Nicolás Batulet
El debate en torno al lugar de los indígenas en la construcción de la identidad nacional está presente en numerosos países hispanoamericanos. Este artículo reseña cinco ensayos sobre la identidad mexicana, publicados a lo largo del siglo XX: La raza cósmica. Misión de la raza iberoamericana (1925), del pensador y político José Vasconcelos (1882-1959) donde el autor ofrece un proyecto utópico de sociedad nueva1; El perfil del hombre y la cultura en México (1934), del filósofo Samuel Ramos (1897-1959) quien, a través de los catorce textos expositivos que componen la obra, propone «un ensayo de caracterología y de filosofía de la cultura» (10)2; El laberinto de la soledad (1950), del poeta y ensayista Octavio Paz (1914-1998)3, el cual, mezclando lenguaje poético y subjetividad así como elementos históricos, antropológicos, sociológicos y psicológicos, sigue explorando los mismos temas que El perfil del hombre y la cultura en México de Samuel Ramos; México profundo. Una civilización negada (1987), de Guillermo Bonfil Batalla (1935-1991) donde el antropólogo intenta mostrar la importancia de lo indígena en el país, es decir de este «México profundo» como él lo llama en el ensayo4; y El espejo enterrado (1992), del escritor Carlos Fuentes, donde se analiza la historia política y cultural de España y América Latina en un vasto recorrido desde las cuevas de Altamira hasta nuestros días5.
1. La raza cósmica, de José Vasconcelos
En La raza cósmica. Misión de la raza iberoamericana (1925), el pensador y político6 mexicano José Vasconcelos (1882-1959) ofrece un proyecto utópico de sociedad nueva. En su opinión, el mundo está dividido en cuatro pueblos: el blanco, el negro, el indígena y el mongol (16). Ahora es el blanco, sinónimo de anglosajón, el que domina. Pero su poder «será temporal» (16) y desplazado, esta vez, no por uno de los tres otros pueblos elementales sino por una nueva cultura, «una quinta raza7 universal, fruto de las anteriores y superación de todo lo pasado» (16), «la raza síntesis o raza integral, hecha con el genio y con la sangre de todos los pueblos y, por lo mismo, más capaz de verdadera fraternidad y de visión realmente universal» (30). Esta raza surgirá gracias al mestizaje de todas las razas (blancos, indios, africanos, asiáticos):
«Los días de los blancos puros, los vencedores de hoy, están tan contados como lo estuvieron los de sus antecesores. Al cumplir su destino de mecanizar el mundo, ellos mismos han puesto, sin saberlo, las bases de un período nuevo, el período de la fusión y la mezcla de todos los pueblos. […] el blanco tendrá que deponer su orgullo, y buscará progreso y redención posterior en el alma de sus hermanos de las otras castas, y se confundirá y se perfeccionará en cada una de las variedades superiores de la especie, en cada una de las modalidades que tornan múltiple la revelación y más poderoso el genio» (25).
Para José Vasconcelos, «las épocas más ilustres de la humanidad han sido […] aquellas en que varios pueblos disímiles se ponen en contacto y se mezclan» (43), es decir, etapas mestizas. Por el contrario, grandes imperios como la India, Grecia, Alejandría o Roma decaen cuando niegan el mestizaje (43).
Para llegar a la constitución de esta «quinta raza», cabe superar, primero, la experiencia negativa de la conquista de América. Para José Vasconcelos, quien borra de un plumazo todas las crueldades ocurridas en los siglos XV y XVI, solo la primera generación de los conquistadores y colonizadores de América Latina tuvieron una acción benéfica. Después de los Reyes Católicos, todos los monarcas españoles contribuyeron al «desastre de la administración colonial» (22):
«Los españoles fueron al Nuevo Mundo con el brío que les sobraba después del éxito de la Reconquista. Los hombres libres que se llamaron Cortés, Pizarro y Alvarado y Córdoba no eran Césares ni lacayos, sino grandes capitanes que al ímpetu destructivo adunaban el genio creador. En seguida de la victoria trazaban el plano de las nuevas ciudades y redactaban los estatutos de su fundación. Más tarde, a la hora de las agrias disputas con la Metrópoli, sabían devolver injuria por injuria, como lo hizo uno de los Pizarros en un célebre juicio. Todos ellos se sentían los iguales ante el rey, como se sintió el Cid, como se sentían los grandes escritores del siglo de oro, como se sienten en las grandes épocas todos los hombres libres.
Pero a medida que la conquista se consumaba, toda la nueva organización iba quedando en manos de cortesanos y validos del monarca. Hombres incapaces ya no digo de conquistar, ni siquiera de defender lo que otros conquistaron con talento y arrojo. Palaciegos degenerados, capaces de oprimir y humillar al nativo, pero sumisos al poder real, ellos y sus amos no hicieron otra cosa que echar a perder la obra del genio español en América. La obra portentosa iniciada por los férreos conquistadores y consumada por los sabios y abnegados misioneros fue quedando anulada. Una serie de monarcas extranjeros necios de remate como Carlos V, el César de oropel; perversos y degenerados como Felipe II; imbéciles como los Carlos de los otros números, tan justicieramente pintados por Velázquez en compañía de enanos, bufones y cortesanos, consumaron el desastre de la administración colonial. La manía de imitar al Imperio Romano, que tanto daño ha causado lo mismo en España que en Italia y en Francia; el militarismo y el absolutismo, trajeron la decadencia en la misma época en que nuestros rivales, fortalecidos por la virtud, crecían y se ensanchaban en libertad» (21-22).
De la misma manera, José Vasconcelos reprocha a Napoleón su «tontería» (20) y hasta su «traición» (21) que consistió en vender la Luisiana a los Estados Unidos sin «sospechar que era en el Nuevo Mundo donde iba a decidirse el destino de las razas de Europa» (20). Añade también que «sin Napoleón no existirían los Estados Unidos como Imperio mundial» (21). En opinión de José Vasconcelos, en efecto, los anglosajones no hicieron más que destruir a los diferentes pueblos norteamericanos en vez de fusionarlos como ocurrió más al sur: «pero cometieron [los anglosajones] el pecado de destruir esas razas, en tanto que nosotros las asimilamos, y esto nos da derechos nuevos y esperanzas de una misión sin precedente en la Historia» (26); «El inglés siguió cruzándose solo con el blanco, y exterminó al indígena; lo sigue exterminando en la sorda lucha económica, más eficaz que la conquista armada. Esto prueba su limitación y es el indicio de su decadencia» (27). Asimismo, espera que las naciones latinoamericanas puedan superar su nacionalismo para alcanzar la unión y la universalidad. De geográfica, la unión se tornaría así intelectual y espiritual, tal como lo quería Simón Bolívar:
«A pesar de esta firme cohesión ante un enemigo invasor, nuestra guerra de Independencia se vio amenguada por el provincialismo y por la ausencia de planes trascendentales. La raza que había soñado con el imperio del mundo, los supuestos descendientes de la gloria romana, cayeron en la pueril satisfacción de crear nacioncitas y soberanías de principado, alentadas por almas que en cada cordillera veían un muro y no una cúspide. Glorias balcánicas soñaron nuestros emancipadores, con la ilustre excepción de Bolívar, y Sucre y Petion el negro, y media docena más, a lo sumo. Pero los otros, obsesionados por el concepto local y enredados en una confusa fraseología seudo revolucionaria, solo se ocuparon en empequeñecer un conflicto que pudo haber sido el principio del despertar de un continente. Dividir, despedazar el sueño de un gran poderío latino, tal parecía ser el propósito de ciertos prácticos ignorantes que colaboraron en la Independencia, y dentro de ese movimiento merecen puesto de honor; pero no supieron, no quisieron ni escuchar las advertencias geniales de Bolívar» (23-24).
