Quizá las notas necrológicas exageraron al decir que Marta Harnecker, fallecida el pasado 15 de junio, escribió más de 80 libros. Fueron varias docenas, sin duda, pero se le conoce por uno solo de ellos. Los conceptos elementales del materialismo histórico acercó al marxismo, prendió ilusiones y fue coartada para las vehementes convicciones de cambio de centenares de miles de latinoamericanos, particularmente en los años setenta. Por desgracia, ese libro está repleto de simplezas que muchos quisieron entender como prescripciones políticas.
El marxismo de manual, cuando se le toma en serio, implica dos limitaciones. El marxismo es una corriente de pensamiento fundamental y, entre otras aportaciones, subraya la importancia que tienen las relaciones de producción en la ideología y la sociedad. Sin embargo la creencia de que la historia está determinada por reglas inexorables condujo a numerosos fracasos y desencantos políticos. Los manuales, por otra parte, abrevian cuerpos de ideas más complejos. El manual de Marta Harnecker, al vulgarizar cuerpos de ideas inicialmente formuladas con esenciales matices y en espaciosas explicaciones, tuvo consecuencias lamentables para la comprensión de una realidad mucho más intrincada de lo que se supone en ese texto.
La simplificación está en la naturaleza misma del marxismo. Carlos Marx escribió obras de enmarañada densidad pero también panfletos como el Manifiesto comunista. Durante varias décadas, en América Latina el acercamiento más frecuente al marxismo ocurría a través de manuales como los de P. Nikitin, Georges Politzer y Jorge Plejánov publicados en español por las editoriales soviéticas. El de Harnecker era un texto con enfoque latinoamericano pero, además, aderezado con el enfoque que conoció al estudiar en París con Louis Althusser. Además de encomiar la revolución soviética, Harnecker celebra los procesos socialistas en China, Vietnam y Cuba.
En Los conceptos se describe a la sociedad capitalista como si estuviera integrada exclusivamente por burgueses y proletarios. El enfrentamiento entre unos y otros es irreductible. En esa sociedad no hay espacio para la política. “En la sociedad capitalista, las dos fuerzas opuestas, el proletariado y la burguesía, constituyen la contradicción principal”, sostiene la autora. En tal escenario las clases medias no existen; burgueses y proletarios constituyen dos bloques antitéticos.
No hace falta advertir que a continuación sigue un spoiler para recordar que el desenlace de esa contradicción es, por supuesto, el triunfo del proletariado: “A medida que se desarrollan las contradicciones de la sociedad la lucha de clases adquiere un carácter más agudo hasta que llega un momento en que las clases oprimidas logran apoderarse del poder político y empiezan a destruir las antiguas relaciones de producción”. En ese tono el manual de Harnecker pronostica, con una certeza que no se afianza en el análisis sino en la fe, el desarrollo lineal y forzoso de la historia.
Claro que ese destino hay que construirlo. Según Los conceptos, el momento más relevante de la lucha de clases ocurre cuando las masas son dirigidas por un partido político. Allí no se habla de sociedad y mucho menos de sectores diversos dentro de ella, sino de “las masas” que son descritas como “las fuerzas sociales comprometidas en la lucha de clases, las cuales son el motor de la historia”. Esa definición no admite que “las masas” puedan tener una orientación distinta.
Así entendidas, con una misión histórica ineludible, “las masas” tienen que ser orientadas para marchar en la dirección adecuada. Hay que “confiar en que las masas puedan llegar a comprender y actuar en función de tareas revolucionarias siempre que sean correctamente movilizadas”.
Deslumbrada en ese sobredimensionamiento del marxismo, Harnecker llega a decir que “Marx abrió al conocimiento científico un nuevo continente: el continente de la Historia”, como si antes de aquel pensador alemán no hubieran existido reflexión ni creación históricas.
