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Violencia en los medios

Raúl Trejo Delarbre

Raúl Trejo Delarbre reflexiona sobre la importancia del tratamiento que se da a la violencia en los medios de comunicación, así como de las decisiones editoriales que se toman al ocuparse de hechos violentos.

Cuando trabajan bajo el amago de la violencia, los medios de comunicación se convierten en focos rojos de la encrespada democracia mexicana. Los delincuentes también tienen agendas y, con frecuencia, acuden a diversas formas de intimidación, incluso las más violentas, para modular o distorsionar la información acerca de sus acciones criminales.

La persecución a periodistas, la ausencia de condiciones para que las redacciones trabajen con libertad plena y la impunidad
cuando se cometen crímenes en contra de informadores forman parte de las nuevas asignaturas de la transición política mexicana. Ningún esfuerzo para contribuir a la seguridad de los informadores y los medios de comunicación será menor. Y de la misma manera que es pertinente proteger el trabajo de los periodistas, también es del mayor interés para la sociedad que se discuta acerca de las decisiones editoriales que se toman en los medios de comunicación cuando se ocupan de hechos violentos.

No hay mensajes sin intenciones

La violencia forma parte del entorno público. Es imposible –además sería socialmente costoso– disimularla o desdeñarla. Si los medios de comunicación han de recoger y difundir la realidad, tienen que ocuparse de hechos violentos como los que provoca la delincuencia organizada o los que se suscitan (a veces con abusos) en la persecución que emprende el Estado en contra de las pandillas criminales.

Pero no hay mensajes asépticos en los medios de comunicación: los ángulos que cada medio de comunicación elige para retratar la violencia, los énfasis que invierte en uno u otro de los protagonistas de un hecho delincuencial; lo que dice y la manera de decirlo, así como sus omisiones, forman parte de la confección del mensaje que presenta y por lo tanto de las versiones de la violencia que
ofrece.

La violencia se muestra en los medios, principalmente, con sorpresa. Un hecho delincuencial, sobre todo cuando ha tenido implicaciones cruentas, interesa en los medios porque suele llamar la atención de su público.

La violencia, como tema periodístico siempre es delicada. Cada medio la aborda de acuerdo con sus pautas editoriales, explícitas o
no. Pero ya sea que la soslaye para no convertirse en propagandista de quienes perpetran hechos violentos o que la magnifique en busca de audiencias dispuestas a ser atraídas por imágenes, vocablos o descripciones de tales acontecimientos, la violencia trastoca las agendas de los medios.

La cobertura periodística de la violencia nunca se programa: un asalto a un banco, un secuestro, el enfrentamiento entre pandillas
de delincuentes o la persecución policiaca a los autores de un delito siempre toman por sorpresa a las redacciones, por muy habituadas que estén a ocuparse de hechos de esa índole.

Trivializar lo más dramático

Cuando la violencia es frecuente, en los medios de comunicación puede desarrollarse la tendencia a obviarla o, incluso, a trivializarla.

Aunque para sus víctimas un hecho violento pueda ser singular y devastador, para los medios quizá carezca de importancia suficiente.

Cuando no ocurre a menudo, la noticia de un secuestro indudablemente conmueve a toda la sociedad; pero cuando sucede de forma cotidiana, deja de ser noticia, excepto si su víctima es una persona con notoriedad pública.

Los operadores de medios de comunicación, para quienes esos sucesivos delitos han dejado de ser noticia, pueden ser considerados como insensibles ante acontecimientos que resultan intensamente dramáticos para quienes los padecen. Pero en los parámetros
habituales del periodismo, al repetirse, hechos de esta naturaleza han dejado de ser noticia o al menos no son ya noticia relevante.

Al banalizar los hechos, los medios contribuyen a legitimarlos como parte de la nueva cotidianidad social. Frente al riesgo de dramatizar lo más trivial, en ocasiones los medios llegan al extremo de trivializar lo más dramático.

Notoriedad y arbitrariedad

Es imposible que no estemos conmocionados ante el amago generalizado y creciente que provoca la violencia delincuencial. Además de que se encuentra en nuestro entorno social, la multiplicación de hechos criminales forma parte, desdichadamente, de la vida pública mexicana.

