Lorenzo Luengo
Considerado durante muchos años, especialmente desde que fue reseñado por sus primeros críticos serios, como uno de los poemas más enigmáticos de Byron, El sueño debe en realidad casi todo su misterio a dos cosas muy poco byronianas: por un lado, la influencia metafísica ejercida por Shelley en el tiempo en que ambos se frecuentaron en Suiza, esos meses que dieron forma a toda una mitología de monstruos y fantasmas (y de poetas convertidos en corruptores de conciencias: sólo hay que recordar las acusaciones de Robert Southey y la convicción con la que sermoneaba acerca de que de la antigua villa de Diodati surgió cierta Escuela de Satán) pero también a muchos de los versos y poemas que se cuentan entre lo mejor de sus obras; y, por otro, la superación de una especie de pudor de autor que hasta entonces había impedido a Byron «introducirse en realidades», preocupado, tras la recelosa acogida de su primera obra publicada, de que algunas identidades pudieran ser «reconocidas y otras adivinadas»1. De hecho, la narrativa desarticulada del poema es casi un experimento con el tiempo que acata las teorías de Wordsworth en The Prelude, y hasta cierto punto hay algo muy propio de Wordsworth ―véase el poema «Tintern Abbey»― en esa mezcla de biografía/ficción y filosofía personal que recorre El sueño, con su arquetípico peregrino ya muy cerca de quitarse el disfraz. A lo largo de este paseo por Nottingham que estamos a punto de emprender, entre las ruinas de un viejo priorato agustino, una vieja mansión, y los troncos de un bosque devastado, veremos cuáles son esas realidades que Byron encubrió tras un muy particular velo metafísico, y cómo al tener que manejarse en ese medio por completo ajeno a su sensibilidad (una palabra que, por cierto, detestaba) despejó el camino que le llevaría a respirar en sus poemas con absoluta libertad, aliviado al fin de la pesada carga que suponía tener que darle constantemente cuerda a esa criatura atractiva pero, a decir verdad, llena de trampas y ataduras que era el personaje byroniano.
Lorenzo Luengo
Titulado en un principio The Destiny2 (sin duda para evitar confusiones con Darkness, que en un primer borrador tenía por título A Dream), Byron escribió este poema narrativo, compuesto de nueve estrofas y doscientos seis versos, en Suiza, entre el 21 y el 29 de julio de 1816. Salvo por el empleo del verso libre, en lugar de la rima spenseriana, se puede decir que el poema es una revisitación bajo otra luz de algunos de los escenarios y personajes que aparecen en el primer canto de Childe Harold, iniciado en Albania a finales de octubre de 1809, y cuya tercera parte Byron dio por finalizada el jueves 4 de julio de 1816, tras reordenar y revisar sus estrofas ―la mayoría de ellas escritas a vuelapluma en pequeños trozos de papel― en Monteàlegre, villa de los Shelley, y Diodati. Byron menciona esa tercera parte de Childe Harold («sin duda lo mejor que he escrito nunca») en una carta dirigida a Samuel Rogers, antes de aludir, sin mayores explicaciones, a «un conjunto de piezas más breves»3 escritas aproximadamente en las mismas fechas, entre las que se encontraban los poemas The Prisoner of Chillon, Darkness, Prometheus, Stanzas to Augusta y The Dream (El sueño). No parece darle más importancia a El sueño hasta que lo destaca, algo enigmáticamente, en una carta que envía a su hermana desde Venecia, el 13 de enero de 1817: «¿Te llegaron también Chillon y El sueño, y entiendes este último?»4. «Entender», cuestión intrigante que Byron introduce aquí por primera vez. The Prisoner of Chillon and other poems, el volumen donde se recogeese secreto encerrado en nueve estrofas, salió de las prensas de John Murray el 5 de diciembre de 1816 (octavo, sesenta páginas), apenas tres semanas después de la aparición del tercer canto de Childe Harold. Dos libros publicados en poco menos de un mes: parece claro que en 1816, ese año fatal en el que Byron abandonó Inglaterra para no regresar, había muchas ganas de leer ―y sobre todo de leer entre líneas― a un poeta repudiado.
Como retrato de un amor no correspondido, el poema se puede seguir sin que tengamos la sensación de estar rondando un misterio: un muchachito ama a una joven, la joven lo rechaza, el tiempo pasa y ambos terminan por casarse con la persona equivocada. Esta es la premisa nada original, un esqueje convencionalmente cultivado en el viejo jardín romántico. Pero de ese esqueje irá brotando una planta un poco retorcida, sin duda fatal, que parece madurada a la sombra de los invernaderos góticos: hay un momento en que la joven empieza a desconfiar de la realidad del mundo, pierde poco a poco la belleza (aquí Byron se deja llevar por lo mejor de su paleta: véanse esos ojos inquietos y caídos que ahora miran su hogar lleno de niños como si estuviera repleto de tentáculos), y acaba prisionera en un escenario de su propia fantasía de manera similar a como él, para olvidarla, se abandona a los encantos de unas tierras que parecen el ensueño de un planeta embelesado; pero ese joven convertido en peregrino, rodeado de cosas tan hermosas, recuerda sin embargo a un alma en pena. Las semejanzas y los contrastes se suceden en un juego de claroscuros, de sombras y de luces cambiantes, que en los últimos versos anuncian ya un lugar inquietante en el que sólo esa palabra, maravilla, parece resistirse a que no pase por él ninguna claridad. Francis Jeffrey, que escribió (sin firmarla) la reseña a The Prisoner of Chillon and other poems en la revista Edinburgh Review, describió El sueño como una obra «llena de imágenes muy vívidas, narrada con gran belleza y genio, pero extremadamente dolorosa, y abundante en misterios en los que no tengo la intención de penetrar»5. Dada la ambigüedad de su comentario, uno sólo puede especular con la idea de si Jeffrey prefería no conocer esos misterios por temor a lo que pudieran ocultar o si, por el contrario, los conocía lo bastante como para no mencionarlos, lo que en cualquier caso deja entrever la presencia de algo turbio en el poema que era mejor seguir manteniendo lejos del escrutinio público. Esa fue al menos la impresión general, estuviera o no influida por la crítica de Jeffrey. Pero este hombre sin duda serio e inteligente, que se había convertido en el consejero de confianza del editor John Murray, no era lo que podríamos llamar un testigo imparcial. Como crítico tenía la irritante inclinación de analizar la poesía de Byron desde una perspectiva moralista, convencido de que sus versos contenían más hechos y realidades que mera fantasía: en su recopilación de artículos literarios titulada The Modern British Essayists (1852), de hecho,se lamentaba, sin duda demasiado tarde, de su propia subjetividad, y poco menos hacía responsable de ella al mismo Byron, por empeñarse en mostrar «las partes más oscuras y luminosas de su naturaleza, lo que, me temo, me ha llevado a hacer observaciones mucho más personales sobre el carácter del autor (pues para mí es algo casi irresistible) de lo que conviene a un mero recensor literario»6. No hay mejor ejemplo de ello que su reseña al tercer canto de Childe Harold, salpicada de reflexiones cuando menos intrépidas («es imposible no lamentar el destrozo que ha sufrido esa cabeza, o contemplar los pródigos dones de la naturaleza, la fama y la fortuna así transformados en amargura, sin un opresivo sentimiento de zozobra, mortificación y sorpresa»7), que Byron, comprensiblemente, no se tomó del todo bien. Era una de esas cosas a las que solía responder con ironía, cuando no con ferocidad. Prefería que le comparasen incluso con un objeto inerte ―le pasaba a menudo: el caso más extraordinario, «un jarrón de alabastro iluminado por dentro»― antes que con sus propios personajes8, pero sentía un gran afecto por Jeffrey, y se limitó a enviarle un recado algo mordaz a través de un amigo común, el poeta Thomas Moore:
También me ha alegrado mucho la crítica de Jeffrey, y me gustaría que se lo dijeses, aparte de enviarle mis recuerdos: no es que piense que vaya a importarle mucho, o que alguna vez lo haya hecho, el que yo esté contento o no; esto es simplemente por mi relación personal con él… Quisiera también que añadieses algo que tú ya conoces: que nunca he sido, y, ciertamente, ni siquiera soy ahora, ese misántropo y lúgubre caballero por el que él me toma, sino un compañero bastante divertido, que se lleva bien con aquellos con los que intima, y tan locuaz y propenso a las risas como para parecer un tipo mucho más listo9.
Byron podía quejarse, pero apenas sorprenderse: llevaba muchos años jugando a cruzar esa frontera entre autor y personaje que críticos como Jeffrey rompían libremente, desde que en Fugitive pieces, su primera colección de poemas (que un bienintencionado reverendo le aconsejó echar al fuego. Byron obedeció y quemó la edición entera, de la que sólo se salvó un ejemplar: precisamente el de ese amigo que le recomendó la quema), se retrató a sí mismo como el amante de cabecera de las jovencitas de Southwell, un indolente Don Juan a quien, como el que más tarde protagonizaría su poema, le bastaba con dejarse querer. En realidad sus aventuras no habían llegado a tanto ―la imaginería erótica que desplegó en Fugitive pieces aún debía más a los versos de Thomas Little que a la experiencia personal―, pero ciertos nombres apenas disfrazados le pusieron en más de un apuro con padres, hermanos y maridos irritados, lo que tuvo un resultado curioso, habida cuenta de que Byron es universalmente considerado uno de los epítomes de la literatura confesional: más que alentarlo a jugar a la provocación, aquello le hizo sentir un enorme recelo hacia el poder que tenían las alusiones para destruir una reputación. Ese fue el motivo que le llevó a crear, a partir de Childe Harold, una suerte de embajador personal sobre el papel, elaborado con los materiales retocados de sus propias experiencias, aunque cargando los tonos más oscuros hasta el límite de la autoparodia. Con esa misma piel castigada por el desprecio de sus semejantes y por las heridas del amor y el desamor vistió a los protagonistas de sus Cuentos turcos, y utilizó esa misma voz grave y torturada en muchos de sus poemas líricos. Sólo abandonó aquel calculado juego de imposturas en sus últimas obras: el «lúgubre caballero» que es el peregrino Harold ―un «representante poético»10, en palabras de Moore, del propio autor, aunque lo apropiado sería describirlo como la materialización de sus estados más introspectivos y melancólicos: el fantasma de Werther, por así decir, recorriendo cabizbajo un Oriente que empezaba en España― encuentra su opuesto en el personaje de Don Juan, tan divertidamente retratado por ese narrador omnisciente, socarrón y nonchalant que, en sus despreocupados saltos por la cuerda elástica de la ottava rima, persigue entre naufragios y serrallos al frívolo seductor y reflexiona lapidariamente sobre sus desventuras. Pero en 1816 aquel sombrío representante de Byron en las tierras de la ficción no había cerrado aún la embajada, y sin una línea medianamente visible entre experiencias personales y proyecciones literarias, críticos por lo demás tan sagaces y sensibles como Jeffrey no creían cometer error alguno al identificar a Byron con Harold, Lara o el mismo protagonista de El sueño. Identificación que, no obstante, se alimentaba solamente de rumores: quitando algún reseñador ocasional de sus obras, como es el caso de Walter Scott, pocos habían mantenido con Byron un trato lo bastante cercano como para poder determinar si esos «pródigos dones de la naturaleza» se habían visto tan dilapidados como Jeffrey temía.
