El delirio fáustico de la razón nos ha llevado a la chimenea de Auschwitz y los hongos nucleares de Hiroshima y Nagasaki.
Rafael Narbona
Desde que se proscribió el concepto del alma, vivimos en un mundo cada vez más deshumanizado. O dicho de otro modo: un mundo donde la razón instrumental, siempre con una perspectiva de corto alcance e indiferente al sentido último de las cosas, ha eclipsado a las razones del corazón, olvidando la vieja advertencia de Pascal, según el cual la verdad no es un dato empírico, sino un acto de comprensión asociado a la esperanza.
Adorno y Horkheimer ya advirtieron que desde sus albores la civilización occidental ha utilizado la razón como instrumento de dominio y opresión. Una insaciable voluntad de poder ha reducido al ser humano y a la naturaleza a meros recursos susceptibles de explotación. De ahí que los héroes de la Ilíada concibieran la compasión como un gesto de debilidad, pues implicaba renunciar al derecho de saquear, esclavizar y matar.
Las innovadoras enseñanzas del cristianismo cuestionaron esa perspectiva, pero las iglesias que se atribuyeron el monopolio de ese legado escarnecieron el mensaje original, organizando guerras y feroces persecuciones contra “herejes” e “infieles”.
Nietzsche impugnó la hegemonía de la razón, pero exaltó la ambición de poder, prolongando la directriz esencial del concepto de cultura forjado por Esparta y la Roma imperial. El milagro ateniense, simbolizado por Sócrates, Sófocles, Eurípides y Pericles, solo fue una anomalía transitoria.
Nietzsche identificó el genio griego con Esparta, no con el espíritu libre y creador de Atenas. La “moral de señores” ostenta el cuño de la mentalidad espartana. Niega al otro y aboga por la supresión de los débiles y los enfermos: “Primer mandamiento de nuestro amor a los hombres: los lisiados y los débiles tienen que perecer. Y hay que ayudarles a perecer”, El Anticristo.
Esa filosofía condujo a Auschwitz, Hiroshima y el Gulag. Y, más tarde, a las políticas antisociales del neoliberalismo, que han agudizado las desigualdades y la precariedad, y al agresivo neocolonialismo de las últimas décadas, que ha encadenado una guerra tras otra (Camboya, Vietnam, Argelia, Irak, Afganistán, Ucrania, Gaza), con el pretexto de defender la democracia, ocultando los objetivos reales: saquear recursos, apoderarse de territorios, neutralizar ideologías políticas, controlar zonas estratégicas. Se olvida que la filosofía política de Nietzsche es puro darwinismo social, el credo que se ha impuesto en el mundo a partir de la revolución neoliberal de los ochenta del pasado siglo.
“Ya no nos dejan hablar del alma”, se ha quejado el Nobel Abdulrazak Gurnah. Al igual que el universo, el ser humano es una combinación de azar y necesidad. Solo hay materia en el continuo espacio-tiempo. El alma es una ficción, el residuo de la mentalidad primitiva. ¿Verdaderamente es así? Al enfrentarse con la existencia del cosmos, caben dos opciones: afirmar que surgió de una inteligencia creadora o Dios (sin olvidar que el término Dios solo es un impreciso “balbuceo”, por utilizar una expresión de Javier Melloni, incapaz de abarcar un Misterio inconmensurable) o sostener que es exclusivamente material.
La primera alternativa implica que el universo tiene orden y es inteligible, pues posee un origen y una finalidad. La segunda tesis pone entre paréntesis la posibilidad de un comienzo (el universo podría haber existido siempre), atribuye al azar la improbable capacidad de crear estructuras sumamente complejas mediante combinaciones aleatorias y despoja de cualquier propósito o finalidad al cosmos.