Como bien lo vemos, José Vasconcelos parece tener una visión profundamente humanista de la sociedad, denunciando las ideas de superioridad de una raza sobre la otra:
«La teoría inglesa supone, implícita o francamente, que el negro es una especie de eslabón que está más cerca del mono que del hombre rubio. No queda, por lo mismo, otro recurso que hacerlo desaparecer. En cambio, el blanco, particularmente el blanco de habla inglesa, es presentado como el término sublime de la evolución humana; cruzarlo con otra raza equivaldría a ensuciar su estirpe. Pero semejante manera de ver no es más que la ilusión de cada pueblo afortunado en el período de su poderío. Cada uno de los grandes pueblos de la Historia se ha creído el final y el elegido. Cuando se comparan unas con otras estas infantiles soberbias, se mira que la misión que cada pueblo se atribuye no es en el fondo otra cosa que afán de botín y deseo de exterminar a la potencia rival. La misma ciencia oficial es en cada época un reflejo de esa soberbia de la raza dominante» (44).
Sin embargo, aunque José Vasconcelos parece defender un mestizaje positivo en el que participarían todas las razas humanas, por otro lado, afirma también, al contrario, el privilegio de ciertas mezclas: «Resulta entonces fácil afirmar que es fecunda la mezcla de los linajes similares y que es dudosa la mezcla de tipos muy distantes según ocurrió en el trato de españoles y de indígenas americanos» (11). Sugiere, por lo tanto, que «entre todos los caracteres de la quinta raza predominen los caracteres del blanco» (36). En su ensayo, José Vasconcelos considera la existencia de esta «quinta raza» como el resultado de una selección estética natural que descansaría en el sentido de belleza o «buen gusto» (41). En una visión eugenista de la sociedad, solo los seres humanos físicamente atractivos deberían mezclarse para conformar esta nueva identidad racial:
«vemos con profundo horror el casamiento de una negra con un blanco; no sentiríamos repugnancia alguna si se tratara del enlace de un Apolo negro con una Venus rubia, lo que prueba que todo lo santifica la belleza. En cambio, es repugnante mirar esas parejas de casados que salen a diario de los Juzgados o los templos, feas en una proporción, más o menos, del noventa por ciento de los contrayentes» (41).
José Vasconcelos defiende la idea de que al refrenar y regular los instintos de reproducción de los asiáticos, negros e indios se podrá llegar «a la formación de un tipo infinitamente superior a todos los que han existido» (42). El proyecto de José Vasconcelos no corresponde, por lo tanto, a una síntesis homogénea entre iguales, sino, finalmente, a la superioridad inicial del blanco latino. Nunca valora el aporte indígena porque, para él, los indígenas, descendientes de los atlantes ―en aquel momento, la Atlántida estaba muy de moda― terminaron «su misión particular» (16) y «se durmieron hace millares de años para no despertar. En la Historia no hay retornos, porque toda ella es transformación y novedad. Ninguna raza vuelve; cada una plantea su misión, la cumple y se va» (25).
Además de las cinco razas, José Vasconcelos alude a la existencia de tres edades que representan una forma más o menos evolucionada de mestizaje y por las que la humanidad debe pasar necesariamente: «Desgraciadamente somos tan imperfectos, que para lograr semejante vida de dioses, será menester que pasemos antes por todos los caminos» (39). La primera edad o período de desarrollo es la etapa material o guerrera, dominada por la violencia y la guerra donde los pueblos combaten o se juntan subordinándose a la necesidad y no a la voluntad propia (37-38). En la segunda edad, etapa intelectual o política, prevalece la razón «que artificiosamente aprovecha las ventajas conquistadas por la fuerza y corrige sus errores» (38) estableciendo una filosofía y una ciencia que justifican el imperialismo (38-39). Por fin, la tercera edad, etapa espiritual o estética, aparece gobernada por la armonía, la voluntad libre y el gusto por lo bello: «se vivirá sin norma, en un estado en que todo cuanto nace del sentimiento es un acierto. En vez de reglas, inspiración constante» (39).
«La quinta raza» por la que aboga José Vasconcelos, pese a sus propias contradicciones, surgirá en el trópico, concretamente «en la zona que hoy comprende el Brasil entero, más Colombia, Venezuela, Ecuador, parte de Perú, parte de Bolivia y la región superior de la Argentina» (34). Imagina una «metrópoli del mundo» (35), ubicada cerca del río Amazonas y llamada Universópolis, de donde saldrán «las predicaciones, las escuadras y los aviones de propaganda de buenas nuevas» (35) y los «ejércitos [que] irán por todo el planeta, educando a las gentes para su ingreso a la sabiduría» (35). Esta extensión de la cultura y la enseñanza por el mundo entero no deja de recordar las acciones educativas llevadas a cabo por el autor cuando era Secretario de Educación. Termina la primera parte de su ensayo explicando que el progreso de la historia de la humanidad corresponde a la suma de las cinco razas (blanca, negra, indígena, mongola, cósmica) y las tres edades (material, intelectual, espiritual), lo que da el número ocho. Ahora bien, «en la gnosis pitagórica representa el ideal de la igualdad de todos los hombres» (52), lo que, para él, viene a reforzar su idea de que el mestizaje utópico que propone es la base capaz de proporcionar una verdadera democracia racial.
Después de esta primera parte de La raza cósmica ―la más importante― donde presenta su proyecto utópico americano, José Vasconcelos, en sus descripciones de viajes a Brasil y Argentina, se propone verificarlo. La edad material queda adelantada y establecida ya con la conquista del trópico. Brasil, «la potencia mundial del futuro» (142), podría encarnar la segunda edad intelectual, pero es sobre todo en la Argentina, «el faro en la noche hispanoamericana» (206), donde sitúa José Vasconcelos la tercera edad. Allí, las descripciones del diario de viaje, en particular cuando está frente a las sublimes cataratas de Iguazú, punto de unión entre dos países, podrían simbolizar el espacio simbólico de unión racial del continente.
2. El perfil del hombre y la cultura en México, de Samuel Ramos
En su ensayo más conocido, El perfil del hombre y la cultura en México (1934), el filósofo Samuel Ramos (1897-1959) se propone reflexionar acerca de lo mexicano ofreciendo, a través de los catorce textos expositivos que componen la obra8, «un ensayo de caracterología y de filosofía de la cultura» (10). Aplica el método y las categorías del psicoanalista austriaco Alfred Adler, fundador de la psicología individual, tal como lo explica en el prólogo a la tercera edición y en «Psicoanálisis del mexicano»:
«Hace algunos años, observando los rasgos psicológicos que son comunes a un grupo numeroso de mexicanos, me pareció que podían explicarse desde el punto de vista señalado por Adler» (14).
«Lo que por primera vez se intenta en este ensayo, es el aprovechamiento metódico de las teorías psicológicas de Adler al caso mexicano» (51).