Es imposible, por ello, que no nos interesemos en las averiguaciones acerca de los casos de violencia más conocidos y que no nos conmuevan tanto las peticiones de justicia que presentan los familiares de algunas de las víctimas como las vicisitudes de las autoridades encargadas de las pesquisas.

Las autoridades están obligadas a informar sobre los avances o retrocesos en la persecución a la delincuencia. Los medios de comunicación quieren dar a conocer esos resultados. Y los ciudadanos tenemos el mayor interés en saber de qué manera se pretende hacer justicia en esos conocidos y con frecuencia indignantes casos. Todo eso es tan evidente que no haría falta subrayarlo, excepto porque en el enmarañado escenario público a menudo se difuminan las responsabilidades y atribuciones de cada uno de esos actores en la vida social e institucional.

Con algunas excepciones, a los funcionarios públicos, les interesa aparecer en los medios. En todo el mundo la exhibición comunicacional, especialmente en televisión y radio, forma parte de las rutinas que les permiten adquirir notoriedad y popularidad. En nuestro país el incremento de la delincuencia, la necesidad y exigencia de la sociedad para que el Estado frene la inseguridad, la propagación intensa y obsesiva de algunos de los crímenes más escabrosos y los reclamos de los familiares de las víctimas crean un clima de incertidumbre en el que algunos personajes políticos buscan y alcanzan visibilidad mediática.

Ese afán de resonancia comunicacional se debe también a la dependencia que ha desarrollado la clase política respecto de los medios. En no pocas ocasiones, antes que al ministerio público o a las instancias judiciales, los jefes policiacos informan acerca de sus hallazgos a los reporteros de la televisión y la radio. Antes aun de que los expedientes de esas indagaciones sean turnados a un juez, los gobernantes dan a conocer pesquisas e incluso conjeturas a través de los micrófonos y las pantallas del escrutador mediático. Erigidos en nuevas barandillas e incluso en sucedáneos de las salas judiciales los medios sustituyen, informal pero
contundentemente, a la impartición de justicia.

Apresurados juicios mediáticos

Funcionarios gubernamentales y jefes policiacos se han acostumbrado a nutrir el afán de sensacionalismo de los medios y sus audiencias con adelantos de las investigaciones ministeriales e incluso con la presentación de personas a las que se acusa de cometer delitos que no han sido formalmente comprobados. La escena de presuntos culpables a los que se exhibe delante de cámaras de prensa y televisión es tan reiterada que ya no suscita asombro y es, por lo general, periodísticamente débil, políticamente aventurada y judicialmente controvertible.

Los delincuentes, o quienes son señalados como tales, aparecen junto a cargamentos de droga o artículos robados, o con los arsenales que les fueron decomisados, de acuerdo con las autoridades judiciales. A veces se les muestra esgrimiendo armas, en poses fingidas para los fotógrafos y camarógrafos.

Esa exhibición de presuntos culpables en ocasiones puede ser útil para que quienes hayan sido víctimas de otros delitos cometidos por ellos acudan a denunciarlos y así el expediente incriminatorio quede mejor fundado. También esa exposición es una forma, al margen de la ley pero publicitariamente notoria, para desplegar una suerte de pedagogía pública: el que la hace, la paga.

Pero pensemos qué sucede cuando las personas así expuestas no son consideradas culpables al cabo del juicio; ¿quién, y de qué manera, podrá reparar el daño que han sobrellevado al ser presentados como delincuentes cuando no había completa certeza judicial de que lo fueran? Al sufrimiento que significa estar en prisión por una acusación errónea o falsa, se añade el escarnio que padecen al ser mostrados como culpables de delitos que no cometieron. En esos casos, además, la lección mediática que podría haberse propagado se convierte en insumo para nuevas desconfianzas entre los ciudadanos.

Las consideraciones anteriores buscan subrayar problemas en el tratamiento mediático de la violencia. Para enfrentar algunos de esos dilemas en México, diversos medios de comunicación han creado códigos de comportamiento y han establecido acuerdos que, por lo general, no han cumplido.

Hacen falta ejercicios de responsabilidad más explícitos por parte de los medios y de quienes están a su cargo. También es pertinente un escrutinio constante, exigente y crítico, sin por ello dejar de ser solidario con los periodistas, acerca de los contenidos que difunden los medios de comunicación.

Raúl Trejo Delarbre es Investigador en el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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