En Dolor y Gloria (DyG), y a punto de cumplir sus 70 años, Pedro Almodóvar volvió a hacerlo, y la verdad, como comenta mi amiga Patricia Alandia, nunca defrauda. El director español cumple cuatro décadas y media de dedicación intensa al cine. La que comentamos acá ya es su cinta número 21.
Aunque la fórmula Almodóvar ha ido mutando con el paso del tiempo, hay una constante que lo ha hecho especial: los repartos esencial y mayoritariamente femeninos. En efecto, aunque Antonio Banderas, Javier Cámara, Miguel Bosé y Juan Echanove se lucieron con roles memorables en la pantalla, la filmografía del director manchego suele estar organizada alrededor de mujeres libres e impetuosas. Carmen Maura y Chus Lampreave fueron convocadas a ocho de sus películas, Rossy de Palma a siete, Marisa Paredes y Penélope Cruz interpretaron cinco papeles, mientras la argentina Cecilia Roth, Victoria Abril y Lola Dueñas se asomaron en cuatro ocasiones, seguidas de la divertida Verónica Fourqué, Julieta Serrano y Loles León con tres papeles.
El mundo Almodóvar es como su infancia: una madre, muchas vecinas y dos hermanas. Él ha dicho en tono pragmático que las mujeres dinamizan las historias, mientras los hombres resultan aburridos. Se podría añadir una razón extraordinaria: dado que la exploración de Almodóvar discurre por el alma humana, queda claro que las mujeres han edificado desde hace siglos esferas de emocionalidad vital que fácilmente trascienden el perímetro de lo doméstico. Almodóvar no sólo se asoma a ellos para extraer ideas narrativas, ha crecido y mamado ahí desde pequeño.
El director ha dicho también que su cine postula la autonomía moral. He ahí el segundo ingrediente de su fórmula, la ausencia brutal de límites para alcanzar el placer y, por lo tanto, la felicidad. El ejercicio de la sexualidad irrestricta e incluso la determinación de acabar con la vida de alguien forman parte de la normalidad en su cine. La crueldad, el dominio y sobre todo el fin de la represión son pilares de Átame, Hable con ella, Volver o La piel que habito. Hermosa y perturbadora combinación: un universo de roles femeninos que apuntan al placer egoísta para cuya consecución asumen actos desesperados o radicales.
El tercer ingrediente del cine Almodóvar es la desolación. Se trata del aderezo que construye intensidad en cada cuadro. Ni la libertad plena ni el calibre de las emociones sin brida permiten acceder a la plenitud o la calma. De todos modos, el precio que se paga por transgredir ilimitadamente sigue siendo muy alto, aunque nunca inhibidor. Una y otra vez los finales están marcados por el llanto o la nostalgia.
Una chica Almodóvar es por definición anti-Disney. El público encuentra en ello, pese a la costumbre de salir de la sala con la trama resuelta, una incitación a seguir cavilando sobre las interrogantes y asuntos pendientes que persisten tras la secuencia ascendente de los créditos sobre la pantalla final.
Vamos ahora a DyG. Los roles protagónicos son, esta vez, masculinos, Banderas, Etxeandia y Sbaraglia dejan muy poco lugar a Penélope Cruz o Julieta Serrano, las dos caras de la misma madre. Es la vida de Almodóvar, para lo cual Banderas lleva puestas, incluso, sus pantuflas. Es el momento entonces, ya en su madurez plena, en el que el director consigue feminizar, si cabe el término, a todo su universo narrativo. Fumar heroína, el amor entre señores, el enfrentamiento con los dolores físicos y el paso de los años, los ritmos del cuidado, y el lavado de la ropa se encargan de todo lo demás.
Y claro, la emergencia del primer deseo, esa mirada aturdida ante la imposición visual de un cuerpo bello que anticipa la transformación del de uno mismo, rematan esta especie de autobiografía en vida.
Almodóvar revuelve su fórmula de tres sabores con nuevos soportes y en los hechos nos vuelve a decir lo mismo, por vigésima primera vez, aunque siempre en el formato de una nueva obra maestra. Ahí reside su genialidad, en la reiteración múltiple del mensaje bajo contornos y tonalidades siempre insospechadas.
Y, claro, el cine de Pedro nos ha terminado de convencer de que, al final de cuentas, a pesar de tanto Donald Trump desatado por este mundo, el ejercicio de la libertad individual sigue siendo ese palmo de esperanza que termina evidenciándose como incombustible. Núcleo terco de acero es la autonomía moral, nos corresponde salir en su defensa, allí donde se alce pendenciera esa fea palabra que es el pecado.
Rafael Archondo es periodista.