En la psicología individual de Adler, el principal problema del hombre es su sentimiento de inferioridad que cada uno compensa de alguna manera: compensaciones disimuladoras (coartada para eludir decisiones, indolencia natural, cinismo, cansancio, mitomanía, calumnia, etc.) o compensaciones positivas (rendimiento deportivo, desarrollo intelectual, atrevimiento, etc.). Todas tienen, sin embargo, un fondo común: «la afirmación de la propia individualidad a costa de los demás» (112).
Basándose, por lo tanto, en la idea clave del pensamiento de Adler, Ramos explica así que «la psicología del mexicano es resultante de las reacciones para ocultar un sentimiento de inferioridad» (53). Toma tres figuras que, en su opinión, ejemplifican esta situación: el pelado, el mexicano de la ciudad y el burgués mexicano.
1) El pelado designa una persona de las capas sociales más bajas. Ramos tiene palabras durísimas acerca de lo que él llama «fauna social de categoría ínfima», «desecho humano de la gran ciudad», «primitivo» al nivel intelectual y «menos que un proletario» al nivel económico (54). En su opinión, los síntomas del sentimiento de inferioridad del pelado se dejan ver en su uso de la violencia tanto física («Es un ser de naturaleza explosiva cuyo trato es peligroso, porque estalla al roce más leve», 54; «busca la riña como un excitante para elevar el tono de su «yo» deprimido», 54) como verbal («Sus explosiones son verbales, y tienen como tema la afirmación de sí mismo en un lenguaje grosero y agresivo», 54). Su supuesto poder, para contrarrestar el sentimiento de inferioridad, lo encuentra en la exacerbación de una supuesta virilidad representada por el falo:
«La terminología del “pelado” abunda en alusiones sexuales que revelan una obsesión fálica, nacida para considerar el órgano sexual como símbolo de la fuerza masculina. En sus combates verbales atribuye al adversario una femineidad imaginaria, reservando para sí el papel masculino. Con este ardid pretende afirmar su superioridad sobre el contrincante. […] El falo sugiere al “pelado” la idea del poder. De aquí ha derivado un concepto muy empobrecido del hombre. Como él es, en efecto, un ser sin contenido sustancial, trata de llenar su vacío con el único valor que está a su alcance: el del macho» (54-55).
2) El mexicano de la ciudad cuyo rasgo más notable es la desconfianza «de todos los hombres y de todas las mujeres» (58). Para Ramos, siguiendo a Adler, esta desconfianza del mundo y de los hombres procede de «una inseguridad de sí mismo que el mexicano proyecta hacia fuera sin darse cuenta» (60). El problema de la desconfianza es que el mexicano suprime así de su vida una dimensión importante, el futuro, y circunscribe su vida al presente (59-60).
3) El burgués mexicano, que forma parte del «grupo más inteligente y cultivado de los mexicanos» (62), manifiesta su sentimiento de inferioridad a través de la exaltación de la nacionalidad y la posición social (62).
Todos estos mexicanos se autoengañan. Hace falta notar que Ramos no deja de utilizar términos que remiten a la máscara, al disfraz que lleva el mexicano. El pelado se entrega así a «pantomimas» (54), su fisionomía procede de un «camouflage» (56) ―en francés en el texto―, la realidad del mexicano de la ciudad no es más que un «fantasma» (61) mientras que el burgués se refugia en «un mundo ficticio» (65).
¿Cómo explicar este sentimiento de inferioridad que trascendería la nación mexicana? Samuel Ramos piensa que la voluntad de imitar otros países ―Estados Unidos y Francia en particular, «arquetipo de la civilización moderna» (41)― es la culpa de todos los males, de esta autodenigración mexicana:
«Me parece que el sentimiento de inferioridad en nuestra raza tiene un origen histórico que debe buscarse en la Conquista y Colonización. Pero no se manifiesta ostensiblemente sino a partir de la Independencia, cuando el país tiene que buscar por sí solo una fisionomía nacional propia. Siendo todavía un país muy joven que quiso, de un salto, ponerse a la altura de la vieja civilización europea, y entonces estalló el conflicto entre lo que se quiere y lo que se puede. La solución consistió en imitar a Europa, sus ideas, sus instituciones, creando así ciertas ficciones colectivas que, al ser tomadas por nosotros como un hecho, han resuelto el conflicto psicológico de un modo artificial» (15).
Uno de los textos más interesantes del ensayo es precisamente el que abre la obra, «La imitación de Europa en el siglo XIX». Para Ramos, querer imitar las otras naciones conduce al «descastamiento», a «una fuga espiritual de su propia tierra» (21). Imitar no partía de una mala intención. Significaba, en particular a partir de la Independencia, incorporar «la civilización al país» (22). Prueba de ello fueron las constituciones mexicanas del siglo XIX que tomaron como modelo la de EE.UU. (23). En vez de una imitación ciega, Ramos propone apoyarse en el propio «espíritu mexicano» para poder realizar una obra creadora (27). Cabe explicar cómo define el filósofo este «espíritu mexicano».
Esta cuestión ontológica es esencial en todos los ensayos sobre lo mexicano. Ramos recuerda, con razón, que el hombre mexicano está «en medio de dos mundos» (34), producto de dos filiaciones raciales, mitad americana por lo indígena, mitad europea por la colonización española. Lo más sorprendente en el pensamiento de Ramos es su rechazo del indígena a quien considera un ser completamente pasivo, incapaz de creación, «incomparable con una civilización cuya ley es el devenir» (37):
«Los indios mexicanos, a semejanza de los Pueblo, están psicológicamente imposibilitados para asimilarse la técnica, porque, a causa de razones que no viene al caso examinar aquí, carecen de voluntad de poderío, no pertenecen a la raza del hombre rapaz. Un indio puede aprender a guiar un automóvil, a manejar una máquina para arar la tierra, pero no sentirá la emoción del hombre blanco ante la gran potencia de trabajo que esos instrumentos encierran. Entonces, como no hay ninguna necesidad interna que impulse al indio a buscar esa técnica superior, la abandonará para recaer en sus procedimientos primitivos, mientras una coacción externa no lo obligue a seguir dentro de la civilización. Es evidente que las razas de color no poseen espíritu dominador» (106).
«No creemos que la pasividad del indio sea exclusivamente un resultado de la esclavitud en que cayó al ser conquistado. Se dejó conquistar tal vez porque ya su espíritu estaba dispuesto a la pasividad. Desde antes de la conquista los indígenas eran reacios a todo cambio, a toda renovación. Vivían apegados a sus tradiciones, eran rutinarios y conservadores. En el estilo de su cultura quedó estampada la voluntad de lo inmutable.
En su arte, por ejemplo, se advierte de un modo claro la propensión a repetir las mismas formas, lo que hace pensar en la existencia de un procedimiento académico de producción artística, en lugar de la verdadera actividad creadora. Hoy todavía, el arte popular indígena es la reproducción invariable de un mismo modelo, que se transmite de generación en generación. El indio actual no es un artista; es un artesano que fabrica sus obras mediante una habilidad aprendida por tradición.
El estilo artístico monumental de la época cortesiana revela una escasa fantasía, dominada casi siempre por un formalismo ritual. En la escultura abundan las masas pesadas, que dan la sensación de lo inconmovible y estático. En vez de que las formas artísticas infundan a la piedra algo de movilidad, parecen aumentar su pesantez inorgánica. La expresión del arte de la meseta mexicana es la rigidez de la muerte, como si la dureza de la piedra hubiera vencido la fluidez de la vida. Al reflexionar sobre el arte mexicano, por una asociación inevitable nos viene el recuerdo del espíritu egipcio» (36-37).
