Ese es el tiempo que dura el video: 56 segundos. Una camioneta dobla en una rotonda y derrama todo su cargamento de lo que parece son plátanos; un desastre, y un peligro latente, en una avenida transitada. Lo que pasa a continuación llega acompañado de un piano suave, reconfortante para el alma. Uno a uno, comienzan a parar varios autos desde los cuales descienden sus conductores y entre todos, sin conocerse, se ponen a cargar la camioneta, a devolver los plátanos a su lugar.
Esta escena, que no corresponde a ninguna película de ficción y que vi gracias a las redes sociales (RRSS), me conmovió particularmente al caer en cuenta de que los aparatitos tecnológicos que manejamos todos los días no nos muestran muy a menudo imágenes agradables. Como vivimos en “modo tensión”, estresados, las RRSS no pueden ir en contrarruta. ¿O son ellas las que nos estresan?
El mundo en general, al que aprehendemos por los medios de comunicación, está permanentemente bombardeando videos o fotografías con imágenes que deberían avergonzarnos como humanidad. Y sin embargo, siempre hay alguien que nos convida su solidaridad –su amor, en definitiva–, a veces incluso arrancándonos una lágrima por ese gesto que creíamos imposible en este siglo de los indiferentes.
Nos han acostumbrado a que los videos en las redes terminen siempre mal: en un hecho de violencia, en alguna tragedia. ¿Podremos predisponernos a ver la solidaridad y no la bestialidad humana? ¿Es posible, a esta altura, pensarnos “humanos siendo hermanos”? ¿Tendríamos acaso que retroceder al tiempo sosegado de nuestros abuelos o, sin irnos tan atrás, tal vez de nuestra niñez, de cuando la vida no pasaba por las RRSS?
Después de los 56 segundos, la primera reacción al video llega en forma de tuit y en inglés. Dice así: “Es interesante que simplemente vinieron sin siquiera preguntar qué pasó y se fueron sin siquiera despedirse”.
No eran dos ni tres, yo conté siete y todavía me emocionan cuando, reproduciendo la grabación otra vez, los veo agachándose y recogiendo los plátanos —o lo que fueran— en cámara rápida. Y pienso que ellos pasaban por ahí de casualidad, se dirigían hacia algún lugar con un propósito, una actividad, seguramente, una obligación que cumplir y, sin embargo, se detuvieron para ayudar a un desconocido que lo necesitaba.
Una semana antes, me topé con la noticia de que un camión blindado había esparcido billetes (dólares) en una carretera de California. Sin música, la imagen que acompañaba a la información era la de hombres y mujeres desesperados (uno literalmente saltaba de alegría). Ellos también recolectaban, pero dinero, la mayor cantidad posible y no para devolverlo, sino para llevárselo. Terminaron arrestados.
Tiempo atrás, un taxista de Sucre devolvió 1.000 bolivianos que alguien había dejado olvidados en su auto. Y un mes antes, un policía de La Paz encontró una mochila en la vía pública que contenía 10 mil dólares y 10 mil bolivianos; también los entregó a su propietario. No creo que ni ese taxista ni ese policía fuesen millonarios; más bien, probablemente en algunos momentos no tuvieran ni para cubrir sus necesidades básicas, quién sabe, pero ahí estaban ellos dándonos el ejemplo.
A ustedes también debe invadirles de vez en cuando ese pensamiento más o menos recurrente: “¿Qué haría yo si me encontrara una gran cantidad de dinero?”. ¿Y si ahora nos preguntamos “qué haríamos si una camioneta repleta de plátanos vierte cuatro cajones de esa fruta en la carretera por la que casualmente estamos circulando?”.
El video fue subido a la cuenta de Twitter @HumansBeingBros (Humanos siendo hermanos) el 24 de octubre de este año y hasta el sábado pasado tenía 4.772 “me gusta”, 779 retuits y 129 tuits citados. En los que se vuelven virales, estas reacciones se cuentan por decenas o centenares de miles, y generalmente refieren a asuntos más importantes… para las redes sociales.
Oscar Díaz Arnau es periodista y escritor