En 1824, la aparición de la termodinámica puso de manifiesto que el universo no era eterno, inmutable y estacionario, sino un devenir abocado a la muerte térmica, lo cual evidenciaba la existencia de un principio. La hipótesis del Big Bang, corroborada por la ciencia, logró reconstruir los momentos iniciales del universo. A partir de un átomo primitivo, surgieron simultáneamente el espacio, el tiempo y la materia.
¿Cuál es la causa de esa eclosión? Quizás un código matemático semejante a los números imaginarios (es decir, un cuerpo algebraico cerrado con una parte real igual a cero), una fórmula magistral que contenía todos los elementos, fuerzas y combinaciones del cosmos. Dicho de otro modo: una causa inmaterial y atemporal.
Es ilógico afirmar que el universo se creó a sí mismo a partir de la nada, pues eso significaría -como advirtió Tomás de Aquino- que fue anterior a sí mismo como causa para producirse a sí mismo como efecto. Si negamos este razonamiento, invalidamos el principio de causalidad, uno de los pilares de la ciencia.
La hipótesis de que el cosmos surgió a partir de fluctuaciones cuánticas en la nada, como han apuntado Stephen Hawking y otros físicos, no explica cómo aparecieron esas partículas subatómicas ni su campo de fluctuación. Y desde Parménides sabemos que la nada, una mera abstracción y no una evidencia, no puede ser la matriz de algo. El código matemático que presumiblemente engendró el cosmos presupone una forma de inteligencia capaz de elaborarlo.
El equilibrio del universo se basa en una veintena de valores numéricos invariables: la fuerza de la gravedad, la fuerza electromagnética, la interacción débil, la interacción fuerte, la velocidad de la luz, la constante de Planck, etc. Si alguno de esos valores numéricos se alterara levemente, el universo colapsaría. La probabilidad de que este equilibrio surja del azar es casi inexistente. Los físicos han planteado como alternativa la teoría de los multiversos, que incrementaría las probabilidades combinatorias hasta el infinito, pero solo es una especulación sin ninguna prueba que la sostenga. La teoría de los multiversos pertenecen al mismo terreno imaginario que los unicornios y las hadas.
La hipótesis del Big Crunch (es decir, una contracción que devolvería al universo al punto de partida) fue descartada al descubrir la radiación cósmica de fondo, una fuerza que acelera la expansión del cosmos. La vida del universo es lineal, no cíclica. No hay una contracción recurrente que posibilite nuevas expansiones.
En cuanto al salto vertiginoso de lo inerte a lo vivo, la probabilidad de que se haya producido por azar es irrisoria. Sin llegar más lejos, la probabilidad de que hayan aparecido por azar las proteínas, cadenas compuestas por 1.000 aminoácidos de 22 tipos diferentes, es tan probable como ganar a la ruleta todos los días durante 150 semanas.
El ADN es una auténtica hazaña tecnológica, pues un núcleo de seis milésimas de milímetros alberga el equivalente a un millón de páginas, es decir, treinta veces el tamaño de la Enciclopedia Británica. El genoma es un programa compuesto por un lenguaje extraordinariamente sofisticado. «¿Es posible que tal lenguaje haya surgido por azar?», se pregunta Daniel Cohen, uno de los primeros cartógrafos del genoma humano.
Einstein afirmaba que la armonía del cosmos es la mayor prueba de la existencia de Dios. La energía se manifiesta mediante cuatro fuerzas fundamentales: electromagnetismo, gravedad, fuerza nuclear débil y fuerza nuclear fuerte. Sus valores se establecieron una millonésima de segundo después del Big Bang y cualquier mínima variación hubiera frustrado la formación del universo.
Las estrellas no existirían si la proporción entre la fuerza electromagnética y la fuerza nuclear fuerte se alterara en un porcentaje insignificante (1 elevado a 17 ceros). Si la fuerza nuclear fuerte fuera un 2% mayor, todo el hidrógeno se convertiría en helio y elementos pesados, dejando sin combustible a las estrellas. Si la fuerza nuclear débil hubiera variado solo un poco, las supernovas no habrían existido y no habrían formado el carbono necesario para la aparición de la vida.
