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Ya no hay dudas: estamos enfermos

La educación y el desarrollo económico son pilares fundamentales para que las sociedades gocen de una salud que impida que haya móviles capaces de tentar al individuo a perder los valores y normas que regulan el comportamiento social. En los primeros años de mi infancia, hace muchos años, los riesgos de caminar por la calle a primeras horas de la madrugada —que, dicho sea de paso, lo hacíamos con cierta frecuencia cuando en familia debíamos viajar y las limitaciones económicas de entonces obligaban a llegar al punto de partida del destartalado colectivo que nos aguardaba a muchas cuadras para llevarnos a nuestro destino— eran mínimos y nunca supe de algún atraco ajeno y mucho menos en carne propia. Ese ejercicio lo hicimos muchas veces, y dentro de las múltiples experiencias ingratas que la vida depara, ni la lobreguez de la noche conspiró para que un evento de esa naturaleza nos tocara.

De cualquier manera, no digo que nunca hubo delincuencia de corte mayor, seguro que sí, pero han debido ser muy esporádicos casos, porque en la vecindad en que vivía tampoco recuerdo que alguien sufriera ningún robo de consideración. Los amigos de lo ajeno ni siquiera esperaban la noche para cometer alguna fechoría, y lo que ocasionalmente se producía era la sustracción de ropa recién lavada que pendía de las cuerdas en los patios de los incuriosos extramuros de la ciudad.

La ruptura de los vínculos sociales y de las normas y la descomposición de la sociedad han ocasionado en los últimos 40 o 50 años, primero, un deterioro de las relaciones familiares y comunitarias y la desconfianza en las instituciones que también se retrotrae más o menos a ese mismo tiempo; en general hay la concurrencia de muchos factores, pero las asimetrías económicas que gestan alarmante pobreza en gran parte de la sociedad desencadenan en una incredulidad en el sistema y en una sintomatología propia de una sociedad casi desahuciada y que con preferencia en el eje troncal se viene abonando una violencia a estas alturas ya arraigada, dando además la impresión de que este sistema está del lado del victimario, del corrupto o del desfalcador.

Pueblo enfermo del incomprendido Arguedas impele a pensar que esos delitos contra el Estado y sus arcas parecen no importar mucho, porque de ellos obtienen beneficios los poderosos contra los que en un sistema como el que nos regula, poco o nada se puede hacer; a las pruebas me remito. Pero esa descomposición social, de la que la falta de educación también es responsable, también se traduce en un desprecio por la vida. Nos están alimentando de odio, de sangre, de barbarie. Los crímenes contra los muchachos, que en este tiempo andan por las noches como si la sociedad no estuviera agonizando, son víctimas del plomo o de un filoso cuchillo. Las meretrices ya no venden solo su cuerpo: rifan sus vidas. Los dipsómanos, aquellos que durante el día hacen de las calles su posada y aprovechan la penumbra de la noche para satisfacer sus vicios, ahora son los que más tirria provocan; suficiente para ultimarlos con espeluznantes procedimientos. Claro, a nadie le importan y nadie reclamará por ellos. Aquellos que metamorfosean su sexo y de voces roncas, barbas escasas y cabellos apiñados pretenden convertirse en atractivas mujeres también están en la mira de los intolerantes para darles fin a sus fantasías. De acuerdo, estas mujeres que quieren forzar la naturaleza para convertirse en musculosos machos tienen un problema, pero comparadas con quienes ven en el asesinato el fin de esas desviaciones, estos están todavía más cerca de la degradación moral.

Y no está mal; de hecho, es encomiable cuando la Policía esclarece los casos que socialmente tienen trascendencia, aunque todos los hechos escalofriantes tendrían que ser descubiertos; lo realmente preocupante son los de “toga y escapulario”, que, representando a la justicia y aparentando devoción cristiana, nada hacen para la recomposición de este endémico padecimiento que está carcomiendo a la sociedad.

Qué tragedia nuestra desinstitucionalización, nuestra pobrísima educación o nuestra indiferencia ante el espeluznante espectáculo que nos ofrece la sociedad. Qué tragedia que solo unos días en algunos casos, o durante unas semanas los canales de televisión hagan denuncias más morbosas que contributivas respecto a estos bandoleros y degolladores que con suerte poblarán alguna cárcel. Pero ¿cómo curamos a esta sociedad que desaíra la convivencia civilizada? ¿O es que la marginalidad es obra de la civilización?

Augusto Vera Riveros es jurista y escritor

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