Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Saudosa maloca, Adoniran Barbosa, samba “blanco”, cuánta belleza en un disco traído de São Paulo en agosto 2004 por Lucélia. Pero, me pregunto, si esta casa que se ha desenvuelto en cajas, periódicos, máscaras y objetos de cerámica y metal es una de tristeza. Para nada, melancolía no la implica y mientras tomo un café de olla con un trozo de Boston Cake gozo con la memoria de tantas cosas. Cuando escribo, sentado frente a la ventana del barrio antiguo, no necesito embarcarme para derivar por el Río de la Duda; no es necesario. Tampoco desviarme del camino de Machacamarca y adentrarme en la antropofagia de Pazña. Todo está en que ajuste un tejido sobre el machihembrado amarillento y lea las señales entre los campos vacíos que dejan los tejedores y sus míticos monstruos, esas llanuras de color único o jaspeado que representan el altiplano donde se acuna Bolivia. Ha llegado un instante en que a la manera de Karl May podré mentir con desparpajo porque tengo el universo alrededor, desde escuchar los coros de la Guerra Europea, It’s a long long way to Tipperary, hasta el bufido de los camellos bactrianos de Tartaria.
Estábamos en Salónica, rodeados de bellezas armenias. La rebétika narra de crimen y dolor. He recorrido Grecia de manos de Pausanias, he leído y visto en Heródoto, Libro Primero de los Nueve, cómo Astiages soñó que del vientre de su hija salía una parra que cubría toda el Asia. Luego venían, cosa común, historias de sangre y envidia. Parras se extendieron, cada una sangrienta, desde Temujin a Timur pasando por bárbaros que impusieron paz extendida y larga de muerte. Historia del hombre, barbarie y desdén por la vida. Y, sin embargo, entre los almendros de Mesopotamia creció el arte, tajiks ensoñados cantaron por las quebradas bajo el olor de los damascos. Peter Brook los encontró cuando buscaba hombres notables. Gurdjieff viajaba en vagones llenos de alfombras; eran el oro pero sobre todo el arte. Obuses estallaban por las calles kurdas, daban saltos ornamentales en Crimea.
Hasta la guerra trae literatura, páginas impresionantes de belleza y dolor. Arde Sebastobol, ardía el 41. Explotan submarinos de centenas de millones de dólares. Dos tiranos enanos se reúnen en Vladivostok, recurro a las páginas de The Accidental Anarchist y analizo que en aquella Rusia corrupta e inhábil nada cambió en cien años. Las luces del Rostov ardiendo para mí son de cumpleaños. Era, en ese libro, 1905 en la memoria de Jacob Marateck, 1914 en Solzhenitsin. En los lagos que jamás descansaron de sangre, ya fuera livonia, teutónica, polaca, rusa, lituana y a ratos tártara, mugen los bisontes europeos desde muy dentro de la floresta oscura, la misma que Ludendorff quiere talar a plenitud para ganar. El 2018 proyecté un viaje que no se realizó porque Natalia Aleksandrovna prefirió quedarse en Vinnytsia, entre tranvía y café. Zamosc y Lublín se retrajeron en la sombra. El bosque durmió, solo insectos brillosos volaban por él.
Abrí pausado las páginas de un libro pero no leí. La brisa del parque Shevchenko tomó el tiempo, horas que transcurrieron llanas. Mis botas se relajaron, saboreé un chocolate. Un perro negro aparecía y huía del panorama con pasmosa velocidad. Hoy, mientras acomodo objetos en la maleta, se suceden instantes en que estaba allí, mirando indignado el nombre de Petliura en una calle, o dejando pasar uno y otro vagón de tren antes de que se alejara del aire el aroma de sardinas portuguesas tostadas a la parrilla en Porto. Envuelvo en trapos y plásticos botellas de ron previendo la fiesta. Compraré vino californiano en Miami antes de abordar el avión. Envuelvo en papel de diario preciosos vasos de cerveza que jamás llevaré. Acciones que aunque sé vanas me obligan a contar los dedos, a que ayer estaba en París y después hervía la blanca sopa marinera en el puerto de Arica. Los erizos eran de intenso carmesí. Mantequillas danesas y germanas untaban el pan francés. Ayer anduve por heridos recovecos de Tarata y hoy Ekaterina me sostiene la mano para no perderme en el laberinto de espejos. En Jarkov. Etta James y Woody Guthrie. Mandolina y acordeón, tubos musicales del desierto australiano, elefantes de Namibia.