En cuanto a los misterios del poema, la duda que nos plantean las distintas generaciones de críticos y estudiosos que lo han analizado desde el punto de vista del «secreto veneciano» ―por la carta dirigida a Augusta― radica en si el problema para encontrar una solución lo presenta la posible identidad de esa mujer por la que el peregrino se convierte en un fantasma o los versos con los que se cierra la penúltima estrofa. Tanto una cosa como la otra son, ciertamente, enigmáticas. Dado que Byron escribía una particular poesía confesional, dándole el tratamiento de una representación de Hamlet con el protagonista encerrado en el camerino por deseo del director ―la metáfora es suya―11, esa doncella enloquecida por el error de haberse casado con el hombre equivocado no puede dejar de solicitar la atención del lector interesado en las posibles realidades que se ocultan en los interlineados. No hay duda de que esa mujer existió, como existió «la novia hidalga» del viejo oratorio y como Byron vuelve a ser el peregrino, pero es pronto para frotarse las manos y dar por buenas las sospechas demasiado turbias de Jeffrey, sospechas que señalan (enseguida lo veremos) a una sola dirección.
Acerca del segundo enigma, que encandiló y decepcionó el alma gótica de Walter Scott, todo se encierra básicamente en apenas ocho versos de esa penúltima estrofa:
… Vivió
lo que hubiera sido la muerte para muchos,
y trabó amistad con las montañas: con los astros
y el alígero Espíritu del Cosmos
mantuvo sus diálogos. Compartieron
con él su magia y sus misterios. Para él
se abrió de par en par el libro de la noche,
y las voces del abismo profundo revelaron
una maravilla y un secreto. Que así sea.
Este abismo que se abre en medio de un gran dolor, anticipando la «boca de la sombra» a la que asomó Hugo, lamentablemente no revela ni una parte de los enigmas que esas aterradoras mandíbulas desencajadas a la fuerza dejaron escuchar casi medio siglo más tarde a un poeta lleno de fuego y exiliado en un peñasco. Byron, al contrario que Hugo, no llegó a tanto, pero tampoco era su intención hacerlo. Ese tipo de revelaciones no eran para él. Utilizando la metáfora de las fronteras trascendentes, y bordeando al hacerlo ―bastante forzadamente― el territorio de la experiencia mística, se limitó a dejar constancia de la intensidad de su dolor, un dolor tan inhumano que le llevó a superar, precisamente, lo que hasta entonces le había hecho humano. Todo esto, claro, en el terreno de la poesía. En el marco de la realidad, Byron no dejó de vivir como un eterno enamorado: de Teresa Guiccioli, de alguna amiga de Teresa con la que tonteó por puro hábito, del joven Lukas que le sirvió en la guerra… Por otro lado, tampoco estoy en condiciones de afirmar que su dolor no hubiera abierto en su interior una brecha tan profunda como para que todo cuanto trataba de tocarle desde este lado del mundo se perdiera en ese vacío antes de llegar a él, y que aquello no hubiera tenido las propiedades de una iluminación, aunque de una naturaleza similar a la que conocieron quienes se atrevieron a abrir alguna vez uno de esos «libros de la noche» (véase Lovecraft) que dadas las consecuencias parece aconsejable evitar. Pero volveremos a ello después.
Empecemos por el primer misterio: ¿el enigma del poema residía entonces en la identidad secreta de la amada? ¿Es ese todo el velo que un crítico afectuoso se negó a rasgar? Al margen de cuáles fueran sus sospechas sobre lo que creía advertir en El sueño ―considerando su pudor, es bastante posible que pensara en la relación que Byron habría mantenido con su propia hermana, rumor que ya era de dominio público entre la alta sociedad inglesa, aunque pocos lo creían12―, Jeffrey no andaba muy desencaminado al considerarlo un poema de contenido biográfico. Ahora bien: el trasfondo real se parecía muy poco a lo peor que Jeffrey, y con él algunos maliciosos lectores ingleses, hubieran podido imaginar. Volviendo a la carta del 13 de enero, un semillero ideal para cualquier lector, sea crítico o no, que disfrute sacando provecho de los malentendidos, lo cierto es que ese secreto que la hermana de Byron sabría entender, y al parecer no podía entender nadie más, no era nada demasiado turbador: se trataba simplemente de una historia de amor. Pero no esa historia entre hermanos que Jeffrey se temió, ni la que se limita a rodear «el relato de una vida errante», como Moore supuso, y mucho menos la que debía servir como pretexto para la creación de una bomba de acción retardada, ese artefacto ideado en el laboratorio del doctor Byron para atacar a una esposa desvalida que sólo llegó a ver un crítico demasiado partisano, Cordy Jeaffreson. No, lo que relata El sueño se trata de algo mucho más convencional que todo eso: es la historia del amor apasionado que Byron sintió por una prima lejana, Mary Ann Chaworth, a la que torpemente había intentado conquistar en el verano de 1803, cuando ese jovencito sin apenas amigos tenía por lectura de cabecera los poemas eróticos del caballero Thomas Little (seudónimo, por cierto, de quien años más tarde sería su amigo y futuro biógrafo, el ya mencionado Thomas Moore), y demasiadas noches por delante hasta regresar a ese mundo de comprensivos camaradas que era su querido Harrow.

Torpeza, la de su intento de seducción, más que justificada: Byron tenía quince años, un carácter todavía por templar y ninguna experiencia en idilios, y no resultaba demasiado atractivo (hablaba en voz baja, se mordía las uñas, y para tener una estatura media ―1,75― pesaba casi cien kilos), mientras que Mary ya era una jovencita admirada y acechada por los herederos de los condados vecinos. Para complicar las cosas (o para hacerlas más románticas, según se mire), Byron había heredado un título que no despertaba precisamente las simpatías de la familia Chaworth. Su tío abuelo había asesinado al abuelo de Mary, William Chaworth, un tipo conocido en Nottingham por su afición al vino y las mujeres y por un susceptible sentido del honor que en el invierno de 1765 le traería fatales consecuencias: la madrugada del 26 de enero, Chaworth y William Byron se batieron en duelo en una habitación cerrada, sin testigos y a la luz de una vela, tras un altercado durante la cena que varios caballeros de Nottinghamshire celebraban en la taberna Star and Gate, en el distrito londinense de Pall Mall. Chaworth murió de una rápida estocada, al parecer porque William Byron fue quien de los dos mejor aprovechó la poca luz; acusado primero de asesinato y posteriormente declarado «no culpable» tras el tumultuoso juicio celebrado en Westminster Hall ―la expectación fue tan grande que el tribunal se vio en la necesidad de poner entradas a la venta―, el quinto lord Byron decidió encerrarse desde entonces en la abadía de Newstead, donde empezó a dar muestras de una peligrosa enajenación que entre los vecinos le valió el sobrenombre de Lord Diablo13. Se cuenta, como si se tratase de una simple extravagancia, que durante años se dedicó a la tala de los bosques cercanos para abastecer sus espléndidas naumaquias en el lago; la anécdota es cierta ―Horace Walpole la recoge en una carta―, y quizá fuera ese el único método que tuvo su locura. Pero el deterioro en que se fue sumiendo a espaldas de todo el mundo se manifestó también en asuntos muchos menos inofensivos, como refiere Washington Irving en el relato de una excursión que realizó por Nottingham titulado Abbotsford and Newstead Abbey (1835), y que merece la pena citar por extenso:
Se retiró entonces a la abadía, y allí se encerró para rumiar sus desgracias; se volvió más lúgubre y taciturno, fantaseaba sin cesar, y se dejaba llevar por arrebatos de furia y de capricho, cosas todas ellas que, entre el asombro y el escándalo, lo convirtieron en la comidilla del pueblo. Nada que pudiera contarse sobre él resultaba demasiado descabellado o monstruoso a ojos del vulgo. Al igual que al poeta que le sucedió como señor de Newstead, se le acusó de toda suerte de excentricidades y maldades. Se decía que siempre andaba armado, como decidido a asesinar a cualquiera a la menor provocación. En cierta ocasión un caballero del vecindario acudió a la abadía a cenar téte à téte con él, y fue así como se supo que tenía sobre la mesa un siniestro surtido de pistolas entre los tenedores y los cuchillos, como si formase parte del ornamento habitual. Otro rumor refiere que, irritado por la desobediencia de uno de sus cocheros, le pegó un tiro allí mismo, arrojó el cadáver a la misma cabina ocupada por lady Byron, y, tras montar en el pescante, condujo por su cuenta los caballos. En otra ocasión, según los mismos rumores de la gente del pueblo, lanzó a su esposa al lago que hay frente a la abadía, y ni que decir tiene que hubiera perecido en sus aguas de no haber mediado la oportuna ayuda de un jardinero. Sin duda todas estas historias no son sino exageraciones de incidentes triviales que seguramente tuvieron lugar, pero lo cierto es que las cambiantes pasiones de aquel hombre infeliz provocaron que su mujer se separase de él, y que la soledad fuera al final su única compañera. Disgustado por el matrimonio de su hijo y heredero, desarrolló una inveterada malignidad hacia él. Dado que las tierras de la abadía pasarían inevitablemente a sus manos, pues le correspondían por derecho, se ocupó de destruirlas hasta donde pudo, para que su hijo no heredase otra cosa que una pura ruina. Con este fin, hizo que la abadía sufriese tantos daños que resultase imposible repararla, así como las tierras de los alrededores, y taló todos los campos de la hacienda, dejando sin árboles un buen trecho del viejo bosque de Sherwood, de manera que los alrededores de la abadía quedaran despojados de sus antiguos privilegios. Entregado a aquella inexplicable venganza, quedó, sin embargo, transido de espanto al saber de la prematura muerte de su hijo, y pasó el resto de sus días en aquellos salones vacíos y destartalados, un lúgubre misántropo que vagaba por los lugares que él mismo había contribuido a destruir.
Sus imprevisibles cambios de humor hicieron que sus vecinos se alejasen de él, y mucho tiempo pasó sin siquiera tener criados. Aquel talante misántropo que le hacía repudiar toda compañía humana le condenó a la sola amistad de los grillos, que por aquel entonces abundaban en la abadía. ¡Pero cuánto más vacíos se antojaban sus pasillos por la noche, cuando los grillos entonaban su monótona música! Según la leyenda, a la muerte de lord Byron debieron de darse cuenta de que habían perdido a su protector y cuidador, pues hicieron enseguida las maletas y abandonaron en riada la abadía, perdiéndose por patios y pasillos en todas direcciones.