Kurt Gödel, uno de los grandes matemáticos y lógicos del siglo XX, demostró con su famoso teorema que en cualquier sistema consistente y formal hay axiomas que no pueden probarse con los postulados y razonamientos de ese mismo sistema. Siempre hay que recurrir a un sistema superior para validarlos. En el caso del universo, la explicación última de su existencia debe buscarse fuera de él. Gödel escribió a su madre tras la muerte de un ser querido. En un cosmos racional, parece irracional que se interrumpa la vida de una persona, desaprovechando todo su potencial.
La teoría evolutiva es una gran aportación, pero esconde muchas inconsistencias. La supervivencia no siempre es selectiva. A veces, es aleatoria y no se sabe con seguridad si la evolución es gradual o se produce mediante grandes saltos. Ni siquiera está claro si el sujeto del proceso evolutivo es el individuo o la especie. La idea de la selección natural se ha revelado muy dañina cuando se ha trasladado al ámbito de la moral y la política, pues se ha empleado como argumento para justificar la eugenesia, el asesinato, el racismo o la esterilización forzosa de los más vulnerables. No hay ninguna prueba de que el afecto, la creatividad, la amistad, el amor, el anhelo de comprensión, el placer estético o la compasión sean meras excrecencias químicas. Todas estas cuestiones son las que más preocupan al ser humano y nada indica que sean un producto de la evolución.
El “gen egoísta” de la sociobiología no explica conductas como las de la enfermera católica Irena Sendler, que arriesgó su vida para salvar a 2.500 niños judíos del gueto de Varsovia. Detenida por la Gestapo, Sendler se negó a revelar el escondite de los niños, a pesar de ser sometidas a espeluznantes torturas. Explicar su conducta como el producto de una programación genética gestada por siglos de evolución constituye una obscena simplificación.
El evolucionismo degrada a nuestra especie a simple obra del azar, sin más trascendencia que una cucaracha. Nos arroja a un universo completamente ajeno a cualquier idea de bien, belleza o propósito. Según Richard Dawkins, el cosmos solo es ciega indiferencia, un conjunto de procesos sin ninguna finalidad o sentido. Esta perspectiva conduce al pesimismo y la execración de la vida. Todo es provisional, frágil, irrelevante.
Sin embargo, una célula tiene 250 genes y más de 300.000 pares de bases. Su organización interna es complejísima y parece improbable que sea el fruto del baile entre el azar y la necesidad. La posibilidad de que los 300.000 pares de bases se hayan ensamblado por ensayo y error es de 4 elevado a 300.000. Kurt Gödel apunta que “la formación a lo largo del tiempo geológico de un cuerpo humano por las leyes de la física (u otras leyes naturales) a partir de una distribución de partículas elementales es tan poco probable como la separación por azar de la atmósfera en sus diferentes compuestos”.
No soy científico y sé que hay respuestas que rebaten o cuestionan los argumentos aportados. Lo cierto es que en el terreno de las teorías sobre el origen del universo todos los argumentos son altamente especulativos. Nadie puede alardear de haber hallado respuestas definitivas. Sin embargo, las hipótesis materialistas no están exentas de dogmatismo y abocan a la desesperanza, el nihilismo y la deshumanización del mundo.
Es absurdo buscar evidencias de la existencia de Dios, pues Dios no es un objeto del mundo. No se puede palpar, medir, pesar. Solo cabe un conocimiento intuitivo de su existencia, semejante al que propone Lévinas, según el cual el rostro del otro es una epifanía, especialmente cuando su mirada implora nuestra ayuda.
El amor no es simple química modulada por una tradición cultural, sino un signo de trascendencia. El delirio fáustico de la razón nos ha llevado a la chimenea de Auschwitz y los hongos nucleares de Hiroshima y Nagasaki. Quizá si hacemos caso a Pascal y nos dejamos inspirar por el corazón, el porvenir se volverá más luminoso y esperanzador.