Rafael Narbona
Hace unos días, no pude resistir la tentación de enseñar mi nuevo televisor a un amigo. Gracias las grandes pantallas disponibles en el mercado, ya es posible transformar el salón de nuestras viviendas en una pequeña sala de proyección. Dado que estoy suscrito a Filmin, una plataforma creada en España, pude seleccionar Vértigo, de Alfred Hitchcock, para mostrar la calidad de imagen y sonido. Mi amigo y yo solo necesitamos unos instantes para engancharnos a la película, pese a que ambos la habíamos visto infinidad de veces. Una de las virtudes de los grandes clásicos es que siempre emocionan, quizás porque provocan la ilusión de que nos topamos con ellos por primera vez. Hitchcock no es un simple maestro del suspense, sino un director de cine con una sensibilidad pictórica y un profundo conocimiento de la naturaleza humana. La explosión de colores que acontece en Vértigo es una auténtica sinfonía. La música de Bernard Hermann acentúa la sensación de estar asistiendo a una delicada manifestación de belleza, donde las notas y los colores (verdes, lilas, azules, rojos o amarillos) se conciertan para movilizar sentimientos de asombro, placer y armonía. No es un alarde de simple preciosismo, sino un aldabonazo en el inconsciente.
En los títulos de crédito, el ojo de Kim Novak transita del blanco y negro al rojo, disolviéndose en un abismo de espirales multicolores. Se suceden el azul, el verde, el violeta, modulando la mirada hasta convertirla en un profundo interrogante: ¿quién nos mira? ¿Carlotta Valdés, la suicida que intenta apoderarse de Madelein Elster? ¿O Judy Barton, la impostora? ¿Confrontamos la mirada de un vivo o un difunto, de un ser real o una ficción? Hipnotizados por esas imágenes, el espectador siente que se adentra en un sueño. Hitchcock solo ha necesitado una breve secuencia para plasmar el milagro estético. Lo imaginario ha desplazado a la realidad, insinuando que las ensoñaciones tal vez son la verdadera realidad y nuestras experiencias, una mera alucinación.
¿Por qué no ya no se hacen películas así? Mi amigo me confesó que no soportaba el cine actual. ¿Puede interpretarse su comentario como un ejemplo de la inadaptación a los cambios? ¿Es la vejez —ambos nacimos en los sesenta del pasado siglo— la que inspira esta clase de apreciaciones? Creo que no. Entre los años treinta y cincuenta, Hollywood promovió un cine de altísima calidad que gozó del aprecio del público. Es la época de los grandes directores: John Ford, Howard Hawks, Orson Wells, Billy Wilder, Frank Capra, Fritz Lang, Otto Preminger, Joseph L. Mankiewicz, Alfred Hitchcock. Todos compartían la convicción de que hacía falta una historia sólida para realizar una buena película. Si algo caracteriza al cine de esa época, es la preocupación por el argumento. El cine es imagen, pero necesita una trama bien construida para fluir con eficacia. Vértigo es un gran película porque narra una historia digna de Henry James, meditando con lucidez sobre el amor, la vida y la muerte. El cine actual se ha infantilizando. Prefiere lo espectacular a lo profundo y certero. Las explosiones han reemplazado a las reflexiones. Lo explícito y superficial a lo misterioso y complejo. No creo que esa tendencia sea fruto de una deliberación cuidadosamente elaborada. Ni que obedezca al propósito de manipular las conciencias. Simplemente, los estudios han optado por lo más fácil. Entretenimiento en vez de arte. Comodidad en lugar de esfuerzo. Es más sencillo atrapar la atención del público mostrándole piruetas que obligándole a pensar.
Vértigo es una obra de arte porque explora las posibilidades del lenguaje cinematográfico y porque aborda —sin caer en el tedio y la pedantería— grandes cuestiones, como el pavor que nos inspira nuestra finitud. Cuando la falsa Madeleine visita un bosque de secuoyas con John «Scottie» Ferguson (un magnífico James Stewart) comenta que no le gustan esos árboles milenarios porque le recuerdan que algún día morirá. Al observar las anillas de un gigantesco trozo seccionado, señala que la existencia humana solo es un soplo efímero en un vendaval implacable. «Scottie» se enamora de ella, desconociendo que finge ser otra persona. Hitchcock desliza que el amor siempre es un espejismo, una confusión. La mente inventa lo que anhela, ignorando lo que no se ajusta a su deseo. En este caso, el amor no es solo una fantasía, sino una rebelión contra la razón y el tiempo. «Scottie» no acepta la aparente muerte de Madeleine. Su pasión desafía a la muerte, extendiéndose más allá de lo posible. Hitchcock flirtea con la necrofilia, pero sin concesiones a lo obsceno o truculento. El amor de «Scottie» se parece a los velos que utiliza para imprimir en las imágenes una dimensión onírica, sumiendo lo nítido e inmediato en una nebulosa. Frente al amor de Marjorie «Midge» Wood (Barbara Bel Geddes), que encarna lo humano y razonable, Madeleine parece una criatura de otro mundo, casi una diosa. Amar a una diosa constituye una temeridad. Puede destruir al humano que se aventura a enredarse en una relación asimétrica. El miedo de «Scottie» a las alturas puede interpretarse como impotencia sexual, pero es algo más. En realidad, se trata de la frustración producida por lo ilógico e irrealizable. «Scottie» solo superará su miedo al perder a Madeleine, tras descubrir que en realidad es Judy, una joven vulgar que trabaja como dependienta de una tienda de moda. Cuando se desmorona el ideal, solo cabe un aterrizaje forzoso en lo previsible y mediocre. El precio de recobrar la razón es caer en un mundo desprovisto de poesía. Alonso Quijano no lo soporta y agoniza murmurando frases desalentadoras que los testigos confunden con un gesto de lucidez. Tras la muerte de Judy, «Scottie» puede mirar al vacío sin tambalearse, pero su vacío interior ha crecido insoportablemente, dejándole suspendido en una cornisa de insatisfacción.
El cine actual da prioridad a la taquilla, restando importancia a la excelencia artística. Es un planteamiento nihilista, pues Hitchcock demostró que se podían vender muchas entradas con películas de enorme calidad. Todos salimos perdiendo. La sociedad se despeña por lo banal y la industria limita su registro a cuatro artificios circenses. Hace poco, Tom Cruise ha rodado una escena sumamente arriesgada para la saga de Misión imposible. Provisto de un paracaídas, se ha lanzado por un precipicio, utilizando una motocicleta de gran cilindrada. Admiro su coraje, pues ha descartado recurrir a un doble, pero sinceramente prefiero la imagen de Kim Novak mirando hipnotizada el agua, con el puente de San Francisco al fondo. La estampa podría ser un cuadro de Edward Hopper, mostrando la soledad del ser humano en el paisaje urbano, donde lo bello ya no está asociado a lo natural, sino al artificio y el ingenio. Ciertamente, ya no se hacen películas como antes, pero aún así de vez en cuando aparecen joyas como El pianista (Roman Polanski, 2002), El Gran Torino (Clint Eastwood, 2008), La vida de los otros (Florian Henckel von Donnersmarck, 2006) o Comanchería (David Mackenzie, 2016). El cine es un lenguaje poderosísimo y nunca se extinguirá. Para hacer una buena película no hace falta mucho dinero, sino sensibilidad y buenas ideas.