Resulta cuando menos curioso, y aleccionador si nos comportamos como buenos románticos y creemos nosotros también en el destino, que tantas cosas se repitiesen en la vida de un lord Byron y otro: el hábito de las armas, los rumores de malos tratos a una esposa asustada, el divorcio, el amor casi fanático a la soledad, el desprecio generalizado hacia la especie humana (aunque Byron al menos hacía una excepción: el pueblo turco), y esos rasgos monstruosos ―«yo no soy un loup-garou», escribió Byron tras la vigilancia a la que fue sometido en Diodati― que a un lord anciano y a su joven heredero los hicieron objeto de la curiosidad ajena.
Pero volvamos a Sherwood. Byron había conocido a Mary Ann cinco años antes del encuentro que relata la segunda estrofa del poema, y de nuevo se encontraría con ella el 12 de octubre de 1808, cuando el obeso muchachito de 1803 se había convertido ya en un apuesto joven incapaz de llevar la cuenta de sus amoríos (y, dicho sea de paso, cuando Mary era una hastiada madre de familia que apenas se preocupaba de ocultar ante sus invitados el fracaso de su matrimonio). El poema, sin embargo, no menciona ninguno de estos incidentes, e incluso puede decirse que, al menos en lo que se refiere al destino de Mary, los modifica sustancialmente, elevando la convencionalidad de su drama doméstico a la categoría de locura romántica. Por lo demás, el relato mantiene una estrecha coherencia con los episodios que lo inspiran, de manera que hasta es posible localizar los escenarios reales y dar una fecha muy aproximada de las circunstancias descritas en cada pasaje.

Tras una estrofa introductoria sobre la naturaleza de los sueños, en la que se percibe ese interés por la poesía metafísica que Shelley despertó en Byron durante sus excursiones por los Alpes suizos, entre el 23 y el 30 de junio de 1816 ―y que sobrevivirá discretamente hasta tocar treinta años después a Nerval15―, el poema nos sitúa en los alrededores de Annesley Hall, propiedad de la familia Chaworth, y más concretamente en Diadem Hill, «el “cabo” o circunvalación de la larga cadena de Howatt Hill, que se yergue a casi un kilómetro al sureste de la mansión»16, a mediados de agosto de 1803. La fecha es fácil de determinar por las cartas que Catherine Gordon, madre de Byron, envía a sus corresponsales entre el inicio del verano y principios del otoño de ese mismo año17, así como el lugar exacto del encuentro entre Byron y Mary. Washington Irving, que visitó los bosques de Sherwood, la abadía de Newstead y Annesley Hall durante las Navidades de 1831, comprobó por sí mismo la fidelidad del escenario, aunque el paso del tiempo, la usura de los dueños de las tierras aledañas y la rapiña de algún que otro turista a la caza de recuerdos se habían sumado para despojar al lugar de su ornamento más romántico:
Subí a la cima que consagró aquel memorable encuentro. A mis pies se extendía esa «geografía pletórica» que en el pasado contemplara la amorosa pareja: el dulce valle de Newstead, diversificado por bosques y maizales, y las agujas del pueblo, y el fulgor del agua, y las torres y los pináculos lejanos de la venerable abadía. La diadema de árboles, sin embargo, ya no estaba allí. La atención que sobre ella había dirigido el poeta, y la manera romántica en que la había vinculado a su temprana pasión por Mary Chaworth, azuzó los irritables sentimientos del marido de ésta, que apenas toleraba la poética fama conferida a su esposa por los enamorados versos de otro. La célebre arboleda se hallaba en sus tierras, y en un arranque de ira ordenó que la talasen a ras del suelo. En el momento de mi visita aún podían verse las raíces de los árboles; pero la mano que los cortó recibe el desprecio de todo peregrino imbuido de poesía18.
Uno de esos peregrinos fue Percival Skelton, un brillante paisajista e ilustrador inglés que hacia 1860 emprendió su propia ascensión a la colina. Allí dibujó algunas detalladas vistas de los alrededores, los chapiteles y los «rústicos tejados», las agujas de la abadía de Newstead y el relumbre plateado de los ríos, que serían utilizadas para ilustrar una preciosa edición de Childe Harold publicada por John Murray en 1869, encabezada por una decadente perspectiva de Newstead en la que, en medio del aparato romántico, parecen apreciarse todavía los estragos causados por la locura de Lord Diablo.
Byron recordaría aquellos agridulces encuentros en los bosques cercanos a Sherwood hasta sus últimos días, tanto en las conversaciones que mantuvo con un primo de Shelley, Thomas Medwin, como en sus anotaciones dispersas, y quizá no haya mejor prueba de la sinceridad de sus sentimientos que la intensidad y frescura con que, después de tantos años, era capaz de recrearlos hasta en sus más pequeños detalles, como se puede ver en esta entrada de su diario correspondiente a enero de 1822:
Cuando contaba quince años de edad, sucedió que, estando en una caverna de Derbyshire, tenía que atravesar en bote (en el cual dos personas sólo podían ir tumbadas) una corriente que fluye bajo una roca, con la roca tan cerca del agua que el bote sólo podía ser empujado por un barquero (una suerte de Caronte) que avanzaba todo el rato agachado desde la popa. Mi compañera de viaje era Mary Ann Chaworth, de quien había estado mucho tiempo enamorado sin decirlo jamás, aunque ella no tuvo necesidad de que lo hiciera para descubrirlo. Recuerdo mis sensaciones, pero no puedo describirlas, y es mejor así. Íbamos en grupo: un tal Mr. W…, dos Miss W…, Mr. y Mrs. Clarke, Miss R… y mi Mary Ann Chaworth. ¡Ay! ¿Por qué digo mi? Nuestra unión hubiera puesto fin a una enemistad que había hecho derramar sangre a nuestros padres; hubiera unido vastas y fértiles tierras, hubiera unido al menos un corazón y a dos personas de no muy distinta edad (ella es dos años mayor que yo), ¿y cuál ha sido el resultado? Mary se casó con un hombre mayor que ella, era infeliz y se separó. Yo me casé y ahora estoy separado. Y, con todo, no estamos unidos19.
Gracias a la visita que Skelton hizo también a la mansión de Annesley podemos situar convenientemente el escenario de la tercera estrofa. Al contrario de lo que suponía Moore, para quien el «viejo oratorio» en que el muchacho y la joven se reúnen por última vez es «el viejo salón de Annesley Hall», Skelton describe el lugar como «la habitación que hay sobre la puerta principal», adonde se llegaba atravesando «una avenida de majestuosos olmos, la torre de la entrada, con su pasadizo de bóveda baja abierto hasta el patio, y el propio salón, construido en diferentes épocas y en gustos muy distintos, con sus altos aguilones y sus grandes chimeneas»20. Es aquí donde Byron redacta lo que parece ser una carta de despedida, es también el lugar donde le regaló un juego de collares y pendientes montados en plata, y probablemente sea la habitación donde corrió a ocultarse la noche en que sorprendió una conversación entre Mary Ann y su doncella, cuando aquella orgullosa jovencita dejó bien claro el lugar que el pequeño lord ocupaba en su corazón: «¿De veras crees que podría importarme lo más mínimo ese muchachito tullido?»21. Puesto que Byron regresó a la abadía de Newstead ―y de ahí al colegio de Harrow, ya bien iniciado el nuevo curso escolar― tras su último encuentro con Mary Ann, el episodio se puede datar entre finales de octubre y principios de noviembre de 1803, cuando «la luminaria de Annesley Hall»22 ya ha sido formalmente prometida a Jack Musters, un apuesto cazador de zorros de Derbyshire por quien Mary suspiraba en la arboleda de la colina23. Musters era el heredero de una imponente hacienda en Colwick, a dos millas al este de Nottingham, cuya casa familiar, Colwick Hall (que los Musters habían comprado a la familia Byron en el siglo XVIII, y que hoy, tras un siglo en ruinas, es un hotel de lujo) sería la residencia principal del matrimonio. No tardó en convertirse en uno de los caballeros más acaudalados del condado, y también, por cierto, de los más disipados, mientras Mary se limitaba a languidecer entre las paredes de su nuevo hogar, al cuidado de unos niños serios y taciturnos a los que miraba con aprensión. Las gentes de Annesley solían decir que «cuando Mary pensaba en Byron, saltaba a la vista que nunca podría ser una mujer feliz». Era cierto, pero sólo en parte: seguramente si Mary hubiera sido feliz con su marido, no habría encontrado muchos motivos para acordarse de Byron.
Entre paréntesis: la mitología creada por Byron y en torno a Byron señala que Mary fue una mujer demasiado infeliz para ser tan hermosa. Y si de su infelicidad es imposible dudar (el cúmulo de cartas y testimonios son una prueba abrumadora), ¿qué se puede decir de su belleza? Sabemos que Byron la admiró; pero según la opinión de quienes habían conocido a Mary en su juventud, «no podía decirse mucho a favor de su hermosura»24. Esto quizá parezca irrelevante, pero lo cierto es que nos acerca oblicuamente a lo que Byron consideraba atractivo: nada que ver, al parecer, con un canon generalista y olvidable. Una muchacha alta y un poco rellenita, con el pelo muy corto y de color oscuro, un perfil que más tarde veremos repetirse en lady Lamb, la amante que amenazó a un sonriente Byron (maliciosamente sonriente) con un puñal etrusco, y que lo describió con unas palabras que todavía resuenan entre las muchas que sostienen su leyenda: «es malvado, está loco, y conocerle es peligroso»… ¿No llama la atención, entre tantas musas pálidas y rubias como cortejaban sus contemporáneos, una chica así? Lejos de Byron esa legión de pensativos esqueletos que inspiraban poemas atormentados a Campbell y Rogers: hasta en lo que resultaba adorable de una mujer, él había de tener un canon propio.