Invocación y hechizo. Cuenta Daniel el día pasado que llamaban a los malos espíritus para acelerar la fanfarria. Nunca aparecieron. Sugiero caminar por Providence, por Nueva Inglaterra en general a partir del crepúsculo. Buscar penumbra, no neón. Si lo sabrá Lovecraft. El mar de Maine se agita y en su fría agua es tenebroso. Hasta allí llegan los tiburones dormidos y antediluvianos desde Groenlandia, los que viven a mil metros por debajo, donde la única iluminación proviene de la viscosa cubierta de los calamares gigantes. Hasta ahora no he encontrado entre mis cosas escondidas un hermoso caparazón de nautilus, cáscara bella rojiblanca que me hace imaginar Melville, Stevenson. Quiero tenerlo encima de una biblioteca. Ya dejé mi antiguo sextante con Álex, mis dos sables hindúes con Maxi, mi libro de Samoa al fondo de una caja, me alejo de un mar que a decir verdad jamás se acercó. Cuánta de nuestra aproximación a mucho es tan solo literaria, pero, volvemos a la historia de Karl May que hablaba de apaches y choctaws que no observó.
Crónicas de los Cheyenne, de los “soldados-perro”; memorias siempre revisitadas del incomparable James Fenimore Cooper. Recordábamos en el cumpleaños de Ed, el 11 aciago de septiembre, nuestro viaje de 1990 a West Virginia, iniciándolo en Harpers Ferry. Tanto sucedió desde entonces. Aly viajaba todavía en brazos de Ganímedes y Emily habitaba el vientre de su madre. En esos olvidados e increíblemente hermosos caminos rurales pensé en Matewan, en la guerra social del carbón. Por supuesto. Norteamérica es íntima, yo no tengo el concepto de patria pero sí de cercanía. He vivido más tiempo en los Estados Unidos que en mi propia tierra. Todo o casi todo lo he escrito aquí. Cliza renacía en las ventanas que apuntaban a la avenida Peoria. Los algarrobos de Tiataco se rememoraban en medio del invierno que decoraba los árboles de cristal. Mis novelas y textos varios, los exabruptos contra el poder, el embrujo del amor, desde aquí. De Bolivia guardo recuerdos de tetas y chicha kulli, de bailes de moreno y diablos que con la careta semejan más altos de lo que son. Pero a tiempo de sentarse y con un dedo teclear historias fue aquí. De fondo cuecas, a menudo, o pan con queso, o entierros a ritmo de caballos. En las tardes, rememoro cuando escribía El señor don Rómulo, bajo el sol puma, el gentío cansino lleva a alguien a enterrar. Los abuelos detienen la vida en casa de la calle Lanza cuando suena el Ángelus.
Cada paso, cada escollo y caída, encuentro en esta búsqueda. Materia alimentando recuerdo. Tiro a la basura un mechón de cabellos negros que todavía, cuarenta años después, huelen a ti. Arrojo mínimos calzones al fuego a los que se les evaporó el halo. Son telas de color impresas, no traen piernas consigo. Destruyo fetiches como hacía Francisco de Ávila en el Perú. Extirpador de idolatrías equivale a desfacedor de amores. Una a una registro y archivo a quienes fueron un nombre y cuya piel temblaba. De todos modos en estas postrimerías ni se acordarán de sí mismas. Vida cruel. Una máscara funeraria carga con ojos mustios. Un ibis de largo pico va a alzar vuelo por los últimos treinta y tres años. A dónde irá que no hay pantanos cerca. La Hidra, al mirarlo, ha convertido a un tucán en piedra negra. El pico rojo bien podría ser puñal asesino. Agarro una galleta de limón y la disuelvo en la boca. Trago de agua, Trago de sombra.
Las bandas resuenan como cincuenta años ha. Festejo, entorchados y serpentinas. Me doy cuenta que retorno, que las calles ya no tendrán esta miríada de vegetación ni la adustez en los muros. No estarán las hijas de fresca sonrisa ni el té nocturno en la terraza. Y sin embargo se mueve. E pur si muove. Lo sé.
Fotografía: CFC/834 North Clarkson Street, número 1