Para Ramos, el estado mental de los indios actuales no les permite «desprenderse de la naturaleza» (67), «su influencia social y espiritual se reduce hoy al mero hecho de su presencia» (58). Estas ideas racistas explican que si el espíritu mexicano debe derivar de algo, no es de lo indígena. Al descartar así la herencia indígena, Ramos deniega también la posibilidad de una cultura mestiza. De hecho, para él, «Tenemos sangre europea, nuestra habla es europea, son también europeas nuestras costumbres, nuestra moral, y la totalidad de nuestros vicios y virtudes nos fueron legados por la raza española. Todas estas cosas forman nuestro destino y nos trazan inexorablemente la ruta» (67). Si el espíritu mexicano se orienta hacia lo europeo, ¿cómo comprender su crítica de la imitación? En su opinión, y en ello acierta desde nuestro punto de vista, hay que tener en cuenta «las posibilidades del medio ambiente» (40), adaptarse a las condiciones que ofrece el país.
Si rechaza a los «europeizantes» que imitan «ciegamente lo extranjero, ahogando de este modo el desenvolvimiento de las potencialidades nativas» (16), que solo reproducen «las formas externas de la cultura» (41), tampoco le agradan los «nacionalistas»: «no es menos falso el plan de crear un mexicanismo puro» (66). Después del interés marcado por lo extranjero durante el Porfiriato, la Revolución Mexicana marca «un cambio de actitud del mexicano hacia el mundo» (85) que comienza «a interesarse por su propia vida y el ambiente inmediato que le rodea. Descubre en su país valores que antes no había visto, y en ese mismo instante empieza a disminuir su aprecio por Europa» (85). Surge en aquel momento un nuevo sentimiento nacional que quiere formar una cultura propiamente mexicana, aislada del resto del mundo. Ramos ve en este nacionalismo, sinónimo de aislamiento, otra «ineptitud» (16) que podría impedir el desarrollo de «toda forma de la vida espiritual» (86). Propone, por lo tanto, una vía intermedia entre los «europeizantes» y los «nacionalistas», que desarrolla en el texto «El perfil de la cultura mexicana».
Ambas actitudes fracasaron por falta de una «noción clara sobre el ser mexicano» (86). Hay que reconocer, al contrario de los «nacionalistas», que México no puede librarse de «toda mezcla extraña» (91) pero, al mismo tiempo, solo deben tomarse del extranjero «las formas de la cultura europea capaces de aclimatarse en nuestra tierra» (95). Cabe «seleccionar la semilla de cultura ultramarina que pudiera germinar en nuestras almas y dar frutos aplicables a nuestras necesidades peculiares» (90), lo que no hacían los europeizantes que lo tomaban todo sin discernimiento. La solución propuesta por Ramos es una cultura «mexicana», es decir, «la cultura universal hecha nuestra, que viva con nosotros, que sea capaz de expresar nuestra alma» (95). Para ello, es necesario «seguir aprendiendo la cultura europea. Nuestra raza es ramificación de una raza europea. Nuestra historia se ha desarrollado en marcos europeos» (95-96). Otra vez, el filósofo oculta completamente la parte indígena de México. Parte de su proyecto radica en la educación y en una revisión de las concepciones de México «falseadas por la autodenigración, por el sentimiento de la inferioridad» (116):
«Es necesario fomentar el interés y el respeto por las cosas mexicanas. Cuando nuestra realidad es observada sin ningún prejuicio desfavorable, se descubren valores insospechados cuyo conocimiento contribuirá, sin duda, a elevar la moral de la conciencia mexicana» (116).
3. El laberinto de la soledad, de Octavio Paz
Entre todos los ensayos que tratan del ser mexicano9, quizás el más conocido y difundido sea El laberinto de la soledad (1950) del poeta y ensayista Octavio Paz (1914-1998), Premio Nobel de Literatura en 1990. Escrito en los Estados Unidos e inspirado, en parte, en el sentimiento de alteridad experimentado allí, este ensayo, que consta de ocho capítulos y un apéndice y mezcla lenguaje poético y subjetividad así como elementos históricos, antropológicos, sociológicos y psicológicos10, sigue explorando los mismos temas que El perfil del hombre y la cultura en México de Samuel Ramos.
En el primer capítulo, para plantear su tesis sobre la soledad, Octavio Paz utiliza la figura del «pachuco», es decir, lo que hoy podríamos llamar «chicano», los hijos de los inmigrantes mexicanos nacidos en los Estados Unidos, que el autor define como «bandas de jóvenes, generalmente de origen mexicano, que viven en las ciudades del Sur y que se singularizan tanto por su vestimenta como por su conducta y su lenguaje» (16). Los pachucos aparecen como seres escindidos de su suelo y ambiente. Quieren existir («una obstinada y casi fanática voluntad de ser», 16) pero no saben ubicarse en este mundo, experimentando, por lo tanto, un sentimiento de soledad. Por un lado, rechazan lo mexicano («no reivindican su raza ni la nacionalidad de sus antepasados», 16; «no quiere volver a su origen mexicano», 16) y, por otro lado, tampoco quieren «fundirse a la vida norteamericana» (16). Esta dificultad para encontrar su lugar en el mundo, esta «dualidad interior» (18) se traduce por la violencia, único vínculo para «establecer una relación más viva con la sociedad» (18). El pachuco «procura aterrorizar» (18), «busca, atrae, la persecución y el escándalo» (18). Estas contradicciones, generadoras de soledad, pueden ampliarse al conjunto de los mexicanos que buscan «su filiación, su origen» (23) por haber sido «sucesivamente afrancesado, hispanista, indigenista, “pocho”» (23).
Para Octavio Paz, la Conquista, que inicia esta sucesión genealógica, es el punto de arranque del sentimiento de soledad que viene a reemplazar el sentimiento de inferioridad teorizado por Samuel Ramos. Ve en la Malinche, el prototipo de «la Chingada», es decir, la Madre violada durante la Conquista (94), fuente de traumas colectivos en el imaginario mexicano. «Chingar» es un verbo que implica una idea de agresión «en todos sus grados, desde el simple de incomodar, picar, zaherir, hasta el de violar, desgarrar y matar» (84), «denota violencia, salir de sí mismo y penetrar por la fuerza en otro» (84), «herir, rasgar, violar […], destruir» (85). Como frutos de esta violación original (88), los mexicanos, en cuanto «hijos de la Chingada», hubieran sentido la necesidad de cerrarse para evitar otra violación. El mexicano, cualquiera que sea su condición («viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado», 32) es, en efecto, un ser misterioso que no se desvela fácilmente: «no solamente somos enigmáticos ante los extraños, sino ante nosotros mismos» (77) dice Octavio Paz. El mexicano se pone una máscara, metáfora de su ambigüedad, ya que «se encierra y se preserva» (32), escondiendo rostro y sonrisa, cela su intimidad, simula (44/48) tal como lo hacen «los grupos sometidos al poder de un amo, una casta o un Estado extraño» (78): «son rasgos de gente dominada, que teme y que finge frente al señor. […] Esclavos, siervos y razas sometidas se presentan siempre recubiertos por una máscara, sonriente o adusta» (78). Este deber de «impasibilidad y lejanía» (32) explica, en parte, el menosprecio hacia los seres vistos como «pasivos»: las mujeres y ciertos homosexuales. Tanto las mujeres como los homosexuales, que en una relación sexual ocupan un papel considerado «pasivo», aparecen, en efecto, como seres «rajados», abiertos (42), «chingados». Al contrario, los homosexuales «activos» se consideran con cierta indulgencia:
«El pasivo […] es un ser degradado y abyecto. El juego de los «albures» ―esto es, el combate verbal hecho de alusiones obscenas y de doble sentido, que tanto se practica en la ciudad de México― transparenta esta ambigua concepción. Cada uno de los interlocutores, a través de trampas verbales y de ingeniosas combinaciones lingüísticas, procura anonadar a su adversario; el vencido es el que no puede contestar, el que se traga las palabras de su enemigo. Y esas palabras están teñidas de alusiones sexualmente agresivas; el perdidoso es poseído, violado, por el otro. Sobre él caen las burlas y escarnios de los espectadores. Así pues, el homosexualismo masculino es tolerado, a condición de que se trate de una violación del agente pasivo. Como en el caso de las relaciones heterosexuales, lo importante es «no abrirse» y, simultáneamente, rajar, herir al contrario» (43).