En la siguiente estrofa ―que Walter Scott celebró como «un cuadro oriental perfecto en su escenario», en donde «nada está tan elaborado como para eclipsar a la figura principal»25: ese talento narrativo, precisamente, era la principal habilidad de Byron― el poema da a entender que el muchacho, ya convertido en un hombre, no ha podido olvidar aún a su amada, y que la imposibilidad de vivir junto a ella le ha llevado a construir su hogar «en lo más fiero de agrestes climas». Esto nos remite indirectamente al primer canto de Childe Harold, y en concreto a dos versos de la quinta estrofa,
[Harold] dedicó a muchas sus suspiros, pero sólo amó a una,
y aquella a la que amaba, ¡ay!, jamás sería suya, […]26
donde el narrador del poema desvela el motivo principal por el que Harold abandona Inglaterra, aunque sin aclarar la identidad de esa misteriosa mujer cuya indiferencia le lleva a peregrinar por medio mundo. En su edición de El sueño, Ernest Hartley Coleridge sitúa la acción de esta estrofa en una marisma situada entre Esmirna y Éfeso (14 de marzo de 1810), y remite a un pasaje del libro Travels in Albania, de John Cam Hobhouse ―amigo de Byron, que lo acompañó durante un año en su periplo oriental, y principal inductor en la quema de sus memorias―, en el que se describe el lugar de un modo ciertamente similar a como la voz del narrador lo recuerda en El sueño:
Procedimos algo más hacia el este. A nuestra derecha había una vasta marisma, hasta allá donde abarcaba la mirada; las cabezas de los camellos se veían asomar sobre los altos juncos. Nos dirigimos hasta el lugar en el que se dispersaban unas cuantas tiendas negras por varios puntos de la explanada, y en la cima de una pequeña colina rocosa que había a nuestra izquierda, perteneciente a los turcos, había una tribu nómada, que sólo contaba con aquel refugio… Unas cuantas cabras, ovejas y pequeños rebaños, junto con varios camellos y dos o tres enjutos caballos, pastaban cerca de sus tiendas27.
Poco a poco, el sueño avanza hacia su desenlace, al que nos acercamos tras ascender un pequeño repecho que Byron hace despuntar en la escarpada geografía del poema después del excurso dramático de la quinta estrofa: en lo que sin duda supone una modesta revancha personal contra aquella a la que considera «mi peor enemigo»28, su esposa Annabella Milbanke, el peregrino contrae matrimonio a sabiendas de que la «novia hidalga» no es en realidad «su destino» (en el sentido de esa estrella que se eleva románticamente en el horizonte individual para iluminar toda una vida: lo fue, para pesar del peregrino, de otra forma), mientras el recuerdo de la muchacha de la «mansión antigua» irrumpe en la ceremonia, haciendo dudar todavía más a ese abúlico contrayente que ha acudido a sus obligaciones ante el altar a sabiendas de que la única felicidad que podía hallar en este mundo centellea en la corona de esa otra mujer. Una vez más, en este pasaje se recrea un nuevo capítulo de la vida privada de Byron, su boda en Durham, celebrada el 2 de enero de 1815:
Esta conmovedora escena coincide tan estrechamente, en muchas de sus circunstancias, con su propio relato en prosa de la boda descrito en sus Memorias, que me siento justificado a introducirlo, a efectos históricos, aquí. En esas memorias Byron relataba su despertar, en la mañana de su matrimonio, presa de los más melancólicos pensamientos, al ver su traje de bodas extendido ante sí. En el mismo estado mental vagó a solas por el jardín, hasta que fue llamado para la ceremonia, y se reunió, por primera vez aquel día, con su novia y la familia de ésta. Se arrodilló, repitió las palabras después del clérigo; pero había una niebla ante sus ojos; sus pensamientos estaban en otra parte; y sólo le arrancaron de ese estado las felicitaciones de los circunstantes, momento en que comprendió que estaba casado29.

Desde el primer día, el matrimonio se vio acompañado de «malos augurios»30, que tan sólo unos meses después se hicieron realidad. Annabella Milbanke, tras un difícil año ejerciendo de lady Byron, partió con la pequeña Ada del hogar conyugal confiando en que en apenas unos días su marido se reuniría con ella en la casa que los padres de Annabella tenían en Kirkby, pero Byron prefirió retrasar su marcha para liquidar mientras tanto sus desorbitadas deudas (amasadas tras una larga racha de malas gestiones… y después de diez años recurriendo a inescrupulosos prestamistas) y deshacerse de las costosas habitaciones que el matrimonio ocupaba en el número 13 de Piccadilly Terrace. Es en ese breve lapso, entre el 15 de enero y el 2 de febrero de 1816, cuando empieza a fraguarse el rocambolesco episodio de la separación, cuya trama, en buena medida, sigue resultando hoy tan poco clara como entonces. Parece incomprensible que, después de todas esas notas amorosas que Annabella no cesó de enviarle durante el viaje, Byron recibiera una carta escrita por su suegro, Ralph Noel, en la que se le emplazaba con solemne cortesía a «separarse amistosamente» de lady Byron: «Una frase que no llego a entender del todo», escribió Byron, «pero que supongo significa algo así como una alianza hostil»31. No es menos incomprensible que las pocas cartas enviadas por Annabella desde Seaham, tras la primera demanda de separación, no muestren el menor rastro de la ternura que todavía le dedicaba a su llegada a Kirkby ―«si no estuviera siempre buscando a Byron por todas partes me encontraría mucho mejor gracias al aire del campo»32―, y que pasen tan bruscamente del amor a la indiferencia, y de ahí a una compasión casi en olor de santidad por el curioso inquilino de Piccadilly Terrace. «Mi determinación es tan libre como mi voluntad», escribió Annabella en una de esas cartas, «y si ahora que se consuma la pérdida ves valioso lo que antes despreciabas, te recuerdo que te considerabas el más miserable de los hombres cuando yo era tuya»33. Naturalmente, la reacción de Byron no se hace esperar: creyéndole culpable de la situación, dirige una carta al padre de Annabella en la que arremete contra él, su esposa y hasta los criados, afirmando que, o bien Annabella padece una doble personalidad imposible de conciliar con su rígido carácter ―por algo la llamará más tarde «la Medea matemática»34―, o bien «ha caído bajo una influencia que, por muy respetable que se quiera, no está reconocida en sus votos ante el altar»35. Exige una entrevista con Annabella, seguro de que sólo así acabará con el extraño hechizo que parece envolverla en la casa paterna, y al día siguiente le remite la primera de las cartas en las que le pide encontrarse con él. Nunca durante el año de su matrimonio ha podido insinuar que la despreciase, protesta Byron. Nunca en su vida se ha manifestado así, ni ante ella ni ante otros. Si eso es lo que cree, mucho ha tenido que cambiar en sólo veinte días, tanto que hasta le parece estar dirigiendo sus cartas a otra mujer. «Pero todo lo que digo resulta inútil, y todo lo que pueda decir, infructuoso», se lamenta al fin, ante el impenetrable silencio de su esposa. «Con todo, sigo aferrándome a los restos de mis esperanzas, antes de que éstas se hundan para siempre»36. La verdad es que tardaron poco en hundirse: Annabella se negó por última vez a responder, protegida por su corte de lacayos y doncellas con órdenes de interceptar las cartas procedentes «del peligroso adosado de Piccadilly»37, al menos las que aterrizaban en la casa por las vías ordinarias (Byron intentó repetidas veces que llegaran a manos de Annabella por medio de criados leales), lo que hizo subir al escenario un elenco de nuevos personajes que trataron de mediar entre las dos partes, aunque sin ninguna fortuna. Los amigos de Byron, más convencidos que él de que el matrimonio estaba muerto y enterrado, confiaban en que Annabella al menos aceptaría firmar un documento para desacreditar las calumnias que la sociedad londinense había hecho extender sobre su marido; pero los abogados de la familia prácticamente le arrebataron el papel de las manos, y a todas las siniestras maniobras que ya habían puesto en liza añadieron una más: bien fuera disfrazados de notarios, de mensajeros o de criados, rodearon a Byron de médicos al servicio de la causa del divorcio con el propósito de examinarlo de cerca y poder aportar en la corte pruebas irrefutables de su locura. Al final, Byron acabó por rendirse a la evidencia. La distancia que lo separaba de su mujer aumentaba con cada paso que daba, y ya no veía otra opción que abandonar sus intentos de una posible reconciliación. Estaba harto de escribir cartas apasionadas, que leía todo el mundo excepto Annabella y que eran utilizadas en su contra por no redactarlas «con un abogado pegado al hombro»38, estaba harto de ser pasto del desprecio y hasta de la violencia de quienes antes le colmaban de adulaciones (volvemos a El sueño: «los seres que le habían rodeado ya no estaban,/ o bien se habían alzado contra él; era la marca/ de lo infecto y la desolación, se le evitaba/ con desprecio y murmuraciones»), estaba harto de escribir sus poemas bajo la estrecha vigilancia de los usureros que dormían ante la puerta de su casa, aguardando pacientemente a que pusiera un pie en la calle para entrar en sus habitaciones y despojarle de cuanto pudiera cubrir una parte de sus deudas. Pese a todo, Byron siguió escribiendo insistentemente a Annabella, aunque ante la falta de respuestas empezó a adoptar un tono algo más frívolo. Por lo menos ahora era capaz de firmar una notita diciendo: «Espero que no me consideres poco sensible o indiferente, pues no es lo que pretendo, pero en esta como en tantas otras cosas de la vida uno no sabe si reír o llorar: claro que, mientras pueda, yo prefiero lo primero, por más que sea con una risa sardónica»39. O bien: «Hay un mundo más allá de Roma»40, aunque en ese mundo en el que se resistía a entrar ya sólo pudiera trabar amistad con las montañas41.
Más o menos al hilo de los sucesos reales, el poema crea un evidente paralelismo entre la debacle del matrimonio del peregrino y la locura que se apodera de «la dama de su amor», anunciada en la estrofa quinta y resuelta en la séptima, en una sucesión de imágenes fantasmagóricas («un aire que no es de nuestro mundo», «princesa de un reino de fantasía», «formas impalpables e invisibles/ a las miradas ajenas») que adelantan igualmente la soledad del peregrino, aunque vista desde un ángulo de pesadilla. Sin embargo, Byron no exageraba, ni siquiera a efectos literarios, al presentar aquel distorsionado retrato de la mujer por cuyos ojos había contemplado el mundo tan sólo unos años atrás. Las primeras brechas en la cordura de Mary habían comenzado a manifestarse a mediados de 1813, cuando su matrimonio mostraba ya las primeras fracturas y aquel joven lord que la había cortejado en su juventud se había convertido en el hombre más famoso y solicitado de Inglaterra. Confiándose a ese amor ―por alguna razón, estaba segura de que Byron todavía la amaba―, decidió escribirle una carta firmada sencillamente con el nombre de «Mary», a la que Byron, sorprendido, tardó en contestar, dudando de si se trataría realmente de la misma Mary de Annesley Hall con la que tanto había soñado en el verano de 1803. En una carta enviada casi de seguido a la anterior, Mary le solicitaba impacientemente un encuentro sin testigos, algo, añadió, que «el mundo condenaría», pero la «ansiedad por verte se debe a un buen motivo»:
Los rumores ya te habrán hecho saber de los tristes cambios que últimamente he experimentado… Ahora apenas reconocerías en mí a la dichosa criatura que trataste una vez. Me he vuelto tan delgada, tan pálida y melancólica… Ciertamente has visto mucho del mundo, yo muy poco; la pequeña parte que he tenido la oportunidad de observar me asquea: creía mucho en la gente, y en general esperaba mucho de ella, al juzgarla desde mi propio corazón42.
