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Vicepresidencias de utilería: los acompañantes del vacío

El vicepresidente de Bolivia no es un adorno ni un florero junto al sillón presidencial. No lo fue desde la refundación del Estado el 2009, y mucho menos lo es hoy, cuando su poder institucional abarca simultáneamente el órgano Ejecutivo y el Legislativo. En ninguna otra democracia del continente el segundo hombre o mujer del país tiene tanto poder legal y político. Pero viendo la lista de candidatos a la vicepresidencia para estas elecciones, uno se pregunta si sus compañeros de fórmula leyeron alguna vez la Constitución. O, aunque sea, una hoja de alguna ley.

Porque lo que estamos viendo no es solo preocupante: es ofensivo. Siete de los nueve binomios habilitados para las elecciones han presentado candidatos a la vicepresidencia sin ninguna preparación ni solvencia política. No los conocen ni en sus casas, y cuando abren la boca, sus declaraciones se viralizan por la vergüenza ajena que provocan. Ya no hacen noticia, hacen memes. Pasaron de ser candidatos a ser personajes, caricaturas del absurdo electoral.

Y es que el cargo de vicepresidente en Bolivia no es una figura decorativa ni ceremonial. Según el artículo 174 de la Constitución Política del Estado, el vicepresidente tiene el poder de reemplazar al presidente en caso de ausencia, encabeza la Asamblea Legislativa Plurinacional y actúa como bisagra —o más bien, como tornillo de presión— entre los dos poderes más importantes del Estado. El vicepresidente no solo legisla: también decide, presiona, coordina y empuja los engranajes del poder. Así fue con Álvaro García Linera, y aunque con otro estilo y otro enfoque, lo ha sido con David Choquehuanca, guste o no.

Pero el panorama actual es desolador. De los binomios inscritos, los únicos que han elegido con cierta lógica institucional y política son Samuel Doria Medina y Eva Copa. José Luis Lupo, acompañante de Samuel, tiene formación académica, experiencia administrativa y política, y un discurso que al menos intenta parecer serio. Jorge Richter, por su parte, tiene manejo del Estado, trayectoria, capacidad de articulación y una oratoria sobria. El resto… el resto parece salido de un sorteo callejero.

El caso más escandaloso es el de Juan Pablo Velasco, acompañante de Jorge Tuto Quiroga. En plena entrevista se refirió al Estado como un “empleador sexy” y dijo que se necesita “hacer sexy trabajar en el Estado” para que los jóvenes se interesen. Cuando le preguntaron sobre las leyes incendiarias y el drama ambiental, respondió que sus perros duermen con él y que los tiene tatuados. Tal cual. Los bosques ardiendo y él hablando de sus perros. El meme se escribió solo. Y el siguiente chiste fue la defensa abierta y pública de Tuto Quiroga festejando, arengando y agradeciendo las palabras de su ignoto ampañante.

Y por si faltaba espectáculo, tenemos a Edgar Uriona, acompañante de Jaime Dunn, quien en una entrevista confundió el Producto Interno Bruto con las Reservas Internacionales Netas. Balbuceó, se enredó y no supo explicar lo que cualquier bachiller de último curso debería poder distinguir. Si no puedes comprender lo básico de economía, ¿cómo vas a discutir presupuestos, políticas fiscales o planes de reactivación nacional? Así, los debates terminan siendo comedias involuntarias.

Pero el problema no es solo de estos dos. Felipe Quispe, acompañante de Jhonny Fernández, tampoco aporta trayectoria ni formación política sólida. Antonio Saravia, de la fórmula con Paulo Rodríguez, es un académico respetado, pero sin experiencia de gestión pública. Juan Carlos Medrano, compañero de Manfred Reyes Villa, tampoco destaca por sus aportes al debate público. Y Edman Lara, de la fórmula con Rodrigo Paz, sigue siendo una incógnita más grande que su propuesta política.

¿Quién elige así a su vicepresidente? ¿Con qué criterio? ¿Qué clase de responsabilidad tienen los candidatos presidenciales al seleccionar a un acompañante que, eventualmente, puede llegar a ser el primer mandatario en caso de ausencia o muerte? No se trata de buscar segundones obedientes, se trata de elegir a alguien con visión, formación y carácter para gobernar.