La intimidad solo aflora durante las fiestas de todo tipo («nacionales, locales, gremiales o familiares», 53), saltando en esos momentos «el muro de la soledad que el resto del año lo incomunica» (53):
«Gracias a las Fiestas el mexicano se abre, participa, comulga con sus semejantes y con los valores que dan sentido a su existencia religiosa o política» (57).
«En esas ceremonias […] el mexicano se abre al exterior. Todas ellas le dan ocasión de revelarse y dialogar con la divinidad, la patria, los amigos o los parientes. Durante esos días el silencioso mexicano silba, grita, canta, arroja petardos, descarga su pistola en el aire. […] Esa noche los amigos, que durante meses no pronunciaron más palabras que las prescritas por la indispensable cortesía, se emborrachan juntos, se hacen confidencias, lloran las mismas penas, se descubren hermanos y a veces, para probarse, se matan entre sí» (53).
Al mismo tiempo que se cierran (salvo durante las fiestas), los mexicanos hacen también alarde de violencia para parecerse, a su vez, a los que chingan, símbolo del triunfo, del fuerte (86). En esta necesidad dual y antagónica, algo esquizofrénica también, mezcla de «reserva» y «violencia inesperada» (22), trasparece la soledad que no es sino «una indiferencia ante la vida» (63). Esta última y el fervor religioso (51), tanto cristiano como indígena porque «bajo las formas occidentales laten todavía las antiguas creencias y costumbres» (98)11, que no ve en la muerte el fin de la vida, explican asimismo la indiferencia mexicana ante la muerte:
«La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. El mexicano no solamente postula la intrascendencia del morir, sino la del vivir. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta porque «la vida nos ha curado de espantos». Morir es natural y hasta deseable; cuanto más pronto, mejor. Nuestra indiferencia ante la muerte es la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida» (63).
Después de los cuatro primeros capítulos que tienen un tono antropológico, filosófico y psicologista, los cuatro siguientes adoptan tonos históricos y proponen una reflexión en torno a lo político, lo económico y lo social. A ejemplo de Samuel Ramos que piensa que el sentimiento de inferioridad procede de la voluntad mexicana de imitar a Estados Unidos y Francia, Octavio Paz opina que los problemas actuales del país proceden de la voluntad de los liberales de la Independencia de copiar los arquetipos extranjeros, sobre todo los de Estados Unidos y Francia, sin intentar crear «modelos de desarrollo viables […] que correspondan a lo que somos» (288). Prueba de ello, en su opinión, la adopción de una constitución liberal y democrática que no correspondía a una «realidad histórica» (133), es decir, «el ascenso de la burguesía, la consecuencia de la revolución industrial y de la destrucción del antiguo régimen» (133). Muchos principios liberales eran inaplicables y utópicos (145). Cabía partir de la realidad mexicana, «oprimida por los esquemas del liberalismo tanto como por los abusos de conservadores y neo-conservadores» (157). El único intento se produjo durante la Revolución, en particular a través del zapatismo que, haciendo del «calpulli12 el elemento básico de nuestra organización económica y social […] no solo rescataba la parte válida de la tradición colonial, sino que afirmaba que toda construcción política de veras fecunda debería partir de la porción más antigua, estable y duradera de nuestra nación: el pasado indígena» (157). Octavio Paz ve en la Revolución, que asimila por completo a Zapata, «un descubrimiento de nosotros mismos» (181), «una tentativa por reintegrarnos a nuestro pasado» (157-158). A partir de aquel momento, «la inteligencia mexicana» se interesó más por la producción indígena:
«Emergen las artes populares, olvidadas durante siglos; en las escuelas y en los salones vuelven a cantarse las viejas canciones; se bailan las danzas regionales, con sus movimientos puros y tímidos, hechos de vuelo y estatismo, de reserva y fuego. Nace la pintura mexicana contemporánea. Una parte de nuestra literatura vuelve los ojos hacia el pasado colonial; otra hacia el indígena. Los más valientes se encaran al presente: surge la novela de la Revolución» (165).
Sin embargo, este «regreso a los orígenes» (181) no fue suficiente para construir una nueva sociedad porque, a diferencia del catolicismo o del liberalismo, las dos corrientes que habían modelado la cultura mexicana (167), esta tradición redescubierta «no contenía elementos universales» (167). El ser mexicano se encuentra, por lo tanto, desnudo, sin ningún sistema intelectual capaz de «albergar [su] angustia y tranquilizar [su] desconcierto» (210). Se halla solo pero no por ello resulta atrozmente negativa esta situación. En efecto, dado que está solo «como todos los hombres» (210), al ser mexicano se le ofrece la oportunidad de acercarse, por primera vez, a los demás hombres. Basta con arrancar sus propias máscaras y abrirse para encontrarse.
4. México profundo. Una civilización negada, de Guillermo Bonfil Batalla
Al contrario que José Vasconcelos, para quien los indígenas terminaron «su misión particular» (16) y «se durmieron hace millares de años para no despertar» (25), y de Samuel Ramos que rechaza al indígena a quien considera un ser completamente pasivo, incapaz de creación, «incomparable con una civilización cuya ley es el devenir» (37), el antropólogo mexicano Guillermo Bonfil Batalla (1935-1991) intenta mostrar la importancia de lo indígena en el país, es decir de este «México profundo» como él lo llama en el ensayo epónimo, México profundo. Una civilización negada (1987).
Escrito de manera bastante didáctica y a menudo repetitiva, la obra cumbre de Guillermo Bonfil Batalla tiene «un doble propósito» (9): presentar «una visión panorámica de la presencia ubicua y multiforme de lo indio en México» (9) y reflexionar sobre la coexistencia de dos civilizaciones, la mesoamericana y la occidental, llamada «México imaginario» (10) por el autor13. Tienen «dos proyectos civilizatorios, dos modelos ideales de la sociedad a la que se aspira, dos futuros posibles diferentes» (9) que parecen excluirse:
«La historia reciente de México, la de los últimos 500 años, es la historia del enfrentamiento permanente entre quienes pretenden encauzar al país en el proyecto de la civilización occidental y quienes resisten arraigados en formas de vida de estirpe mesoamericana. […] El proyecto occidental del México imaginario ha sido excluyente y negador de la civilización mesoamericana; no ha habido lugar para una convergencia de civilizaciones que anunciara su paulatina fusión para dar paso a un nuevo proyecto, diferente de los dos originales, pero nutrido de ellos. Por lo contrario, los grupos que encarnan los proyectos civilizatorios mesoamericano y occidental se han enfrentado permanentemente, a veces en forma violenta, pero de manera continua en los actos de sus vidas cotidianas con los que ponen en práctica los principios profundos de sus respectivas matrices de civilización» (10).