El tono amargo de esta última frase ―que guarda un curioso parecido con una de las primeras anotaciones diarísticas de Byron, escrita dos años antes43― se repetía en la posdata con un eco desconcertante, pero cuyo sentido sólo se manifestaría cuando Mary fuera ya un caso perdido, una pálida sombra entre médicos y pócimas para combatir la melancolía: «¿Por qué me has franqueado la carta? Vivimos tiempos peligrosos, y debo ser muy circunspecta. Si me escribes de nuevo, no lo hagas44». Nada de nombres o direcciones: sólo el lamento de un fantasma a otro fantasma, como prisioneros encerrados en las torres de un mismo castillo. Pero en su deseo de ser escuchada Mary calculó mal: Byron, que tenía sus bandejas repletas de invitaciones a las mejores casas de Londres, y las puertas de muchos dormitorios abiertas de par en par sin que aguardasen al otro lado las quejas de ninguna mujer, se aburría sólo de pensar en un encuentro con ella. Aquella casada ansiosa, de caligrafía inquieta, que escribía como si alguien pudiera leer sus palabras por encima del hombro, sólo hablaba de su pésima salud, de la felicidad que ya jamás recobraría, del pasado que ambos habían compartido, de la opinión que el mundo tendría de ella; también (consciente de que se movía entre astutos carceleros) del sigilo que Byron debía poner en sus movimientos cuando abandonara de una vez sus reticencias y aceptara su invitación: demasiada realidad, en definitiva, para alguien que vivía soñando con piratas, con príncipes de la luna, entrando y saliendo de palacios de cristal. Incluso si se hubiera mostrado perfectamente cuerda, Byron se lo habría pensado dos veces antes de correr a su encuentro. ¿Para qué arruinar un recuerdo feliz? Aún era capaz de «guardar en la memoria» la «imagen ideal» de una niñita a la que había amado perdidamente con poco más de ocho años, y a la que se aferraba como a una suerte de talismán que le protegía contra el olvido, las miserias del presente y las sombras de la edad adulta. «Me produciría mucha congoja verla ahora», reconocía en las páginas de su primer diario: «la realidad, por bella que fuese, destruiría, o al menos confundiría, los rasgos de la adorable Peri que entonces existió en ella y que todavía vive en mi imaginación, a más de dieciséis años de distancia. Ahora tengo veinticinco y unos cuantos meses…»45. A Mary, sin embargo, había tenido que verla «convertida en la novia de otro»46, cinco años después del verano relatado en El sueño, y con eso, al parecer, ya había visto bastante.
No contestó de inmediato, pero sí se refirió a los infortunios de Mary en una carta a Annabella Milbanke, con quien mantenía un inclasificable intercambio epistolar desde hacía siete meses, una mezcla de amistad platónica, confesión sacramental y forzado galanteo que llevaría a Byron a hacer sin muchas ganas una propuesta de matrimonio (rechazada) y a Anabella a entender como propuesta lo que no era sino una notita bastante ambigua, y no una petición de mano formalmente presentada (que sin embargo, para sorpresa de Byron, ella aceptó como tal):
Hace poco he podido ver un singular ejemplo de mala fortuna. Habrás oído tal vez que durante mi infancia mantuve una estrecha intimidad con la familia de mis vecinos más próximos, en especial la heredera de una casa muy antigua… Es dos años mayor que yo, y, en consecuencia, en una época tan temprana cualquier propuesta de matrimonio por mi parte hubiera resultado impensable, aunque por la cercanía de nuestras tierras ―y otras circunstancias sin mayor importancia― era de suponer que nuestra unión entraba en las probabilidades de la vida humana… Varios años han pasado de aquello, y ella se ha separado finalmente de su marido, tras las continuas disensiones enteramente suscitadas por la desatención de él y, me temo, a causa de otros agravios bastante más serios… Por primera vez en muchos años he sabido de ella: desea verme. Nada impropio hay en esa petición… y aunque no dudo de ella, sí dudo de mí, o al menos de lo que pueda pasar si reviven mis sentimientos más que de las consecuencias que puedan resultar de ello47.
Siguiendo el consejo de su hermana, a la que también había puesto al corriente acerca de las vicisitudes de su antigua vecina de Nottingham, Byron evitó encontrarse con Mary48, y se limitó a enviarle un recuerdo como muestra de agradecimiento por el pequeño portamonedas que ella le había remitido en una de sus cartas de abril. El regalo consistió en un sello que conmemoraba el viaje de ambos a Matlock, «en los días verdaderamente más felices de mi vida, y créeme que a menudo los recuerdo con mucha nostalgia»49. Byron no podía ignorar que aquella declaración inflamaría aún más la impaciencia de Mary por reunirse con él, un deseo que manifestaría sin cesar en las más de cincuenta cartas que le remitió a lo largo de seis meses, y que él fue esquivando o rechazando con paralela diligencia, sin saber, por supuesto, de los desastrosos resultados que su indiferencia acarrearía en la desdichada Mary. Tan sólo unos meses después, el «amargo destino» de aquella joven de «veintiocho años», «leal e irreprochable», «preciosa» heredera de «la vasta fortuna de una antigua familia»50, tuvo el colofón al que entre líneas apuntaban sus cartas, siempre con ese aire de haber sido escritas arrojando impacientes miradas de reojo a las sombras que se movían por su dormitorio: «¡La pobre Mrs. Chaworth se ha vuelto loca y está en la ciudad!», escribía un estupefacto Byron a lady Melbourne, desde Newark, el 31 de octubre de 1814. «La locura le sobrevino en Hastings, en la casa en la que nos sucedía a Augusta y a mí como inquilina. Todavía está enferma, y mucho me temo que no sólo su cordura corre peligro: también su vida»51. La abrupta frase y la escueta rúbrica con que termina la carta dejaban entrever que la noticia había afectado a Byron más de lo que él mismo esperaba, y pasó los siguientes días en Seaham aparentemente incapaz de retomar el contacto con sus corresponsales.
Sin duda debió saber de la posterior recuperación de Mary, que tuvo lugar poco después de su luna de miel ―o «luna de melaza»52, como terminaría por calificarla―, y a sólo unas semanas de que la reciente lady Byron coincidiera con ella en casa de lady Melbourne o tal vez de lady Caroline Lamb. Annabella, que desde su matrimonio con Byron había descubierto que también ella poseía uñas, la reconoció enseguida. En una carta la definió con un celoso epíteto («gata de aspecto siniestro»), que sorprende no poco viniendo de una muchacha célebre por su gelidez. «Hasta la propia Caroline» (célebre, dicho sea de paso, por todo lo contrario que Annabella) «parecía virtuosa a su lado»53. Quizá la recuperación de Mary lo fue sólo a efectos de poder asistir a alguna que otra fiesta de sociedad sin hacer ninguna escena, pero es evidente que para Byron, más allá de un criterio puramente argumental, la realidad ya no tenía cabida en el poema. El súbito eclipse de la «luminaria de Annesley» presta un significado más profundo, de un carácter pseudomístico, a la estrofa octava, esa soledad del peregrino ante una naturaleza desatada que lo acoge en el regazo de las montañas y le susurra al oído todos sus secretos, versos de los que emana el enigma definitivo del poema: si la demencia de la amada es descrita como «el telescopio de la verdad», que acerca a la mirada los objetos de la realidad en su versión más cruda y dolorosa, el peregrino ha alcanzado un grado similar de iluminación, siguiendo el camino de la desesperación y la pérdida. El viaje ha tocado a su fin, en definitiva, y el mundo y sus misterios ―abierto «de par en par el libro de la noche»― quedan por fin explicados. Pero es a partir de este punto que el enigma se vuelve indescifrable. Las divagaciones metafísicas, en su mayor parte préstamos de Wordsworth vía Shelley, no eran desde luego el fuerte de Byron (su metafísica «no era para el entendimiento de todo el mundo», y a veces la abordaba desde el «más fiero estilo»: ¿aclara eso las cosas?), y aunque no puede decirse que fracase a la hora de crear esa sensación de terror cósmico que hubo de agitar al peregrino al escuchar las voces del abismo, o al ver abrirse ante sí ese misterioso libro de la noche, sí es cierto que para el lector no resulta tan clara la relación entre ese abandonarse de un hombre calumniado a los elementos naturales y la revelación de un gran misterio, y sólo el hecho de que el poema relate (supuestamente) las imágenes de un sueño permite dar por bueno lo que no deja de ser un sintético jeroglífico.
Existe una Rosetta, sin embargo, que despeja muchas dudas: hablo de unos versos del tercer canto de Childe Harold compuestos sólo unos meses atrás, donde el peregrino Harold, como el protagonista de El sueño, también entabla amistad con las montañas, hace del océano su hogar, arrebata a los climas azules su vigor para poder seguir viviendo, estudia las estrellas «igual que los caldeos», o busca la compañía de «desiertos, fuentes y cavernas», que le «hablan en un lenguaje común, más lúcido que los libros/ de su lengua natal, a la que renunció a menudo/ a cambio de las páginas de la Naturaleza»: de nuevo un compendio de fuerzas elementales que se ofrecen a su vagar sin rumbo con un nuevo resplandor. Todo ello, al contrario de lo que sucede en esas estrofasextremadamente condensadas de El sueño, converge en Childe Harold en la explicación siguiente:
Saber, simplemente, que Harold vivía en vano,
que todo había acabado a este lado de la tumba,
convirtió la desgracia en un hecho risible,
y por más feroz que fuese…
… le inspiraba una dicha que no iba a reprimir54.
Sí: «convirtió la desgracia en un hecho risible…». ¿Pero fue realmente así? El distanciado desafecto del peregrino, capaz de reírse de su propia sombra, contrasta con lo que Byron afirmaba en las páginas de su diario de Suiza (tengamos esto en cuenta: fue escrito para su hermana Augusta) el 28 de septiembre de 1816, tres meses después de haber puesto punto final a El sueño y al tercer canto de Childe Harold:
Pero, con todo, el recuerdo de ciertas amarguras, y muy especialmente de recientes y más domésticos desconsuelos, que habrán de acompañarme mientras viva, me han asaltado aquí, y ni la música del pastor, el estrépito de la avalancha o el torrente, la montaña, el glaciar, el bosque o la nube, han logrado por un instante aliviar el peso de mi corazón, ni me han permitido perder mi propia y maltrecha identidad en la majestad y el poder y la gloria que hay a mi alrededor, encima y debajo de mí. Ya no me afectan los reproches, y hay un tiempo para cada cosa: ya he superado el deseo de venganza, y no sé de nadie que haya pasado por lo que yo he sufrido55.
