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Ya era tarde

Márcia Batista Ramos

Nadie regresa para recoger los propios ojos. Es lejos, muy lejos que uno los abre y puede ver aquello que no había visto en el momento en que estaba allí embobado, enceguecido… A veces es tan duro abrir los ojos y ver a la mujer de cabellera larga, pelo grueso debajo de la cintura, tan poca estatura, contrastando con tanto peso. Uno la mira de lejos y quiere estar seguro que hubo algo lindo, medio subliminal… Escuece la cara, enseguida estira el cachete izquierdo en un gesto maquinal y recuerda a las conversas vanas, casi huecas de alguien que no se cultivó y miró la tele, escuchó y repitió chismes y no sabe, al menos, de que se trata la teoría de la relatividad. Entonces, uno piensa que, si al menos supiera cocinar y al instante recuerda el café sabor a calcetines, que ella invitó en su casa, tan horrible que no había adjetivos para describirlo. Pero, ella así fea, con unos modales dignos de quien no recibió educación lo conquistó. Insegura como un bicho, de esos que no sabe mirar de frente, que desvía o agacha la mirada, él así la quiso y no era noche de brujas. Después, no sabia como lavarse las manos… La dejó en una esquina. Volvió a casa, entró despacio como quien no quiere molestar. Preparó un té y lo tomó a sorbos, sin saborear, con una lentitud digna de quien tiene la conciencia pesada. En su mente había una calculadora que sumaba motivos para haberse portado tan canalla y mientras sumaba los motivos, restaba las culpas porque, definitivamente, no asumiría sus actos. Sería mejor no asumirlos, negarlos y decir:

– ¡Loca estás delirando! Tú hiciste cosas peores. Ahora estás llorando, así no se puede hablar…

Después, vino el tiempo haciendo brotar flores de las cenizas, en medio a silencios contrastados con miradas desconfiadas. Él silencioso, la loca delirante mirándolo con desconfianza, ninguneándole con la mirada, mientras ella sentía que el suelo era cada vez más inestable bajo sus pies. Lo que un día fue luz, se volvió oscuridad. En un acto de compasión hacia sí misma, la loca delirante, cometió un Hari kiri. Dejando el silencio alrededor de su cuerpo ensangrentado. Dejando las culpas mentirosas esparcidas sobre la sangre. Él en un gesto mecánico escoció el rostro y estiró el lado derecho de su cara. Dejó sus ojos ahí, viendo al cuerpo ensangrentado con tantas culpas mentirosas esparcidas encima. Después, se fue lejos, cargado del frio que envuelve el alma de aquellos que prefieren no pensar para no comprometerse, porque, ante todo, jamás serán responsables por sus actos. Un día, ya muy lejos, por pura equivocación, él abrió sus ojos hace tanto tiempo abandonados. Ya era tarde.

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