Carlos Crespo Flores
El eucalipto es una especie forestal que recorre la novela MUERTA CIUDAD VIVA[1], de Claudio Ferrufino; acompaña al protagonista en su recorrido etilo-erótico por la ciudad y valle de Cochabamba.
Introducida en el país a fines del S. XIX desde Australia durante el auge minero, se ha adaptado a los ecosistemas del país, más allá de los impactos ambientales que provoca, sobre la humedad y fertilidad del suelo. El eucalipto (Eucalyptus L’Hér) es definido por la Guía de Árboles de Bolivia[2], como
“Árboles grandes o arbustos, con corteza exfoliante que se desprende en láminas; hojas alternas o subopuestas, lanceoladas o falcadas y asimétricas, glabras rara vez pilosas, pecioladas o subsésiles, generalmente con puntos translúcidos. Flores pequeñas en umbelas o cabezuelas, a veces en panículas axilares, pediceladas o subsésiles; el cáliz lobulado caliptriforme, con una tapa o capuchón que resulta de la unión de pétalos y sépalos. Fruto un pixidio. Género australiano y de la región malaya, con más de 1000 especies” (Killeen, García & Beck, 1993:581).
Las formas de sus hojas y proximidad con el poeta, reafirman a Ron Loewisohn su conexión con esta especie:
Aquí están los eucaliptos con sus hojas que gotean; en la luz gris azulada de la madrugada están juntos en la arboleda
como nueve hermanos de pelo oscuro y piel suave hermanos. -Parecen así (extrañamente) relacionados conmigo.[3]
En Bolivia, son tres las especies cultivadas mas importantes, de ellas, en Cochabamba se planta la E. camaldulensis Dehnh (Killeen, García & Beck, 1993:581), y a lo largo del S XX ha formado parte del escenario paisajístico valluno. Es altamente probable que el escritor Claudio Ferrufino disfrutaba de esta especie.
Para el protagonista de Muerta ciudad viva, su “espíritu rural, primigenio, campesino” está conectado con el eucalipto, su “susurro” y su “aroma”; de ahí que busque su “sombra, cuando tiene problemas, depresión o ansias” (112). El fresco olor mentolado del eucalipto seduce a Claudio, a traves de su personaje. En un viaje a Oruro, por tren, atravesando “parajes memorables…, a pesar de las ventanillas cerradas, el aroma de eucalipto llenaba los dos vagones de que se componía la máquina” (53). En otra escena, luego de una violenta pelea de borrachera, toma un taxi, para hallarse “echado entre eucaliptos, a la vera de la senda de tierra cerca del canal grande de riego. El sol agrada. La sombra acoge. Las hojas de eucalipto silban una monótona pero sublime canción. Y las pepitas de molle rojo alrededor hablan de asuntos dulces de infancia” (14). La asociación de este árbol mirtáceo, con el placer y el bucolismo valluno, es evidente.
En uno de los recorridos hacia su casa, camina “al lado de las canchas auxiliares de fútbol”, donde solía jugar, “antes de encontrar las preferencias del trago y del culo” (140). El lugar “olía a eucalipto”, provocándole una “extraña sensación”. Efectivamente, en la década del 60’-70’s’ hubo un arbolado en los límites de este espacio deportivo conexo al stadium departamental, donde el eucalipto destacaba.
Otro momento de incursión en bicicleta al entorno rural valluno, por el camino de Condebamba: visualiza “eucaliptos jóvenes, de tonos grises, (que) lucen gotitas de rocío” (109). La juventud del arbolado que observa Claudio evidencia la posibilidad que sean rebrotes. No olvidar que el negocio de los “callapos” se extendió luego de la reforma agraria, talando arboles de eucalipto para troncas y leña, que luego rebrotan.
De una de sus amadas, Eszter, recuerda que olía a eucalipto (116)[4], y esta lo compara con un eucalipto (113). En el periodo retratatado por la novela (principios de los 80’s), el arbolado de eucalipto en el campus universitario de San Simón era importante, particularmente entre las facultades de Derecho y Humanidades, del cual hoy quedan algunos individuos. El estudiante apasionado busca a Eszter, atraviesa “los eucaliptos de cincuenta metros (que) guardan unas aves extrañas en sus copos” (83); parecen zancudas, aquellas que visitan también la laguna Alalay como parte de su escala migratoria. Más aún, cuando se entera que ha fallecido Eszter, para recordarla, toma el micro hacia Tiquipaya; por las faldas de la cordillera, sospecho, recorre lugares que habían visitado. Y, por supuesto, están ahí los eucaliptos, “que se inclinaban hacia la izquierda”, debido al “soplo (que) bajaba de una quebrada casi al frente” (121).
Con Silvia, otra novia, están en el río de Chocaya, desnudos, dentro “el agua fría”. El joven realiza un acto pagano religioso: “remojé ramitas de eucalipto azul para utilizarlas como hisopo. Yo te bendigo, coito” (131).
Similar a un cazador vigilante de su presa, el majestuoso árbol le sirve al protagonista como lugar de acecho: “miro a Frances Mallotto desubicado desde un eucalipto. Lo hago al sorber cerveza amarga, calculando los pasos para intentar el ataque” (86). En determinado momento deja “el refugio del eucalipto” para “encararla” (86).
La conjunción eucalipto, molle, agua, es distintiva del paisaje valluno; es con esta vista donde el erotismo fluye: “copulan a orillas de un río seco, apoyados en un molle, con un arroyo corriendo por la espalda, mitad metidos en el agua, entre eucaliptos que bordean una herradura…” (149).
El eucalipto es parte de la fiesta rural en el valle. No solo como leña en la fabricación de la chicha, sino también en la habilitación del espacio festivo. En un matrimonio al cual asiste con sus amigos, observa que “se habían cortado jóvenes eucaliptos para las columnatas que sostendrían la carpa… (para) albergar a doscientas personas” (174).
En su periodo de caída en el alcoholismo y desdicha, el héroe trágico de la novela, visita a un amigo, quien le pagaba tragos de cuando en cuando”, para platicar sobre “los compañeros comunes, de Abel, de situaciones como la del Jallalla. Aires de eucalipto…” (188). Buscando a una de las novias, que había huido luego de una violenta trifulca, “bajaba y entraba a los bosquecillos de eucalipto, a los huertos frutales llamándola” (185). Aun en sus momentos de alucinación alcohólica, el eucalipto se halla presente: “bajé, desmonté cerros y esquivé árboles de tara que se veían solitarios entre molles y eucaliptos” (168). Ahí, el eucalipto se torna sombrío: “las hojas afiladas de los eucaliptos dan la sensación de árboles con cientos de puñales colgantes” (66).
En la última escena de la novela, convertido en aparapita, vemos que se prepara “con agua hirviente y metanol, con raspaditos de naranja, un trago” (206), mientras “los eucaliptos se despiden dialogando con la brisa (y) los pájaros lo hacen con barullo. No voy todavía a dormir” (206).
[1] Ferrufino, Claudio (2013) Muerta ciudad viva. Santa Cruz: Editorial El País. 206 pp.
[2] Killeen, Timothy J., García E., Emilia & Beck, Stephan G. (1993) Guía de arboles de Bolivia. La Paz: Editorial del Instituto de Ecologia. 958 pp.
[3] Loewisohn, Ron (1968), “The eucaliptus trees”. En Poetry. Vol. 112. No 2. Pp. 105-106. Traduccion libre: C.C.
[4] El protagonista imagina a Eszter que “se reclina en un cuadro de maja boliviana, en marco de eucaliptos y buses achacosos…” (201).