¿Estamos entonces ante las primeras señales de ruptura entre autor y personaje? El reencuentro con la naturaleza no le ha aclarado tantas cosas a Byron como a sus peregrinos, y menos aún que «la desgracia sea algo risible». Ellos podrán burlarse de sus propios infortunios; él no. Para ellos y para él, el hombre y sus miserias ya quedan al otro lado de la tumba, pero mientras que para los peregrinos existe una nueva oportunidad de regresar (aunque sin la posibilidad de poder volver a sentir algo) a la corriente de la vida general, a Byron sólo le queda contemplar el mundo con una serena sensación póstuma56, como si él mismo fuera ya un fantasma y la vida material se hallara en algún lugar remoto más allá de su alcance. De esa manera oblicua Byron terminó por convertirse, a efectos literarios, en el vampiro que, con algunas reticencias ―«los conocí en Mitilene, pero no estoy autorizado a divulgar sus secretos»57―, afirmaba no ser. Sus peregrinos se revelan como muertos vivientes, máscaras de Werther con un salvoconducto temporal para volver a la tierra, aunque sin la capacidad de sentir, excepto para burlarse de los afanes humanos. Byron, que tenía que seguir viviendo sin saber por qué, ni siquiera reconocía en su propio sentir ese consuelo.
Walter Scott consideraba que El sueño estaba escrito «con la misma maestría poética» de Childe Harold, si bien se lamentaba (con razón) de «la oscuridad con que se relata la visión»58 de la octava estrofa. Thomas Moore indicó en su monumental biografía de Byron que su composición ―«el más amargo, aunque pintoresco, “relato de una vida errante” que haya salido jamás de la pluma o el corazón de un hombre»― le costó a su autor «más de una lágrima»59. John Cordy Jeaffreson, más prosaico que el resto, afirmaba tajantemente que el poema era «una adorable y elaborada impostura, escrita para persuadir a la humanidad de que [Byron] nunca había amado a la mujer [Annabella Milbanke] cuyo corazón ansiaba recuperar»60, e incluso que carecía de «valor autobiográfico, salvo como una prueba del modo en el que el poeta disfrutaba en valorar ciertos pasajes de su vida, dieciocho meses después de la boda. Un sueño, tan falso con respecto a los hechos como por lo común son los sueños»61. Real o soñada, Byron volvería a hablar de Mary, y de aquel melancólico verano de 1803, sólo un año antes de su muerte. Sus palabras pintan un retrato bastante descreído de la naturaleza angélica de la mujer, pero precisamente por distanciarse con tanta frialdad de todo romanticismo nos sirven para entender de dónde viene la reelaboración de los hechos reales presentes no ya en El sueño, sino en prácticamente la totalidad de la obra poética de Byron:
¡Eran días de amor novelesco! Mary representaba el beau idéal de todo aquello que mi fantasía adolescente pintaba con los colores de la belleza; y todo cuanto he escrito sobre la naturaleza celestial de las mujeres lo he extraído de la perfección que mi imaginación creó para ella: he dicho «creó», pues terminé comprendiendo que Mary, como el resto de su sexo, era cualquier cosa excepto angélica62.
Mary Ann Chaworth-Musters se reconcilió con su marido en 1817. En 1832, unos alborotadores procedentes de Nottingham saquearon Colwick Hall, la mansión en la que vivían los Musters, y Mary y sus hijas se vieron obligadas a ocultarse entre los arbustos. La salud de Mary se vio tan afectada que murió al cabo de unas semanas, a los cuarenta y seis años de edad63.

THE DREAM
I
Our life is twofold: Sleep hath its own world,
A boundary between the things misnamed
Death and existence: Sleep hath its own world,
And a wide realm of wild reality,
And dreams in their developement have breath,
And tears, and tortures, and the touch of Joy;
They leave a weight upon our waking thoughts,
They take a weight from off our waking toils,
They do divide our being; they become
A portion of ourselves as of our time,
And look like heralds of Eternity ;
They pass like spirits of the past,—they speak
Like Sibyls of the future; they have power—
The tyranny of pleasure and of pain ;
They make us what we were not—what they will,
And shake us with the vision that’s gone by,
The dread of vanished shadows—Are they so?
Is not the past all shadow?—What are they ?
Creations of the mind?—The mind can make
Substance, and people planets of its own
With beings brighter than have been, and give
A breath to forms which can outlive all flesh.
I would recall a vision which I dreamed
Perchance in sleep—for in itself a thought,Ç
A slumbering thought, is capable of years,
And curdles a long life into one hour.
II
I saw two beings in the hues of youth
Standing upon a hill, a gentle hill,
Green and of mild declivity, the last
As ‘twere the cape of a long ridge of such,
Save that there was no sea to lave its base,
But a most living landscape, and the wave
Of woods and cornfields, and the abodes of men
Scattered at intervals, and wreathing smoke
Arising from such rustic roofs;—the hill
Was crowned with a peculiar diadem
Of trees, in circular array, so fixed,
Not by the sport of nature, but of man:
These two, a maiden and a youth, were there
Gazing—the one on all that was beneath
Fair as herself—but the Boy gazed on her;
And both were young, and one was beautiful:
And both were young—yet not alike in youth.
As the sweet moon on the horizon’s verge,
The Maid was on the eve of Womanhood;
The Boy had fewer summers, but his heart
Had far outgrown his years, and to his eye
There was but one beloved face on earth,
And that was shining on him: he had looked
Upon it till it could not pass away;
He had no breath, no being, but in hers;
She was his voice; he did not speak to her,
But trembled on her words; she was his sight,
For his eye followed hers, and saw with hers,
Which coloured all his objects:—he had ceased
To live within himself; she was his life,Ç
The ocean to the river of his thoughts,
Which terminated all: upon a tone,
A touch of hers, his blood would ebb and flow,
And his cheek change tempestuously—his heart
Unknowing of its cause of agony.
But she in these fond feelings had no share:
Her sighs were not for him; to her he was
Even as a brother—but no more; ‘twas much,
For brotherless she was, save in the name
Her infant friendship had bestowed on him;
Herself the solitary scion left
Of a time-honoured race.—It was a name
Which pleased him, and yet pleased him not—and why?
Time taught him a deep answer—when she loved
Another: even now she loved another,
And on the summit of that hill she stood
Looking afar if yet her lover’s steed
Kept pace with her expectancy, and flew.
III
A change came o’er the spirit of my dream.
There was an ancient mansion, and before
Its walls there was a steed caparisoned:
Within an antique Oratory stood
The Boy of whom I spake;—he was alone,
And pale, and pacing to and fro: anon
He sate him down, and seized a pen, and traced
Words which I could not guess of; then he leaned
His bowed head on his hands, and shook as ‘twere
With a convulsion—then arose again,
And with his teeth and quivering hands did tear
What he had written, but he shed no tears.
And he did calm himself, and fix his brow
Into a kind of quiet: as he paused,
The Lady of his love re-entered there;
She was serene and smiling then, and yet
She knew she was by him beloved—she knew,
For quickly comes such knowledge, that his heart
Was darkened with her shadow, and she saw
That he was wretched, but she saw not all.
He rose, and with a cold and gentle grasp
He took her hand; a moment o’er his face
A tablet of unutterable thoughts
Was traced, and then it faded, as it came;
He dropped the hand he held, and with slow steps
Retired, but not as bidding her adieu,
For they did part with mutual smiles; he passes
From out the massy gate of that old Hall,
And mounting on his steed he went his way;
And ne’er repassed that hoary threshold more.
IV
A change came o’er the spirit of my dream.
The Boy was sprung to manhood: in the wilds
Of fiery climes he made himself a home,
And his Soul drank their sunbeams: he was girt
With strange and dusky aspects; he was not
Himself like what he had been; on the sea no
And on the shore he was a wanderer;
There was a mass of many images
Crowded like waves upon me, but he was
A part of all; and in the last he lay
Reposing from the noontide sultriness,
Couched among fallen columns, in the shade
Of ruined walls that had survived the names
Of those who reared them; by his sleeping side
Stood camels grazing, and some goodly steeds
Were fastened near a fountain; and a man
Clad in a flowing garb did watch the while,
While many of his tribe slumbered around:
And they were canopied by the blue sky,
So cloudless, clear, and purely beautiful,
That God alone was to be seen in Heaven.
V
A change came o’er the spirit of my dream.
The Lady of his love was wed with One
Who did not love her better:—in her home,
A thousand leagues from his,—her native home,
She dwelt, begirt with growing Infancy,
Daughters and sons of Beauty,—but behold!
Upon her face there was the tint of grief,
The settled shadow of an inward strife,
And an unquiet drooping of the eye,
As if its lid were charged with unshed tears.
What could her grief be?—she had all she loved,
And he who had so loved her was not there
To trouble with bad hopes, or evil wish,
Or ill-repressed affliction, her pure thoughts.
What could her grief be?—she had loved him not,
Nor given him cause to deem himself beloved,
Nor could he be a part of that which preyed
Upon her mind—a spectre of the past.
VI
A change came o’er the spirit of my dream.
The Wanderer was returned.—I saw him stand
Before an Altar—with a gentle bride;
Her face was fair, but was not that which made
The Starlight of his Boyhood;—as he stood
Even at the altar, o’er his brow there came
The self-same aspect, and the quivering shock
That in the antique Oratory shook
His bosom in its solitude; and then—
As in that hour—a moment o’er his face
The tablet of unutterable thoughts
Was traced,—and then it faded as it came,
And he stood calm and quiet, and he spoke
The fitting vows, but heard not his own words,
And all things reeled around him; he could see
Not that which was, nor that which should have been—
But the old mansion, and the accustomed hall,
And the remembered chambers, and the place,
The day, the hour, the sunshine, and the shade,
All things pertaining to that place and hour
And her who was his destiny, came back
And thrust themselves between him and the light:
What business had they there at such a time?
VII
A change came o’er the spirit of my dream.
The Lady of his love; —Oh! she was changed
As by the sickness of the soul; her mind
Had wandered from its dwelling, and her eyes
They had not their own lustre, but the look
Which is not of the earth; she was become
The Queen of a fantastic realm; her thoughts
Were combinations of disjointed things;
And forms, impalpable and unperceived
Of others’ sight, familiar were to hers.
And this the world calls frenzy; but the wise
Have a far deeper madness—and the glance
Of melancholy is a fearful gift;
What is it but the telescope of truth?
Which strips the distance of its fantasies,
And brings life near in utter nakedness,
Making the cold reality too real!
VIII
A change came o’er the spirit of my dream.
The Wanderer was alone as heretofore,
The beings which surrounded him were gone,
Or were at war with him; he was a mark
For blight and desolation, compassed round
With Hatred and Contention; Pain was mixed
In all which was served up to him, until,
Like to the Pontic monarch of old days,
He fed on poisons, and they had no power,
But were a kind of nutriment; he lived
Through that which had been death to many men,
And made him friends of mountains: with the stars
And the quick Spirit of the Universe
He held his dialogues; and they did teach
To him the magic of their mysteries;
To him the book of Night was opened wide,
And voices from the deep abyss revealed
A marvel and a secret—Be it so.