La sociedad no aparece como tal en la concepción divulgada por Harnecker. Mucho menos los ciudadanos. De la misma forma que, en otro plano, hay explotados y explotadores, en el flanco revolucionario de la lucha política hay dirigentes y dirigidos, “no se puede proponer a las masas fórmulas abstractas, es necesario proponerles fórmulas concretas de acción, de acuerdo con la coyuntura política de cada momento”.
La pretensión omniabarcadora del manual de Harnecker resulta grotesca. A pesar de su elementalidad, las fórmulas allí contenidas forman parte del vocabulario que un segmento de la izquierda académica y política utilizaba —y al parecer ahora ha recuperado—para reemplazar el análisis por los estereotipos. Como escribió Fernando Escalante hace varios años: “todo estaba en las dos o tres frases que había que repetir, con exactitud ritual, para explicar cualquier cosa, en cualquier rincón del planeta: la lucha de clases, la revolución, la plusvalía, el imperialismo, la superestructura…” (La Razón, 8 de mayo de 2011).
Marta Harnecker escribió muchos otros libros, apoyó al gobierno del presidente Allende en Chile, se exilió en Cuba y defendió el régimen de Fidel Castro, fue asesora de Hugo Chávez, era más afecta al entusiasmo por los regímenes pretendidamente socialistas que a la crítica de los autoritarismos que allí surgieron. Murió a los 82 años.
La pretensión de Harnecker era escribir un como manual para la acción política y no un texto académico. Aún así es un libro esquemático y engañoso. Sus efectos fueron amplificados porque fue tomado como libro de texto en centenares de universidades en América Latina.
Desde que lo publicó en 1969, Siglo XXI ha impreso más de setenta ediciones. La gran mayoría fueron agotadas por estudiantes de ciencias sociales y humanidades. En la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM había docenas de cursos en donde el libro de Harnecker era bibliografía obligatoria y, a veces, el único texto. En los planteles de Bachillerato, comenzando por el Colegio de Ciencias y Humanidades, hubo docenas de generaciones que se formaron bajo los conceptos elementalesdescritos por Harnecker.
Las rígidas concepciones acerca del Estado, la sociedad y el cambio social que adquirieron millares de jóvenes encajaban con el autoritarismo político de aquellos años. Después de la represión de 1968 en nuestras universidades, en busca de explicaciones pero también de soluciones, se extendió el pensamiento crítico y se desarrolló una izquierda académica que tomaba como referencia al marxismo. Junto al estudio riguroso, que llegaba a discrepar de los clichés marxistas, hubo quienes prefirieron la comodidad de las fórmulas rituales y la sencillez del texto de Harnecker.
Aquel marxismo de manual ha impedido entender las complejidades —y hoy, la globalización— de la economía, la creativa densidad de la cultura o la pluralidad de la sociedad y su autonomía respecto del Estado. Otros pensadores, desde Antonio Gramsci hasta Raymond Williams, por señalar sólo dos coordenadas, enriquecieron al marxismo, pero sus contribuciones no le interesaron a Harnecker cuando escribió Los conceptos elementales ni cuando actualizó algunas de sus copiosas ediciones. En vez de pensamiento crítico muchos jóvenes de los años setenta, y quizá después, se educaron en un dogmático pensamiento rígido y se quedaron ideológicamente anquilosados en él.
Andrés Manuel López Obrador estudió en la FCPyS en aquellos años. Un contemporáneo suyo, Jorge Castañeda, ha escrito que entre las fuentes de inspiración del ahora presidente se encuentra “un marxismo aprendido en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM en los años setenta, y en los discursos y la práctica de Fidel Castro” (El Financiero, 15 de febrero de 2019). En la Facultad en los años setenta la demagogia y los estereotipos eran frecuentes, aunque eso no era lo único que había. El discurso político dogmático e intolerante que padecemos hoy en día no es culpa de la profesora Harnecker pero las limitaciones de su obra más famosa contribuyen a explicarlo