La competencia entre las potencias tecnológicas de este siglo entró en un ciclo en que la investigación y los descubrimientos superaron ampliamente lo necesario para mejores estándares sostenibles de vida humana; esto es encomiable, cuando la superpoblación está acabando con las fuentes de agua dulce, enrareciendo el aire, liquidando bosques y dando fin a los recursos naturales no renovables, comprometiendo, así, la supervivencia en los próximos decenios y contribuyendo decisivamente al colapso medioambiental.
Pero hace pocos días se produjo un evento que sacudió al mundo, y creo que no tanto por las proporciones de la tragedia cuanto por las circunstancias que la produjeron. A estas alturas, pocos deben desconocer la implosión del Titán en un viaje submarino que tuvo todo de extravagante y nada de exitoso.
Casi todos somos beneficiarios de los adelantos que la investigación científica nos ofrece para vendernos tanta tecnología por precios que van desde los suicidios, los asesinatos y la descomposición familiar, hasta los desórdenes psicológicos. El propio internet, que hasta hace unos treinta años ni siquiera estaba en la imaginación de muchos, por lo menos no en la dimensión que hoy ha alcanzado, se ha convertido en instrumento letal para millones de usuarios ingenuos, y esto es el resultado de la irreverencia en que ha caído la ciencia respecto a los cánones de la naturaleza.
Parece estar claro lo que es una explosión. Pero cuando alguna vez oímos el término implosión, es posible que únicamente hayamos pensado en una expresión antónima de aquella, sin detenernos a reflexionar sobre su significado. Y es que sumergirse en un vehículo tan pequeño, y a profundidades que de solo pensarlas se nos erizaría la piel, fue el resultado de una visita de un grupo de excéntricos magnates a las profundidades del océano, la cual desembocó en su muerte, todo esto como consecuencia de un razonamiento que tiene que ver con las leyes naturales sobre las cuales la ciencia no puede —o más bien no siempre puede— competir.
Y —como muerto el burro, tranca al corral— los cuestionamientos de los expertos no se dejaron esperar y los profanos en esta materia nos enteramos de que la presión debajo del agua es mucho mayor que la que se produce por encima de la superficie terrestre en distancias equivalentes en ambos casos. Que nos enteremos de ello ahora no cambia las cosas, pero los que sí saben del tema tendrían que ser más reverentes respecto a lo que la física enseña. Dicho lo cual, es inevitable la pregunta siguiente: ¿es posible que la humanidad finalmente llegue a dominar el planeta debido a una inteligencia cada vez más aprovechada (pero no necesariamente mejor)? La respuesta parece ser un no. Y es que las respuestas de la naturaleza son tremendamente insolentes, y si a ello le añadimos la provocación con fines recreativos, la furia de la naturaleza podría estar también ampliamente justificada, por decirlo de algún modo.
Pienso que ni los movimientos eugenésicos, ni la bioingeniería, ni la inteligencia artificial lograrán doblegar a la naturaleza, como en el caso conocido del médico chino que manipuló los genes de unos embriones para dar nacimiento a los primeros humanos modificados, hecho que no se debería haber dado jamás por razones éticas. Me parece inmoral organizar expediciones turísticas a alturas o profundidades inaptas para excursiones, a no ser que tengan fines investigativos o en beneficio de la humanidad, pero ni aun así se deberían producir sin haberse agotado todas las pruebas de seguridad no solo físicas, sino también morales, pues ¿qué pasará cuando los ordenadores sustituyan a nuestros conductores de taxis, a nuestro profesor o a nuestro psiquiatra? ¿Cómo podremos saber si tienen sentimientos o si solo son un conjunto de algoritmos mecánicos?
El problema es que, ante el descontrol científico para hurgar lo que es un tabú natural, se produce aquello que Harari en su obra Sapiens sostiene: “Es que cuando los científicos no saben algo, pueden probar todo tipo de teorías y conjeturar, pero al final acaban por admitir su ignorancia”. La ciencia debería averiguar la causa de tantas enfermedades terminales que padece la humanidad y procurar su cura con ética y desistir de su invasión a los valores y sentimientos humanos. Muy pronto perfeccionará los automóviles autónomos que transportarán mucho más rápido y mejor que un chofer humano, pero aquellos no podrán gozar ni sabrán de la existencia de la música durante el viaje como lo hace un conductor de carne y hueso.
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor