Maurizio Bagatin
Brujas es una de las muchas Venecia del norte, en la iglesia de Nuestra Señora, hay una Virgen con niño, llamada la Madonna de Brujas. Es una obra del maestro Miguel Angel Buonarroti, realizada alrededor del 1504. Pasé una tarde entera en admirar su placida suavidad, las líneas que, según los críticos de siempre, han sido moldeadas siguiendo las líneas de la mayor de sus obras anteriores, La Piedad. Miguel Angel la extrajo de una pieza única de mármol puro, ahí ya estaba, el Maestro cumplió solamente el milagro de mirar adentro de la pieza de mármol y extraer la obra de arte.
En Brujas hace frio. Frio de muerte, el viento del norte de Europa es implacable, desde el puerto entra un viento que corta las piernas y mutila el paisaje. Hay pinturas, en esta Brujas gris y melancólica, que conservan el frio del momento de su ejecución. Los pintores flamencos respetaban casi todas las reglas de la pintura de entonces, la perspectiva, los colores, el clima. Brueguel como El Bosco, Van Eyck como Rubens. Pero es el clima lo que me tormenta, este frio que penetra el cuerpo y no se va, se queda en el cuerpo. Cuadros de viejos pintores de corte, los menos conocidos, pero no menos violentos y crueles, recuerdan muchos artes de aquella época. En un pequeño museo de Brujas, el Museo Groeninge se encierra una joya de Van Eyc, la Virgen del canónigo Van der Paele. Encajes y bordados, comercio y grandes banqueros, una Bélgica que me hace más pensar en Mobutu Sese Seko y en Joseph Conrad que en el rey Balduino. Todo lo más auténtico, lo más cruel y lo más verdadero. El rey sigue siendo amado, los demás quedaron en el olvido, como ayer, como siempre. Zaire ya no existe y Maurice Maeterlinck vuela alto en el misterio del ser humano, abejas, hormigas, fermentos de la naturaleza.
En el viaje de ida, Waterloo y el verde de la planicie donde Napoleón encontró su gran derrota, el perfume a lúpulo y muchas papas fritas, “les frites” como a los belgas les deleita el paladar y el sumo lenguaje que sensibilizó hasta Rimbaud. Gris el cielo del pays noir, como trozos de carbón, mitad África y la otra mitad magistralmente descrita en las páginas de Amélie Nothomb. Caminando encontrarás a la enfermedad de Baudelaire, al Manneken Pis y escucharás a muchos franceses que siguen haciéndose la burla del pueblo belga, mientras el poeta sigue apagando el fuego, propio como el Menneken Pis: “La Poésie est ce qu’il y a de plus réel, c’est ce qui n’est complétement vrai que dans un autre monde…”.
Compro chocolate Côte d’Or, cigarrillos marca Belga, tomo café del Ruanda, es lo mejor que hay aquí. La piel tan blanca de sus mujeres va de contrasto con todo esto, sin embargo, desde la Brasserie Surréaliste entran y salen, rostros felices y sonrisas serias, habrán tomado cervezas negras, como una pieza de los colores de su bandera. Entra todo en un texto que escribí hace muchos años atrás. Mi primo me está aún esperando en la esquina de una calle de la vieja Liejas, yo soy un niño de 5 años y ahora me lleva al Museo Grand Curtius, donde toda la historia de esta ciudad ahí está reunida. Viajes, comercios y astucia de un tiempo que fue. Hoy la ciudad es apagada, sale el humo desde las chimeneas de los edificios, un “grand bateau” silba desde el Mosa, es una escena de L’Atalante, no será siempre Dita Parlo en asombrarnos, o la voz “fuera de horario” de Patti Smith. Me subo a un escarabajo color anaranjado y llego a Charleroi, la lasagna que prepara mi tía no ha sido aún mejorada por nadie, ella viajaba hasta nuestro pueblo para prepararnos esta delicia. Ahora está alistando sus valijas, el viaje en tren es largo, cruzarán colinas negras y ciudades de banqueros, paraísos fiscales legalizados por la Historia, verán el campesino de piel negra ordeñando las “vacas violetas” del chocolate de la competencia, una Suiza que es más esquizofrénica que una narración de Robert Walser. Alguna vez me pareció estar también en este Baile de la rata muerta, o en un cuadro de James Ensor, recuerdos de Montmartre o figuras pirandelescas, Ostenda que brilla en su carnaval funambulesco.
Sigo teniendo frio, Brujas me quedó impregnada, entramos en un café, chocolate hirviente o cerveza negra fría, como la que siempre me guardaba mi tía en su heladera, una Chimay negra que ahí me iba tomando, sentado en las gradas de su pequeño jardín, mirando la colina frente a Couillet, más allá las minas de carbón, el negro de sus entrañas, el negro en los pulmones de toda Marcinelle.
Imagen: James Ensor, Les cuisiniers dangereux