Uno de los dispositivos de mayor efectividad creados por las colectividades humanas, a fin disminuir las brechas y desigualdades sociales que tensionan las relaciones entre individuos y grupos de individuos, a veces con efectos desintegrativos, se sostiene en un orden normativo que desarrolla una serie de derechos –pero también obligaciones– que son directamente reconocidos a los sujetos únicamente en razón de sus cualidades intrínsecas que los hacen reconocibles como “humanos”, generando una base jurídica mínima sobre la que se sustenta un proceso de avances progresivos hacia mayores niveles igualdad y revalorización de la dignidad de todos y cada uno de los miembros de la sociedad, sin ninguna distinción inicial, dando pie a lo que históricamente se conocen como las tres generaciones de denominados “derechos humanos”, la primera que incluye a los civiles y políticos, la segunda relacionada con los derechos sociales, económicos y culturales (DESC) y la tercera que se amplifica a los llamados derechos de los pueblos o de solidaridad.
Centrándonos por el momento en los segundos, resulta fácil concluir que su materialización, considerando la naturaleza fáctica y jurídica que caracteriza una gran parte de ellos –el derecho al agua, a la educación, a la salud, etc.– precisa de la activa intervención del aparato estatal pero desde un plano distinto al de la clásica tutela de derechos ante posibles agresiones directas que precisan de una cúpula protectora, exigiendo de la administración pública más bien una serie de acciones concretas relacionadas con las políticas, obras y servicios públicos o sancionando, en su caso, su inacción, aspectos que se vinculan a la movilización e inversión de fondos estatales, con efectos redistributivos.
Nos remontamos así a los debates sobre los presupuestos estatales y la definición de planes, programas y proyectos públicos, desarrollados por regla general en el campo estrictamente político, buscando los acuerdos necesarios entre los diferentes actores involucrados para viabilizar mecanismos de distribución y asignación de los siempre escasos recursos estatales, con el menor grado de afectación a la estabilidad social. Procesos que entre ganancias y concesiones se van dilucidando en diferentes momentos y en instancias tanto formales (generalmente los parlamentos), como en espacios abiertos mediante procedimientos participativos de planificación y presupuestación pública.
Este es el punto donde derecho y política ven diluidos sus límites, pues dado el arreglo normativo vigente, los jueces, principalmente los encargados del control de constitucionalidad, asumen una posición activa, básicamente en los procedimientos de tutela directamente vinculados a los DESC, determinando, directa o indirectamente, mediante sendos fallos, hacia donde deben fluir o no una parte de los fondos públicos, o señalando o que debe o no hacer en determinados casos la burocracia, siempre en el ejercicio de sus competencias y atribuciones.
Y no se me malentienda, el rol estatal activo en la garantía y respeto de los derechos y deberes de las personas está constitucionalmente previsto y queda por ello fuera de todo cuestionamiento, implicando, por un lado, deberes de abstención, de “no hacer” o no abusar de un poder que circunstancialmente se detenta y, por otro, mediante intervenciones estatales activas, “de hacer o actuar”, con acciones concretas destinadas a garantizar ciertos derechos mediante la aplicación de políticas, ejecución de obras y prestación de servicios, y es precisamente en este último ámbito que la intervención de los jueces, sin dejar de ser relevante, debe ser ejercida con mesura, ya que la exacerbación de posturas maximalistas en pos de los derechos y peor si es bajo ideas ecualizadoras radicales que tienden a mirar solo una parte del problema, ponen en riesgo los siempre delicados equilibrios de poder entre órganos de gobierno, tensionando más allá de lo deseable y necesario la relación entre el cuerpo de jueces y el resto de la institucionalidad estatal, contexto en el que los primeros, como el eslabón más débil de la cadena, quedan a expensas de la cooptación desde el poder político.
Y esto puede empeorar cuando esta tendencia al activismo judicial invade –amparada en el poder contra mayoritario de los tribunales– aspectos de acentuada sensibilidad política, que en tal virtud son tratados y definidos, por lo general, en instancias legislativas o ejecutivas (o ambas) o recurriendo, en los asuntos más complejos, incluso a mecanismos de consulta plebiscitaria, escenarios en los que la prevalencia de un tipo especial de racionalidad política se ve afectada por la intrusión de elementos ajenos propios de la lógica del razonamiento judicial, bajo cánones y ritmos distintos, y peor si la irrupción señalada viene acompañada de poderes de veto, invalidación o neutralización mediante sentencias y fallos vinculantes, provocando tensiones, a veces con consecuencias disgregadoras al afectar incluso las bases de cohesión social.
Es así que en la labor judicial, y más en materia constitucional, la idea de una “justicia como equidad”, entendida como un dispositivo de nivelación de las desigualdades a fin de conjurar los riesgos de conflictividad interna por descontento (activismo de equilibrio), debe siempre acompañarse de un visión de “justicia como equilibrio”, precautelando también los frágiles balances de poder formal y no formal que sostienen ese marco general de normas y sentidos de integración tan difíciles de gestar y peor mantener en un contexto de pacífica convivencia, (conservacionismo de equidad). Así, el principio de progresividad de los derechos humanos adquiere una doble dimensión: a) la sabida maximización de los derechos (siempre hacia más), por un lado; y b) El carácter pausado y gradual que se debe seguir en este empredimiento, procurando evitar fisuras en las estructuras de sostén de la cultura civil y política de un determinado colectivo, vital para la sostenibilidad de los cambios logrados en clave de progresividad, además de evitar, en la medida de lo posible, el rebrote de posiciones reaccionarias a veces especialmente agresivas.
Ambas posturas son perfectamente compatibles pues persiguen –aunque por vías distintas– un objetivo común: evitar la violencia, una procurando disminuir brechas y otra manteniendo un orden básico. Ni tan caliente que escalde, ni tan frío que congele… como todo en la vida.
Doctor en gobierno y administración pública