IX
My dream was past; it had no further change.
It was of a strange order, that the doom
Of these two creatures should be thus traced out
Almost like a reality—the one
To end in madness—both in misery.
EL SUEÑO
I
Vivimos dos veces. El sueño encierra un mundo,
frontera entre las cosas mal llamadas
muerte y existencia: el sueño encierra un mundo,
y un vasto territorio de realidad indómita,
y mientras se construye tiene vida,
y llantos, y suplicios, y una incierta alegría.
Aflige con su peso la reflexión diurna,
despoja de su peso a nuestro diurno errar,
divide nuestro ser, y se convierte
en parte de nosotros y de nuestros instantes,
semejante a un heraldo de la eternidad.
Los sueños son espectros del pasado, hablan
como sibilas del futuro. Es ese su poder:
tiranos del placer y del dolor, nos muestran
no tal y como somos, sino a su voluntad,
turbándonos entre visiones del ayer.
Amenazas de sombras del pasado: ¿es eso lo que son?
¿No es el pasado sombra? ¿Qué serán?
¿Creaciones de la mente? La mente puede crear
sustancia, y poblar planetas de su propia invención
con seres tan radiantes como nunca se vieron,
y dar aliento a formas ajenas a la carne.
Quiero contar ahora una visión que tuve
casualmente en un sueño: pues en él una idea,
una imagen soñada, puede abarcar un siglo,
y plasmar una vida en una sola hora.
II
Veía un par de seres en plena juventud,
allá en una colina, una colina suave,
verde y poco empinada, la última de todas,
como si fuera el cabo de un macizo de alcores,
solo que ningún mar lamía allí su base,
sino una geografía pletórica de vida: el ondear
de bosques y maizales, las moradas del hombre
dispersas a intervalos, y el rizado humo
que se alzaba de tan rústicos techos. La colina
tenía por corona una curiosa diadema
de árboles en formación elíptica, dispuestos
no por un natural capricho, sino por el del hombre:
los dos, una chica y un joven, se habían detenido,
la una a mirar cuanto había allá abajo,
radiante como ella; a ella, en cambio, la contemplaba el chico.
Ambos eran muy jóvenes, y una era hermosa;
ambos eran muy jóvenes, pero no igual de jóvenes.
Como la dulce luna que besa el horizonte,
en la muchacha alboreaban las formas de mujer.
El chico no tenía aún tantos abriles, pero su corazón
había envejecido más allá de sus años, y a sus ojos
no había más que un rostro adorado en el mundo,
y ese rostro brillaba para él: lo había mirado
tanto que apenas veía ya otra cosa.
No tenía aliento, ni vida, sino en ella.
Ella era su voz. No se atrevía a hablarla,
y aun le hacía temblar cada palabra suya: ella era sus ojos,
pues miraba con ella cuanto ella miraba,
objetos que teñía de algún nuevo color. Había dejado
de vivir en sí mismo: ella era su vida,
un mar para el río de sus pensamientos,
allí donde todo finalmente acababa. A su voz,
a un roce suyo, refluía su sangre,
y ardían sus mejillas apasionadamente. Su alma
ignoraba el motivo de semejante agonía.
Pero ella era ajena a sentimientos tan tiernos:
sus miradas no iban dirigidas a él. Para ella era
poco más que un hermano, y ya era mucho,
pues carecía de hermanos, salvo por aquel nombre
con que le había obsequiado en su infantil amistad:
última descendiente que quedaba
de una estirpe de largo abolengo. Era un nombre
que a él le agradaba y a la vez disgustaba. ¿Y por qué?
El tiempo le enseñó la respuesta precisa cuando ella amó
a otro; en ese mismo instante ella amaba ya a otro,
y en la cumbre de aquella colina se afanaba
en mirar a lo lejos, cual si el corcel de su amante
respondiera a sus ansias, y acudiera al galope.
III
Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.
Había una mansión antigua, y un corcel
engualdrapado delante de sus muros:
en un viejo oratorio se encontraba
el chico del que he hablado; estaba solo,
y pálido, y andaba de un lado para otro. De improviso
tomó asiento, cogió una pluma, y escribió
palabras que no pude distinguir; luego inclinó
la abatida cabeza entre las manos, agitado
como por una convulsión. Se alzó de nuevo,
y con dientes y manos temblorosas desgarró
aquello que había escrito, mas sin romper en llanto;
imponiéndose calma, relajó su semblante
en algo parecido a la paz, y al recobrarse,
allí reapareció la dama de su amor.
Estaba sonriente y serena, y aun así
no ignoraba el amor que él sentía por ella. No ignoraba,
pues tal conocimiento llega aprisa, que el alma
de su amigo la eclipsaba su sombra, y veía
lo mucho que sufría, aunque no lo vio todo.
Se puso el chico en pie, y con tacto frío y dulce
la tomó de la mano; por un instante le asomaron al rostro,
como en una tablilla, palabras indecibles,
desleyéndose al punto, tal y como surgieron.
Dejó caer la mano, y con pasos pausados
se marchó, mas no como si aquello fuese una despedida,
pues con mutuas sonrisas ambos se separaron. Atrás dejaba
el sólido portón de aquella vieja sala,
y a lomos del corcel emprendió su camino.
y nunca más cruzó aquel vetusto umbral.
IV
Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.
El chico ya era un hombre. En lo más fiero
de climas implacables construyó su hogar,
y el alma hizo abrevar en los rayos del sol: adquirió
unos rasgos extraños y atezados. Ya no era
el mismo que había sido. En el océano
y en tierra firme era un peregrino.
Hubo una mezcolanza de innúmeras imágenes
alzándose ante mí como las olas, pero él
formaba parte de ellas, y en la última
reposaba del ardiente resol del mediodía,
reclinado entre columnas caídas, a la sombra
de derruidos muros que habían sobrevivido
a los nombres de quienes los alzaron: dormido,
a su lado pastaban los camellos, y soberbios corceles
se hallaban atados al lado de una fuente; y un hombre
envuelto en amplias ropas vigilaba entretanto,
en tanto dormitaban los otros de su tribu.
Les servía de palio la bóveda celeste,
tan prístina, tan limpia, tan puramente hermosa,
que a Dios se hubiera visto allá en el Paraíso.
V
Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.
La dama de su amor casó con alguien
que no la amaba tanto; en su hogar,
a mil leguas de él, su hogar nativo,
vivía rodeada de numerosos niños,
hijos de la Belleza, ¡mas mirad!
En su rostro se advierte un atisbo de dolor,
la sombra ya continua de una lucha interior,
y una intranquila pesadez en sus párpados,
cual si llevase en ellos sus reprimidas lágrimas.
¿Qué podía afligirla? Tenía cuanto amaba,
y aquel que la adoró no estaba junto a ella
para turbar con torvos deseos o esperanzas,
o mal guardado afecto, sus puros pensamientos.
¿Qué podía afligirla? Ella nunca lo amó,
ni le dio una razón para creerse amado,
ni podía ser parte de aquello que su mente
había trastornado: no era sino un espectro del pasado.
VI
Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.
Había regresado el peregrino. Le vi en pie
ante un altar, junto a una novia hidalga.
Era blanca su tez, mas no era el mismo rostro
que fue como una estrella en su niñez; incluso ahora,
erguido ante el altar, vinieron a su frente
idénticas arrugas y el temblor agitado
que en el viejo oratorio convulsionó
su pecho solitario; y otra vez,
como entonces, le asomaron al rostro,
cual en una tablilla, palabras indecibles,
desleyéndose al punto, tal y como surgieron.
Sosegado y tranquilo, pronunció
los votos oportunos, mas no se oyó decirlos,
y todo daba vueltas, y vueltas. No veía
ni lo que había, ni lo que debería haber,
sino la vieja casa. Y el familiar salón,
las recordadas cámaras, el sitio,
el día y hora, la luz del sol, la sombra,
todo cuanto asociaba al lugar y el momento
y a aquélla que era su destino, regresaron
a interponerse ahora entre él y la luz:
¿qué les traía allí, justo en aquella hora?
VII
Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.
La dama de su amor, ¡oh!, había cambiado
como enferma del alma. La cordura
había abandonado su morada, y sus ojos
ya no tenían el lustre acostumbrado, sino un aire
que no es de nuestro mundo. Se había convertido
en princesa de un reino de la imaginación: sus ideas
eran combinaciones de cosas inconexas,
y formas impalpables e invisibles
a los ojos ajenos se hicieron familiares a los suyos.
Y a esto el mundo lo llama desvarío… Pero al sabio
lo aflige una locura mucho más profunda, y la mirada
de la melancolía es un don tenebroso:
¿qué es sino el telescopio de la verdad,
que desmonta la distancia de sus fantasías,
y acerca la vida en su desnudez más pura,volviendo la fría realidad aún más real?
VIII
Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.
El peregrino se hallaba tan solo como siempre,
los seres que le habían rodeado ya no estaban,
o bien se habían alzado contra él. Era la marca
de lo infecto y la desolación. Se le evitaba
con desprecio y calumnias. El dolor se mezclaba
en todo cuanto le era ofrecido, hasta que igual
que el póntico rey de los siglos pasados,
se nutrió de venenos, que ya no poseían
más poder que no fuera el servir de alimento. Vivió
lo que hubiera sido la muerte para muchos,
y trabó amistad con las montañas: con los astros
y el alígero Espíritu del Cosmos
mantuvo sus diálogos. Compartieron
con él su magia y sus misterios. Para él
se abrió de par en par el libro de la noche,
y las voces del abismo profundo revelaron
una maravilla y un secreto. Que así sea.
IX
Pasó mi sueño; ya no hubo más cambios.
Es ciertamente extraño que el destino
de esas dos criaturas se resolviera así,
casi como una realidad: ella
terminó en la locura, ambos en la desgracia.
Lorenzo Luengo ha publicado las novelas La reina del mediodía (Fundación José Luis Cano, 2002), El quinto peregrino (Pre-textos, 2009), Amerika (Anaya, 2009), Abaddon (Anaya, 2013) y El dios de nuestro siglo (Seix Barral, 2017), las colecciones de relatos El satanismo contado a los niños (Tropo, 2014) y La biblia de los idiotas (Marelle, 2025), así como una edición anotada de Myths of Greece and Rome, de Jane Ellen Harrison, con el título La piel bajo el mármol (Siruela, 2022), una edición crítica de los diarios de Nathaniel y Sophia Hawthorne en Concorde (Diarios en la vieja rectoría, Siruela, 2022) y la primera edición completa en español de los Diarios de Lord Byron (Galaxia Gutenberg, 2017) y de sus Obras en prosa (Renacimiento, 2024).
.
- Byron, Diarios (Galaxia Gutenberg, 2008), pág. 105.