En la primera parte de su libro, «La civilización negada» (19-96), Guillermo Bonfil Batalla explica que México se encuentra en una situación paradójica. Por un lado, los mexicanos se muestran muy orgullosos de su pasado indígena exaltado en el folclor, la música, la danza, las artesanías populares, los murales, etc. Es una herencia de los gobiernos de la Revolución que, entre los años 20 y 40, quisieron «volver a las raíces» (89). Los mexicanos sienten el pasado indígena como algo glorioso pero, al mismo tiempo, lo perciben como distinto de ellos, un pasado muerto que ya no se relaciona con su presente. La única relación entre «ellos y nosotros» (23) es el territorio compartido en distintas épocas, pero «no se reconoce una vinculación histórica, una continuidad» (23). Prueba de ello, es la discriminación hacia los indígenas contemporáneos. Resulta muy interesante al respecto el análisis que hace Guillermo Bonfil Batalla del Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México:
«La concepción arquitectónica, en todos sus detalles, refleja la ideología de exaltación del pasado precolonial y, simultánea y contradictoriamente, su ruptura con el presente. Las proporciones y la sobriedad de las fachadas, la amplitud de vestíbulo y de la plaza interior, y la elegante magnificencia de los acabados, recuerdan de alguna manera las características de algunas ciudades mesoamericanas, pero tratadas aquí de tal forma que el efecto remite también a la disposición de los templos cristianos: una entrada con coro y celosías (el vestíbulo), una gran nave central (el patio) con capillas laterales (las salas de exhibición) que culmina en el altar mayor (la sala mexica, con la Piedra del Sol en el centro). Todas las salas de la planta baja están dedicadas a la arqueología y tienen una parte con doble altura; la sala principal, la de los aztecas, es la única que no tiene mezzanine y ocupa una superficie mayor que las demás. La planta alta, formada por los mezzanines laterales, contiene el material etnográfico: la referencia a los indios de hoy. Un buen número de visitantes no recorre esas salas, por fatiga o por falta de interés, ambas resueltamente reforzadas por la disposición misma de los espacios del museo. La frase que despide al visitante, grabada en el enorme paño interior de la fachada, sobre las puertas de acceso, resume con precisión el mensaje ideológico del museo, y más ampliamente, la intención de fondo en el uso que hace el Estado del pasado precolonial: «Valor y confianza ante el porvenir hallan los pueblos en la grandeza de su pasado. Mexicano, contémplate en el espejo de esa grandeza. Comprueba aquí, extranjero, la unidad del destino humano. Pasan las civilizaciones, pero en los hombres quedará siempre la gloria de que otros hombres hayan luchado para erigirlas».
La presencia de lo indio en muros, museos, esculturas y zonas arqueológicas abiertas al público se maneja, esencialmente, como la presencia de un mundo muerto. Un mundo singular, extraordinario en muchos de sus logros; pero muerto. El discurso oficial traducido en lenguaje plástico o museográfico, exalta ese mundo muerto como la semilla de origen del México de hoy. Es el pasado glorioso del que debemos sentirnos orgullosos, el que nos asegura un alto destino histórico como nación, aunque nunca quede clara la lógica y la razón de tal certeza. El indio vivo, lo indio vivo, queda relegado a un segundo plano, cuando no ignorado o negado; ocupan, como en el Museo Nacional de Antropología, un espacio segregado, desligado tanto del pasado glorioso como del presente que no es suyo: un espacio prescindible. Mediante una hábil alquimia ideológica, aquel pasado pasó a ser el nuestro, el de los mexicanos no indios, aunque sea un pasado inerte, simple referencia a lo que existió como una especie de premonición de lo que México es hoy y será en el futuro, pero sin vinculación real con nuestra actualidad y nuestro proyecto» (90-91).
Si la presencia indígena está por todas partes, a través de los testimonios arqueológicos (32), los vocablos de procedencia indígena (37) y los rasgos genéticos (39), entre otras manifestaciones, parece que los mexicanos, supuestamente mestizos14, se niegan a aceptarla contra toda evidencia y crearon, por lo tanto, una imagen tópica y fácilmente reconocible de la que les es fácil diferenciarse:
«Uno de los caminos para eludir el problema de la indianidad de México ha sido convertir ideológicamente a un sector de la población nacional en el depositario único de los remanentes que, a pesar de todo, se admite que persisten de aquel pasado ajeno. […] En las regiones indias se les puede reconocer por signos externos: las ropas que usan, el «dialecto» que hablan, la forma de sus chozas, sus fiestas y costumbres. […] Se reconoce al indio a través del prejuicio fácil: el indio flojo, primitivo, ignorante, si acaso pintoresco, pero siempre el lastre que nos impide ser el país que debíamos ser.» (45)
Los mexicanos intentan desindianizarse, es decir renunciar a «identificarse como integrantes de una colectividad india delimitada, que se considera a sí misma heredera de un patrimonio cultural específico» (42). Lo que llevó a esta negación es el objeto de la segunda parte del ensayo, «Cómo llegamos a donde estamos» (97-213).
Para el antropólogo, la escisión empezó hace 500 años con la instauración del sistema colonial y la incompatibilidad entre la cultura del colonizador y la del colonizado (121-122):
«La razón es simple y es una sola: los grupos sociales que han detentado el poder (político, económico, ideológico) desde la invasión europea hasta el día de hoy, afiliados por herencia o por circunstancia a la civilización occidental, han sostenido siempre proyectos históricos en los que no hay cabida para la civilización mesoamericana. La posición dominante de estos grupos, originada en el orden estamentario de la sociedad colonial, se ha expresado en una ideología que solo concibe el futuro (el desarrollo, el progreso, el avance, la Revolución misma) dentro del cauce de la civilización occidental» (102).
La Independencia tampoco cambió esa situación en la medida en que tanto los liberales como los conservadores querían «llevar al país por los senderos de occidente» (103). Por fin, el triunfo de la Revolución vio en el mestizaje la vía idónea para obtener una sociedad culturalmente homogénea (164). Se quiso incorporar al indígena en la cultura nacional o sea, a través de ella, en la civilización occidental otra vez (168). Otra negación del derecho a la diferencia.
