es como un parto. Cada letra que reproduce a la otra. Como insignias.
Seguiría así hasta que llegue la mañana, desbordada de rocío y fragmentos de hielo en las aguas de los baldes del patio de la casa en la que vivimos hace unos diez años. Escarcha entre las hierbas, entre la ropa que dejamos colgando a secar la tarde de ayer. Pero ya llegó mi hermano, le abrimos la puerta y tanto mi papá como él se encerraron en sus cuartos y ya tienen las luces apagadas. Duermen. O lo intentan. A veces los pensamientos más profundos (o los más banales) se incrustan en la mente cuando uno pone la cabeza encima de la almohada, aparentemente rendido por el trajín del día transcurrido. Insomnio: otro tipo de enfermedad.
Así que me veo obligado a dimitir, buscar con el teclado la opción de Guardar y luego apagar la computadora. Levantarme, tomar al gato y colocarlo encima del sillón que está al costado de mi cama, acomodarlo sin que despierte, hacer lo posible para no perturbar su sueño. Levantar las frazadas y acomodarme dentro. Elegir la posición adecuada, apagar el televisor, quedar en penumbras y abrir los ojos por última vez. Cerrarlos e intentar dejar de pensar en lo innecesario: ¿Un escritor puede prescindir de una mano? ¿De un dedo?
Acomodo mi mano en recuperación lo mejor que puedo –para que no quede apretada entre las frazadas o el peso de todo mi cuerpo– y le dedico un último pensamiento a la madrugada a la que sin pretender he acudido como excusa para narrar este pedazo de tiempo congelado que es mi vida desde el desgraciado diagnóstico: si le pasara algo a mi mano continuaría escribiendo, sí, Señor. Aunque sea, como siempre lo ha sido, un acto innecesario, casi inútil. Palabras destinadas a perderse sin siquiera haber sido encontradas por otros ojos que no sean los míos. Vaya uno a saber si esta hora o más haya sido de utilidad.
Julio Ramón Ribeyro, el enorme cuentista peruano, escogió el cigarrillo a unos años más de vida. Le habían prohibido determinantemente fumar. Sus pulmones estaban hechos añicos. Más dosis de nicotina lo matarían en un tiempo muy corto. Si dejaba el vicio podría haber vivido una década más. Él eligió la escritura, a la que no concebía alejada del humo caluroso que entraba en su cuerpo y salía expelido como un nuevo aire, uno cargada de historias, de vidas irrealizables. Consciente de su sentencia, escribió hasta la muerte.
Ricardo Piglia, el escritor que me ha brindado los libros que más he amado, escribió hasta su última respiración, irónicamente casi artificial. Una enfermedad degenerativa lo consumió poco a poco hasta dejarlo inhabilitado. Él prosiguió e hizo de la literatura una hazaña: detectó las palabras con los ojos, obvió las manos. Las dejó ahí, estacionadas. Y creó así, quizá, lo mejor de su obra: Los diarios de Emilio Renzi.
Cada quién define –si tiene esa enorme suerte de elección– el modo en que se muere. Algunos se intoxican hasta fallecer. Otros prefieren lo inmediato: se lanzan hacia profundidades con metas pesadas, algunas firmes como el cemento, otras volubles como el agua. Pero se pierden y aparecen en mundos varios, o quizá en la nada, ese estado totalitario. Pocos escogen este intento de bucear en lagunas imaginarias hasta hundirse entre las algas, en edificios habitados por personas que jamás ven la luz del día, en montañas donde los árboles abundan y los viejos, enterrados debajo de la hierba, cuentan las historias de sus padres y abuelos, hombres que nunca nacieron pero que sí conocieron la muerte. Allí es donde uno, el de la mano quebrada, el del dedo infectado, decide perecer. En el terreno de lo imposible.
Cierro los ojos. En mis sueños, así como en lo que escribo, mis diez dedos están intactos. Consuelo ficticio. La ficción es un consuelo. La palabra es un consuelo.
Duermo con la mano herida, pero algo aliviada luego de expulsar las palabras que hacía más grande el bulto que la presionaba. Como parte de un peso liberado.
Duermo.