En la historia reciente del país, la figura del vicepresidente tuvo protagonismo clave. Víctor Hugo Cárdenas asumió el cargo como primer indígena en el Ejecutivo. Carlos Mesa llegó a la presidencia tras la renuncia de Goni. Álvaro García Linera se convirtió en el ideólogo del masismo. David Choquehuanca jugó un papel estratégico, aunque silencioso, como contrapeso al evismo. El cargo tiene peso, tiene historia, tiene consecuencias.

Pero ahora estamos ante una elección donde el 80% de los aspirantes al segundo cargo del país no tienen ni idea de lo que es la administración pública, ni la estructura del Estado, ni las responsabilidades constitucionales que les correspondería. Y lo más grave: sus propios compañeros de fórmula tampoco parecen saberlo. ¿Qué tipo de liderazgo podemos esperar de quien elige al azar al que podría ser su sucesor?

El problema también revela algo más profundo: la banalización del poder, la reducción de la política a marketing y cálculo. Al parecer, lo único que importa es llenar la planilla y completar el binomio. No importa si sabe, no importa si puede. Con que repita el guion de campaña y no moleste demasiado, ya es suficiente. Eso no es hacer política. Eso es jugar a gobernar.

Los electores merecen más. Bolivia merece más. Merece candidatos con visión, con equipo, con compromiso. La vicepresidencia no puede convertirse en un puesto de relleno para amigos, empresarios, improvisados o figuras decorativas. Debe ser ocupada por alguien que comprenda la complejidad del poder, que sepa qué hacer con él y que esté dispuesto a asumir las consecuencias.

Porque si seguimos llenando el segundo cargo del país con nombres sin biografía, sin experiencia, sin visión, sin propuesta, no solo estamos vaciando el Estado: estamos profundizando el abismo. Un abismo que se disfraza de democracia, pero que en realidad es una renuncia colectiva al futuro.

Que no se nos olvide: los vicepresidentes de hoy pueden ser los presidentes de mañana. Lo fueron Tuto y Mesa, lo fue García Linera en la práctica, lo pudo ser Cárdenas. ¿Nos imaginamos a Velasco o a Uriona tomando las riendas del país en una crisis nacional? Solo pensarlo da escalofríos.

En Bolivia no nos sobran liderazgos, y, sin embargo, los desperdiciamos. No hay crisis más profunda que la del pensamiento. Y eso se nota, se escucha, se viraliza. Nos estamos acostumbrando a lo ridículo, a lo banal, al meme. Pero en algún momento hay que mirar más allá del chiste y preguntarse: ¿quién está preparado para gobernar?

Vale recordar que Bolivia, con la reforma constitucional de 2009, convirtió la vicepresidencia en un puesto con poderes únicos en la región. Mientras en otros países este cargo es meramente sucesorio o ceremonial, en Bolivia el vicepresidente tiene influencia directa sobre dos de los cuatro órganos del Estado. En otras palabras, quien asume esa responsabilidad necesita tener formación en políticas públicas, conocimiento del funcionamiento del Estado y capacidad de negociación política al más alto nivel.

La experiencia de Álvaro García Linera marcó un punto de inflexión. Fue él quien transformó la figura del vicepresidente en una especie de ideólogo todopoderoso, con injerencia en todos los niveles de decisión. Después vino Choquehuanca, elegido con fines electorales, pero con un perfil conciliador que sirvió de contrapeso simbólico a las tensiones internas del MAS. Sin embargo, más allá de sus estilos y formas, ambos entendían la magnitud del cargo y lo ocuparon con una postura institucional. Hoy, esa línea se ha roto.

El artículo que escribí hace unos años (“El poder detrás del trono”) lo advertía: Bolivia es el único país que le otorga al vicepresidente poder sobre los órganos Ejecutivo y Legislativo, rompiendo con el principio de separación de poderes. Es una anomalía institucional que no ha sido corregida, pero que al menos debería obligarnos a elegir con más cuidado a quienes ocuparán ese cargo. No se trata solo de acompañar una fórmula electoral, sino de asumir un rol clave en la gobernabilidad del país. Por eso es inadmisible que se postulen a personas que no saben qué funciones cumplirán o cómo funciona el aparato estatal.

La vicepresidencia no puede ser ocupada por accidentados del azar, por cuotas de marketing electoral ni por advenedizos que pretenden jugar al poder sin conocer la enorme envergadura que implica el cargo. La vicepresidencia es, en Bolivia, poder real, estratégico y determinante. El que no lo entienda, no merece siquiera postular.

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