En la última parte titulada «Proyecto nacional y proyecto civilizatorio» (215-246), Guillermo Bonfil Batalla reflexiona sobre la situación actual y el futuro de México. Analiza tres opciones para el proyecto nacional. La primera alternativa consiste en insistir en el proyecto sustitutivo, es decir, seguir copiando a otros países vistos como más avanzados (229). Sin embargo, para el antropólogo, ningún proceso perdurable puede sustentarse en la negación del pasado. La segunda alternativa corresponde a la fusión de las culturas, es decir que de dos o más culturas diferentes se pasa a formar una nueva. Para Guillermo Bonfil Batalla, es un proceso posible pero de muy larga duración histórica. Por fin, la única alternativa que le parece totalmente viable es el desarrollo de una nación pluricultural (232) porque así se reconocería y aceptaría plenamente a la civilización mesoamericana. Lograr una unidad en la diversidad sería un enriquecimiento para todos y fuente de igualdad:
«¿Qué país sería un México que reivindicara su condición pluriétnica? Sería un país en el que todas las potencialidades culturales existentes tendrían la oportunidad de desarrollarse y probar su vigencia, es decir, un país con mayor número de alternativas; sería una sociedad nacional que no renuncia a ningún segmento de los recursos que ha creado a lo largo de su historia. Sería, en fin, una nación que vive una democracia real, consecuente con su naturaleza cultural ricamente diversificada, y sería un país capaz, por eso, de actuar en el escenario internacional desde una posición propia y auténtica: no es lo mismo asumirse como país inferior (subdesarrollado en términos de una escala de desarrollo impuesta) a saberse un país diferente, que sostiene y afirma sus propias metas derivadas de su historia propia. Entonces, podría hablarse de una descolonización auténtica, que no consiste en pelear sin empujones, sino en definir y andar el camino propio» (233-234).
Para lograr este México plural, el antropólogo propone algunas pistas: descentralización real del poder (237), respeto de las formas internas de organización social (239), revisión de la política educativa (240), financiamiento de proyectos productivos autogestionados (240), etc. Guillermo Bonfil Batalla apunta la emergencia, a finales de los años 80, de un «nuevo sector indio que, pese a sus diferencias internas, tiene en común poseer una larga experiencia urbana y una educación media o superior que le permite manejar la cultura dominante en un grado mucho mayor que los que tienen solo la experiencia comunitaria y el contacto externo a través del trabajo migratorio» (210). Ahora bien, este nuevo grupo que afirma su identidad indígena ha abierto «un nuevo frente de lucha» (210) porque reclama «el derecho a participar, en tanto indios, en la vida pública del país, más allá de las fronteras de la comunidad local, sin verse obligados a renegar de su origen ni de la cultura de la que proceden» (210). Si el antropólogo no se refiere exactamente a los participantes del futuro Ejército Zapatista de Liberación Nacional, no cabe duda de la importancia de esta obra como antecedente teórico del movimiento de rebeldía indígena que empezó el 1 de enero de 1994.
5. El espejo enterrado. Reflexiones sobre España y América, de Carlos Fuentes
En 1989, el escritor Carlos Fuentes dirigió una serie televisiva, El espejo enterrado, patrocinada por el grupo Prisa, propietario del diario El País y del grupo editorial Santillana. El año en que se transmitió, en 1992, salió una versión escrita publicada por el Fondo de Cultura Económica donde se analiza la historia política y cultural de España y América Latina en un vasto recorrido ―18 capítulos15― desde las cuevas de Altamira hasta nuestros días. En este verdadero calidoscopio, se cruzan las tradiciones españolas, las leyendas prehispánicas, las conquistas y reconquistas, las utopías, las revoluciones, los artistas, los inmigrantes, los reyes, los libertadores, los tiranos, etc. En plena discusión sobre la oportunidad de la celebración del quinto aniversario del «descubrimiento» del Nuevo Mundo, el escritor mexicano contesta por la afirmativa:
«Quinientos años después de Colón, se nos pidió celebrar el quinto centenario de su viaje, sin duda uno de los grandes acontecimientos de la historia humana, un hecho que en sí mismo anunció el advenimiento de la Edad Moderna y la unidad geográfica del planeta. Pero muchos de nosotros, en las comunidades hispanohablantes de las Américas, nos preguntamos: ¿tenemos realmente algo que celebrar? […]
Yo creo, sin embargo, que a pesar de todos nuestros males económicos y políticos, sí tenemos algo que celebrar. La actual crisis que recorre a Latinoamérica ha demostrado la fragilidad de nuestros sistemas políticos y económicos. La mayor parte ha caído estrepitosamente. Pero la crisis también reveló algo que permaneció en pie, algo de lo que no habíamos estado totalmente conscientes durante las décadas precedentes del auge económico y el fervor político. Algo que en medio de todas nuestras desgracias permaneció en pie: nuestra herencia cultural. Lo que hemos creado con la mayor alegría, la mayor gravedad y el riesgo mayor. La cultura que hemos sido capaces de crear durante los pasados quinientos años, como descendientes de indios, negros y europeos, en el Nuevo Mundo» (8-9).
Para Carlos Fuentes, es necesario poner en claro la «continuidad cultural» (10) entre la península y el continente, su pasado en común y sus numerosos nexos, para «informar y trascender la desunión económica y la fragmentación política del mundo hispánico» (10-11). En su opinión, se yergue entre España y sus ex-colonias un espejo que cabe desenterrar: «un espejo que mira de las Américas al Mediterráneo, y del Mediterráneo a las Américas» (11).
Por una parte, cabe preguntarse si los latinoamericanos podrían ser sin España. Para Carlos Fuentes, esta interrogación recibe una respuesta negativa porque España no solo es el «lugar común» (15) de la mayor parte de los habitantes del continente, sino que les «dio […] la mitad de [su] ser» (15): «Ellos traerían al Nuevo mundo todos los conflictos del carácter español, su imagen de sol y sombra dividiendo el alma como dividen a la plaza de toros» (110). Muchas formas culturales, instituciones, rasgos psicológicos proceden de la península y fueron forjados por su historia, en particular a partir de la dominación romana (39): guerra de guerrillas (41), «respeto por la ley escrita como fuente de legitimación» (crónicas del descubrimiento y de la conquista, Leyes de Indias, Constitución escrita, 48-49), «constante intervención de la Iglesia católica en los asuntos políticos» (54), concepto de repoblación (84), etc. Por otra parte, conviene preguntarse si España podría ser sin América. Otra vez una respuesta negativa: las utopías renacentistas bien lo demuestran (149). La relación entre ambos lados del Atlántico es mutua (108-109). Ya desde el «descubrimiento», «hubo un intercambio de novedades, de cosas nunca vistas con anterioridad por los europeos o por los americanos. Después de 1492, la flora y la fauna emigraron en abundancia de un continente al otro, a veces con un sentimiento de asombro» (253).
Si España y América Latina se nutrieron y enriquecieron mutuamente, semejando dos espejos puestos uno frente al otro de cada orilla del Atlántico, Carlos Fuentes lamenta la violencia con la que se hizo la Conquista americana:
«Varios traumas marcan la relación entre España y la América española. El primero, desde luego, fue la conquista del Nuevo Mundo, origen de un conocimiento terrible, el que nace de estar presentes en el momento mismo de nuestra creación, observadores de nuestra propia violación, pero también testigos de las crueldades y ternuras contradictorias que formaron parte de nuestra concepción. Los hispanoamericanos no podemos ser entendidos sin esta conciencia intensa del momento en que fuimos concebidos, hijos de una madre anónima, nosotros mismos desprovistos de nombre, pero totalmente conscientes del nombre de nuestros padres. Un dolor magnífico funda la relación de Iberia con el Nuevo Mundo: un parto que ocurre con el conocimiento de todo aquello que hubo de morir para que nosotros naciésemos: el esplendor de las antiguas culturas indígenas» (16-17).
