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Vídeo-confinamiento

Patxi Irurzun

El confinamiento cansa mucho. Necesitaría, por ejemplo, cuarenta cuarentenas para poder leer todos los libros que recomendáis. Dejad de recomendar libros, por favor. No hace falta. Todo lector que se precie acumula en su casa una buena pila de libros atrasados. Y, además, no tenemos —yo al menos— ganas de leer. Hay que tener cuidado con lo que se desea. Toda la vida soñando con una temporada en casa encerrado con tus libros y al final todo se reduce a que entre wasap y wasap consigues avanzar apenas unas líneas en tu lectura, atascada desde hace semanas.

Yo también he recomendado libros, lo confieso. Me han obligado mis editores. Otro de los motivos por los que no tengo tiempo para leer es ese, que te pasas el día grabando vídeos para recomendar a los demás qué tienen que leer. No es fácil grabar esos vídeos. Dejad de pedir vídeos. Cuando los grabo me siento como esos presentadores de telediarios que solo se ponen guapos de cintura para arriba y en la parte de abajo van en pijama o calzoncillos. Bueno, al menos grabar vídeos te obliga a ducharte y vestirte (o vestirte a medias). El otro día grabé uno con el culo al aire. Por divertimento. Ahora cada vez que lo vea solo yo sabré que estoy en medio pelotas y me hará mucha gracia. Soy así de simple. Aunque también hay que tener cuidado con esas cosas, porque las casas se han convertido en un Gran Hermano, con todo el mundo teletrabajando y los niños haciendo las tareas por Zoom o por Jistsi meet y a la que te descuidas apareces de refilón saliendo de la ducha o eructas en riguroso directo para todo el grupo de extraescolares. Por no hablar de que, para que entre un poco de sol —hay también un subpaís de casas sin balcones, patios ni jardines—, dejamos las ventanas abiertas de par en par y el mundo se convierte en La ventana indiscreta.

Volviendo a los vídeo-selfies,  hay que elegir el lugar más cuqui de la casa para grabarlos. La estantería de los libros como fondo siempre luce mucho y da un toque interesante (siempre que tu estantería no esté carcomida por libros de Alfonso Ussía o discos de José Manuel Soto). Nada de ropa para doblar por detrás, ni desconchones ni plantas chuchurrías. Es curioso, durante todos estos días sin salir de casa he visitado, aunque sea virtualmente, más casas ajenas que nunca. Da mucho morbo colarse en ellas, imaginarse el olor a comida flotando en el pasillo, comprobar que en la intimidad todos somos tan iguales.

Sí, el confinamiento es agotador: los vídeo-vermuts, el pinpón con mi hija en la mesa de la cocina, el yoga para principiantes, Pablo Casado y su corbata negra, las salidas al súper, despegar las bolsas para la fruta o desbloquear el móvil con guantes, los grupos de wasap, ¿qué comemos hoy?,  los telediarios coronoviralizados, las noticias, que son casi siempre malas noticias, las muertes, Rafael Berrio, Luis Eduardo Aute, Rubem Fonseca, la madre de un amigo, los días interminables y tan cortos a la vez, las patatas fritas y las aceitunas, el paracetamol, las series, los aplausos, los bulos, las mascarillas, los militares, las colas de los supermercados, el papel higiénico que la gente se llevaba a espuertas y era para hacer memes o toquecitos con los pies, ¿qué cenamos hoy?, toda esta distopía que ha convertido en distopía nuestra vida real, anterior, este túnel interminable al final del cual hay una luz blanca y desconcertante.  

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