Javier Vayá Albert
Leyendo hace un par de semanas al inmenso Pablo Cerezal (algo que debería ser obligado para mejorar la especie humana) me enteré de que cumplía ochenta años ese genio del celuloide llamado Martin Scorsese. “Hemos llegado a ese tiempo en que nuestros cuerpos son tan viejos que se nos caen a pedazos” sin venir muy a cuento acudió a mi mente esta lacerante sentencia con la que Leonard Cohen se despedía de su amor Marianne. “Creo que si extiendes tu mano encontrarás la mía”, sin mucho sentido o con todo el del mundo en esa forma que tenemos (creo, quizá solo me ocurra a mí) los poetas de hilar las cosas que aparentemente no tienen hilo. Y es que yo pretendía hablar de cine, de cierto tipo de cine al menos, y eso me ha hecho sentirme casi más viejo con treinta años menos que el bueno de Martin. Un cine que supuraba identidad, pertenencia y un disparo de libertad en pleno entrecejo de la pacata sociedad biempensante americana de principios de los setenta. Un disparo imposible en la timorata sociedad global de la inmediatez, la multiplicidad de las pantallas y la pulcra ansiedad del ahora.
Mientras tecleo este mi primer artículo para Inmediaciones, solo tengo que levantar unos centímetros la vista para contemplar el guion de Casablanca presidiendo mi estudio. Acabo de cerrar el archivo de uno de los varios manuscritos que he terminado y a ninguna editorial del mundo le interesa. Se trata de un poemario dedicado exclusivamente al séptimo arte. Uno de mis primeros recuerdos es tener unos cuatro o cinco años y estar en mitad de una sala de cine abarrotada y expectante vitoreando los créditos del estreno de Superman (la de Richard Donner y Christopher Reeve, por supuesto, “nos caemos a pedazos…”) Mi padre me llevó un día a ver un western protagonizado por Elvis en que no cantaba una maldita canción. Poco después ambos, El Rey y mi padre, se largaron juntos por caminos diferentes. Resulta fácil si cierro los ojos rememorarme a mí mismo recorriendo los pasillos de algún videoclub. Observando absorto las carátulas de las cintas y las sinopsis y completando con mi imaginación cómo serían aquellas películas que tanto deseaba ver y mi economía de chaval de barrio no me lo permitía. De hecho, el único aparato de video, (Beta) lo atesoraba mi tío. Un cacharro enorme que obraba la magia y por el que estaba orgulloso de haber realizado un importante desembolso con su sueldo de albañil. Mis hermanos y yo nos colábamos con cualquier excusa en su salón, o sobornábamos con infalible ternura infantil a nuestra abuela para que nos permitiera, bajo solemne juramento de permanecer quietos y en silencio, acudir a aquellas proyecciones privadas y maravillosas.
También estaba el cine clásico que emitían en Televisión Española, a menudo a altas horas de la madrugada. O programas tan excelsos como imposibles ahora como Qué grande es el cine, capitaneado por Jose Luis Garci, con el que descubrimos tanto, aprendimos tanto cuando Internet no existía y las ansias de conocimiento nos desbordaban. Ya habíamos crecido, ya nos habíamos juntado con aquellos tan locos y raros como nosotros. Misma rebeldía, misma sed de vida, de cultura, misma hambre de fulgor y esplendor. Entonces necesitábamos a directores como Scorsese cuyos códigos de fraternidad y familia nos verbalizaban. Códigos del hampa si se quiere, pero que ponían imágenes y voz y reflejo al sentimiento de aquellos amigos que por entonces comenzábamos a llamarnos hermanos cuando esa palabra no era una modainsustancial y mal importada. Como llamo hermano a Pablo Cerezal que en su magnífico artículo explica todo esto mejor. Necesitábamos a un padre apócrifo y lejano, a aquel turista del horror como lo definió ese otro genio tan distinto llamado Billy Wilder. Necesitábamos a alguien que nos narrara sin tapujos la cara sucia y deformada de la vida. También de algún modo necesitábamos a todos aquellos que diseñaron fotograma a fotograma nuestra educación sentimental con la cartografía a menudo sangrienta de los perdedores. Todos esos jóvenes barbudos que según el mismo Wilder no necesitaban guion, tan solo una cámara al hombro y mover mucho el zoom.
Películas visionadas y revisitadas mil veces, creo que la primera que me fascinó fue Toro salvaje (Raging Bull) aunque paradojicamente el mayor golpe me lo propinó Taxi Driver. Éramos de tertulia cinéfila en los bares, de día del espectador y cervezas debatiendo la película en algún garito del barrio del Carmen. Éramos de Casino, Malas calles (Mean streets) y por supuesto de Uno de los nuestros (Goodfellas) los films de Scorsese nos enseñaban a fajarnos, a protegernos entre nosotros de los hoscos envites de cada día. Éramos también del moderno clasicismo de la insigne trilogía de El padrino, del alucinado adentramiento en el corazón de las tinieblas de Apocalipse Now y los océanos de tiempo cruzados por Drácula. Éramos de Coppola. Las comidas regadas con vino con mi amigo Juan exaltando los poemas visuales deStanley Kubrick. La elipsis del hueso en 2001, una odisea en el espacio (2001: A Space Odyssey), la incómoda belleza de la violencia en La naranja mecánica ( A Clockwork Orange), Jack Nicholsonconvirtiendo en obra maestra cumbre la charla con el camarero fantasma en El resplandor (The Shinning). Éramos de Perros de paja y de Tarde de perros, de El precio del poder (Scarface) y de Atrapado por su pasado (Carlito’s Way). Éramos de todo aquel cine, pertenecíamos a todo aquello y cuando creíamos que nada ni nadie podría llegar a ese nivel, recuerdo a mi amigo Jordi entregándome una cinta de video y diciendo “tú tan solo mira esto”. Se trataba de Reservoir dogs, de Quentin Tarantino llegando para hacernos volar la cabeza de nuevo. Pulp Fiction y chicas saliendo desmayadas del cine durante la escena de la inyección en el pecho de Uma Thurman. La última vez que he visto reaccionar al público de verdad en una sala.Éramos de Trainspotting y de El club de la lucha (Fight Club).
Éramos de un cine que nos hablaba de tú a tú, que nos miraba fijamente a los ojos, aunque la mayoría de veces lo que tenía que decirnos era duro y desagradable. Que nos sacudía. Éramos de un cine que nos hermanaba, que nos permitía reconocernos al instante entre nosotros de manera infalible y hermosamente épica como Uno de los nuestros.