Pero, no lamenta el mestizaje que derivó de ella. De hecho, el escritor deja claro ―y es uno de los logros de su ensayo desde nuestro punto de vista― el propio carácter mestizo de España: «ningún otro país de Europa, con la excepción de Rusia, ha sido invadido y poblado por tantas y tan diversas olas migratorias. […] la identidad de España es múltiple. El rostro de España ha sido esculpido por muchas manos: ibéricos y celtas, griegos y fenicios, cartagineses, romanos y godos, árabes y judíos» (18). Cabe reconocer este mestizaje, tanto en España como en Hispanoamérica. Desgraciadamente, la Colonia y, más aún, la América independiente16 «le dio la espalda tanto a su herencia india como a la negra, juzgando a ambas como algo “bárbaro”» (351). En cambio, la «civilización» «(vida moderna y bienestar) a la que aspiraban las élites decimonónicas «significaba ser europeo, de preferencia francés» (362). De ahí, la imitación de la manera europea de vestir y gastar, de sus ideas culturales, sociales, políticas y económicas (354). Carlos Fuentes insiste, a ejemplo de Samuel Ramos y Octavio Paz, en los problemas que generaron esta situación. No solo la admiración por Europa «no se extendió a la manera de producción europea» (354), sino que se rechazó sus propias tradiciones. Para el escritor mexicano, las raíces democráticas y conflictivas de América se hallan «en las comunidades medievales de España, en el lado humanístico de la sociedad azteca, en el valor social de la cultura quechua» (175-176), es decir, concretamente, en «el municipio libre» (89) de origen español, «en la propiedad comunal, como el ejido en México y el ayllu en Perú, así como el producto agrario compartido» (363). A ejemplo del poeta y ensayista cubano José Martí, Carlos Fuentes piensa, pues, que «cada país debe hurgar en su experiencia histórica para encontrar su propio camino» (405)17. La Revolución Mexicana, en particular la acción del dirigente campesino Emiliano Zapata, demostró la posibilidad de un gobierno democrático organizado sobre bases locales (389-390).
Nicolás Balutet es catedrático de estudios hispanoamericanos en la Universidad Politécnica Hauts-de-France (Valenciennes, Francia). Entre sus libros sobresalen Poética de la hibridez en la literatura mexicana posmodernista (Madrid, Pliegos, 2014), Civilisation hispano-américaine (París, Armand Colin, 2017) y Figures de l’outsider en Amérique hispanique (París, L’Harmattan, 2019).
Referencias bibliográficas
1. José Vasconcelos, La raza cósmica. Misión de la raza iberoamericana, México, Espasa Calpe, 1976 [1925]. Todas las referencias remiten a esta edición.
2. Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México, México, Espasa-Calpe Mexicana, 1976 [1934]. Todas las citas remiten a esta edición.
3. Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Postdata, Vuelta a El laberinto de la soledad, México, FCE, 2011 [1950]. Todas las citas remiten a esta edición.
4. Guillermo Bonfil Batalla, México profundo. Una civilización negada, México, Grijalbo, 1994 [1987]. Todas las citas remiten a esta edición.
5. Carlos Fuentes, El espejo enterrado. Reflexiones sobre España y América, México, Alfaguara, 2010 [1992]. Todas las citas remiten a esta edición.
6. Será secretario de Educación Pública de México entre 1921 y 1924.
7. Desde hace más de medio siglo, se habla más de «población» o «etnia, por corrección política y, sobre todo, porque se ha demostrado que la variación genética entre los seres humanos carece de relevancia.
8. «La imitación de Europa en el siglo XIX» (19-40), «La influencia de Francia en el siglo XIX» (41-49), «Psicoanálisis del mexicano» (50-65), «La cultura criolla» (66-81), «El «abandono de la cultura en México» (82-89), «El perfil de la cultura mexicana» (90-96), «El perfil del hombre» (97-110), «La educación y el sentimiento de inferioridad» (111-116), «La pasión y el interés» (117-121), «Juventud utopista» (122-126), «La lucha de las generaciones» (127-131), «Cómo orientar nuestro pensamiento» (132-136), «La pedantería» (137-140) y «Justo Sierra y la evolución política en México» (141-145).
9. Octavio Paz no reconoce este calificativo. En el ensayo Postdata, escrito en Austin en diciembre de 1969, explica, en efecto, que El laberinto de la soledad es «algo muy distinto a un ensayo sobre la filosofía de lo mexicano o una búsqueda de nuestro pretendido ser». Para él, «fue un ejercicio de la imaginación crítica» porque «el mexicano no es una esencia sino una historia. Ni ontología ni psicología» (235).
10. «El pachuco y otros extremos» (11-31), «Máscaras mexicanas» (32-50), «Todos santos, día de muertos» (51-71), «Los hijos de la Malinche» (72-97), «Conquista y Colonia» (98-127), «De la Independencia a la Revolución» (128-162), «La inteligencia mexicana» (163-187) y «Nuestros días» (188-210).
11. Asimismo, Octavio Paz explica que «las épocas viejas nunca desaparecen completamente y todas las heridas, aún las más antiguas, manan sangre todavía. A veces, como las pirámides precortesianas que ocultan casi siempre otras, en una sola ciudad o en una sola alma se mezclan y superponen nociones y sensibilidades enemigas y distantes» (14).
12. Entre los aztecas, el calpulli, «gran casa» era la unidad de base territorial y social.
13. Lo llama así, no porque no exista, sino porque su proyecto es imaginario.
14. Estamos de acuerdo con Guillermo Bonfil Batalla cuando escribe que «la predominancia de rasgos indios en las capas mayoritarias de la población y su presencia mucho más restringida en ciertos grupos de las clases dominantes indica que el mestizaje no ha ocurrido de manera uniforme y que estamos lejos de ser la democracia racial que con frecuencia se pregona. […] Una gran parte de la población mestiza mexicana, que hoy compone el grueso de la población no india, campesina y urbana, difícilmente se distingue, por su apariencia física, de los miembros de cualquier comunidad que reconocemos indiscutiblemente como india» (40-41).
15. 1. La virgen y el toro (15-33); 2. La conquista de España (35-59); 3. La Reconquista de España (61-96); 4. 1492: el año crucial (97-112); 5. Vida y muerte del mundo indígena (113-139); 6. La Conquista y la Reconquista del Nuevo Mundo (141-181); 7. La era imperial (183-208); 8. El Siglo de Oro (209-238); 9. El barroco del Nuevo Mundo (239-265); 10. La época de Goya (267-284); 11. Hacia la Independencia: múltiples máscaras y aguas turbias (285-306); 12. El precio de la libertad: Simón Bolívar y José de San Martín (307-326); 13. El tiempo de los tiranos (327-350); 14. La cultura de la Independencia (351-378); 15. Tierra y libertad (379-397); 16. Latinoamérica (399-424); 17. La España contemporánea (425-439); 18. La hispanidad norteamericana (441-459).
16. En opinión de Carlos Fuentes, la expulsión de los jesuitas de América explica en parte el proceso independentista de las colonias españolas. En efecto, «desde su refugio en Roma, los jesuitas hispanoamericanos no solo intrigaron contra el rey de España» (292) sino que se identificaron con la causa del americanismo (292). Por otra parte, escribieron historias nacionales de las colonias, lo que contribuyó a forjar un sentimiento de identidad propia a cada nación (292-293).
17. En Nuestra América, José Martí escribe, en efecto, que «el gobierno […] ha de nacer del país. El espíritu [y] la forma del gobierno han de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país» (371-372).