- The Works of Lord Byron (John Murray, 1835), vol. X, pág. 243.
- Leslie A. Marchand, Byron’s Letters and Journals (John Murray; Londres, 1973), vol. V, pág. 87.
- Ibídem, pág. 160.
- La referencia que doy aquí pertenece a la recopilación The Modern British Essayists (A. Hart, late Carey & Hart, 1852), vol. VI, p. 445, aunque la crítica original apareció en Edinburgh Review (diciembre 1816), vol. XVI.
- Ibídem, pág. 434.
- Ibídem, pág. 445.
- Para muchas de esas comparaciones, crf. Byron, Diarios (Galaxia Gutenberg, 2008), págs. 223-4. Según Teresa Guiccioli (My Recollections, 1869; I,ii, pág. 66), la comparación con el jarrón la hizo Walter Scott, refiriéndose a su cabeza.
- Marchand, op. cit., vol. V, págs. 185-6.
- Thomas Moore, Notices of the Life of Lord Byron (Lippincott, Grambo & Co. Philadelphia, 1855), pág. 150.
- Cfr. Leslie A. Marchand, Byron’s Letters and Journals (John Murray; Londres, 1973), vol. VI, pág. 236.
- Lady Frances Shelley, en 1879, anotó lo siguiente al pie de una carta escrita en 1815, en la que hablaba de la relación entre Byron, Augusta y Lady Byron y aludía a los rumores del incesto: «Volviendo la vista atrás a aquel día (…), no tenía yo razones para pensar que lord Byron fuera a ser infeliz en su matrimonio. La ridícula acusación que ha pesado recientemente sobre Mrs. Augusta Leigh me parece a mí, que la conozco tan bien, el colmo del absurdo. Era lo que llamaríamos una mujer muy religiosa; y sus sentimientos hacia Byron eran los de una hermana mayor hacia un niño malcriado».
- Los detalles del duelo y del juicio aparecen en The Trial of William Lord Byron, Baron Byron of Rochdale, for the murder of William Chaworth, Esq.; before the Right Honourable the House of Peers, in Westminster-Hall, in Full Parliament. Publicado por orden de la Cámara de los Lores. Londres, 1765. La única reimpresión prácticamente íntegra de dicho texto que he podido localizar aparece en la amplia biografía de George Clinton, Memoirs of the Life and Writings of Lord Byron (1825), págs. 17-23.
- Esta obra fue propiedad del coleccionista y embajador de Brasil en Washington D. C., Salvador de Mendonca, y únicamente apareció reproducida en Byron the Poet, ed. Walter A. Briscoe (London, 1924) y en Munsey’s Magazine (vol. XVII, n.º 3, 1897). Su pista se perdió en 1890 tras la subasta de la colección de reliquias byronianas que habían estado en posesión de Mendonca, entre ellas una miniatura del poeta Pope, un retrato bastante desconocido de Byron que había pertenecido a Walter Scott, obra de Alfred Chalon, un anillo con una miniatura de lady Byron, un frasquito de perfume con aceite de rosas y una pitillera de oro. En la época en que Mendonca se hizo con esa colección de byroniana el frasquito aún desprendía un suave olor.
- Comparemos ese «a slumbering thought is capable of years/ and curdles a long life into one hour» de la primera estrofa con el «phénomène d’espace analogue à celui du temps qui concentre un siècle d’action dans une minute de rêve» en Aurélia, I, iv. Nerval también habla del sueño como «una segunda vida».
- The Works of Lord Byron (ed. por Ernest Hartley Coleridge; John Murray, 1901), vol. IV, pág. 31.
- «No puedo devolverle a la escuela, aunque he hecho todo lo que ha estado en mi mano durante las últimas seis semanas. Que yo sepa, no sufre ninguna indisposición, excepto el amor, un amor desesperado, la peor de todas las enfermedades, en mi opinión. En pocas palabras, el jovencito está locamente enamorado de Miss Chaworth, y no ha permanecido conmigo ni tres semanas en todo el tiempo que ha pasado en el condado, pues dilapida todo su tiempo en Annesley». Carta de Catherine Gordon a John Hanson, 30 de octubre de 1803. Leslie A. Marchand, Byron, a Biography (Knopf, New York, 1957), pág. 77.
- Washington Irving, Abbotsford & Newstead Abbey (The Century Co., 1835), págs. 43-44.
- Leslie A. Marchand, Byron’s Letters and Journals (John Murray; Londres, 1973), vol. IX, pág. 34. Citado en Byron, Diarios (Galaxia Gutenberg, 2018), pág. 257-8.
- Percival Skelton, The Home and Grave of Byron. La edición que cito es la que aparece en la revista Once a Week (junio de 1860), vol. II, pág. 542.
- Moore, op. cit., pág. 46. Aunque Hobhouse, en su ejemplar privado de la biografía de Moore, escribió en uno de los márgenes la frase «No me creo esta historia», la fuente original de la que Moore extrajo la anécdota pertenecía a las memorias de Byron.
- Washington Irving, Abbotsford & Newstead Abbey (The Century Co., 1835), pág. 47.
- El contenido de la estrofa sugiere que esa fue la última vez que Byron se encontró con Mary; sin embargo, Moore afirma otra cosa en su biografía: «A Miss Chaworth la vio una vez más el siguiente año, y se despidió por última vez de ella (como él mismo solía contar) en la colina próxima a Annesley… “La próxima vez que te vea”, dijo al despedirse de Mary, “supongo que ya serás una mujer casada”, a lo que ésta respondió: “eso espero”». Moore, op. cit., pág. 47.
- Byroniana, The Literary Gazette… for the year 1828 (Londres, 1828), pág. 333.
- The Miscellaneous Prose Works of Sir Walter Scott (Wells and Lilly, 1829), v. IV, pág. 266. Publicado originalmente en Quarterly Review, v. XVI (1816).
- The Works of Lord Byron (ed. por Ernest Hartley Coleridge; John Murray, 1901), vol. II, pág. 18.
- Lord Broughton (John Cam Hobhouse), Travels in Albania and Other Provinces of Turkey in 1809 & 1810 (John Murray, 1858), vol. II, págs. 59-60.
- Leslie A. Marchand, Byron’s Letters and Journals (John Murray; Londres, 1973), vol. V, pág. 190.
- Moore, op. cit., págs. 473-4.
- Ibídem, pág. 474.
- Leslie A. Marchand, Byron’s Letters and Journals (John Murray; Londres, 1973), vol. V, pág. 31.
- Leslie A. Marchand, Byron, a Biography (Knopf, New York, 1957), pág. 564.
- Lord Broughton (John Cam Hobhouse), Recollections of a Long Life (John Murray, 1909), vol. II, pág. 235-6.
- Leslie A. Marchand, Byron’s Letters and Journals (John Murray; Londres, 1973), vol. VI, pág. 17.
- Ibídem, vol. V. pág. 23.
- Ibídem, pág. 24.
- Ibídem, pág. 38.
- Ibídem, pág. 47.
- Ibídem, pág. 39.
- Ibídem, pág. 24.
- Ya que tratamos un poema enigmático, no conviene olvidar The Incantation («El encantamiento»), que en The Prisoner of Chillon and other poems aparece publicado intencionadamente justo después de El sueño. No creo exagerado decir que ese encantamiento («escrito para un drama inacabado sobre brujas», y que luego será incluido en Manfred) puede leerse como una maldición lanzada contra Annabella Milbanke por la afrenta que supuso para Byron aquel divorcio todavía inexplicable. Aunque lady Byron era cualquier cosa excepto supersticiosa, considerando la vida que llevó tras su separación uno podría pensar que al menos estos versos causaron en ella el efecto deseado:
Aunque no me veas pasar
me sentirás con los ojos,
como algo que, invisible,
estará cerca de ti…
Y cuando un pavor secreto
te haga volver la cabeza
te sorprenderá no verme
como sombra de tu sombra.
Y querrás que nadie observe
ese influjo sobre ti…
Si hubiera buscado un poco mejor, el crítico John Cordy Jeaffreson habría encontrado la máquina para la venganza de Byron no demasiado lejos. - To Lord Byron, femenine profiles based upon unpublished letters 1807-1825 (edición de George Paston y Peter Quennell; John Murray, 1939), págs. 163-4.
- «He visto a la humanidad en diferentes países y en todos ellos la encuentro igual de despreciable».Cfr. Leslie A. Marchand, Byron’s Letters and Journals (John Murray; Londres, 1973), vol. II, pág. 47-8. Citada también en el prólogo a Diarios, pág. 16.
- To Lord Byron, págs. 163-4.
- Byron, Diarios (Galaxia Gutenberg, 2008), pág. 112.
- Moore, Notices op. cit., pág. 240.
- Leslie A. Marchand, Byron’s Letters and Journals (John Murray; Londres, 1973), vol. IV, págs. 55-6.
- «De haberme casado con Miss Chaworth, quizá mi vida en su conjunto hubiera sido diferente. Pero ella no quiso saber nada de mí, y su matrimonio fue cualquier cosa excepto feliz. Cuando llevaba un tiempo separada de Mr. Musters solicitó verme, pero por consejo de mi hermana rechacé su ofrecimiento. Recuerdo que la vi tras mi regreso de Grecia, pero el orgullo se había apoderado de mi amor; y, con todo, no puede decirse que la mirara con perfecta indiferencia». Thomas Medwin, Journal of the Conversations of Lord Byron in 1821-1822 (London, 1824), pág. 69.
- Leslie A. Marchand, Byron, a Biography (Knopf, New York, 1957), pág. 456.
- Leslie A. Marchand, Byron’s Letters and Journals (John Murray; Londres, 1973), vol. IV, pág. 56.
- Ibídem, pág. 228.
- Ibídem, v. IV, pág. 263.
- Leslie A. Marchand, Byron, a Biography (Knopf, New York, 1957), pág. 536.
- The Works of Lord Byron (ed. por Ernest Hartley Coleridge; John Murray, 1901), vol. II, pág. 225.
- Byron, Diarios (Galaxia Gutenberg, 2008), págs. 166-7.
- Ibídem, pág. 206.
- Leslie A. Marchand, Byron’s Letters and Journals (John Murray; Londres, 1973), vol. VI, pág. 119.
- The Miscellaneous Prose Works of Sir Walter Scott (Wells and Lilly, 1829), v. IV, pág. 285. Publicado originalmente en Quarterly Review, v. XVI (1816).
- Moore, op. cit., pág. 558-9.
- John Cordy Jeaffreson, The Real Lord Byron, New Views of the Poet’s Life (Hurst and Blackett, 1883), v. II, pág. 23.
- Ibídem, v. I. pág. 284.
- Thomas Medwin, Journal of the Conversations of Lord Byron in 1821-1822 (London, 1824), pág. 59.
- To Lord Byron, pág. 176.