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Una breve historia del vino

Maurizio Bagatin

Los antiguos griegos iban añadiendo vino al agua, no era por obtener de él ebriedad sino porque el agua no era pura y el vino habría matado cualquier germen presente en ella. In vino veritas recitaban griegos y latinos. A Plinio el Viejo es atribuida la frase en latín y a Alceo de Mitilene se le atribuye la frase en griego. Puedo solo imaginar al vino inventado por el hombre, desde su salida de aquella antiquísima gruta y al encontrarse con el fruto que habría llevado a la verdad y a la ebriedad. Étimo aún incierto, del latino vinum para algunos, se le ofrece un origen sanscrito que derivaría de Venus, vene que es placer y goce. No hay Historia sin él, remedio y veneno, perdición de patricios y de plebeyos, de reyes y de vasallos, de revolucionarios y de reaccionarios.

Recordaré el Lambrusco, que es un vino “frizzante”, y está al vocablo como el carácter está a la personalidad en un ser humano. Si pudiera, dejaría que me cuente Gino la alegría de aquel vino, en este dulce acompañarnos en las tardes del verano y durante el carnaval. Debe haber sido la fiesta que en aquellos años era un ritual desprendido de todo, seguía el estado de ánimo que deseaba vencer al horror del pasado. Lejos de la miseria y en continua búsqueda del bienestar. La ilusión estaba en la esquina, oculta detrás de cuanto brillaba y no era oro. Dulce como ciertas colinas de donde son originarias sus uvas, fluye fresco dentro las venas que reclaman endorfina y serotonina, luego bien se acomoda a la cocina tradicional de aquellas tierras y a la poesía de Virgilio. En su quinta bucólica, ya en el primer siglo antes de Cristo, Virgilio, citaba la vitis labrusca. El escritor Curzio Malaparte en la primera mitad del siglo XX, destaca el estrecho vínculo entre el Lambrusco, la música de Giuseppe Verdi y la novela La Cartuja de Parma de Stendhal. Otro poeta, Giosué Carducci, lo reclamaba para acompañar platos de pescado y algunos que otros quesos, y no rechazaba se le pague con ese vino y con vernaccia las colaboraciones a la revista “Cronaca bizantina” (eso será con gran placer de mi amigo el Gótico…).

Cada región tiene sus vinos, cada pedazo de tierra tiene un carácter para hacer que la uva tenga su personalidad, así el vino, así la ebriedad. En mi región de origen se perdió el nombre de uno de nuestros vinos privilegiados, el Tocai, su denominación de origen fu ganada por la región húngara del mismo nombre, Tokaj. Al vino friulano no le quedó que quedarse con el nombre de Friulano.

Mi abuela me introdujo al buen habito de tomar vino. Desde niño me enseñó que el vino es un producto que al hombre ofrece alegría, euforia, ebriedad, pero también puede llevarlo a embrutecerse, a ser violento y en el peor de sus consecuencias, volverlo alcohólico. Por eso en una taza enlozada trazó algunas rayas indicándome a cada edad de mi crecimiento cual era la cantidad de vino que podía tomar, de manera que disfrutara del vino y nunca exageraras. Fue siempre sabia la abuela Ángela, administró durante muchos años una peña con un nombre fiel a una de las propiedades del vino, la de ser restaurador de paz y de refrescar ánimos y quietar cansancios. Se llamaba “La Frasca”, la peña donde un buen vino acompañaba siempre una sabrosa comida y alegraba el buen baile dominguero.

Visité en Tarija a uno de los más antiguos viticultores del valle tarijeño, Don Julio Kohlberg, según cuantos nos habían indicado él conservaba en su tierra unas plantas de olivos que estaban produciendo una considerable cantidad de aceitunas. Fuimos y salimos cantando y bailando una simbiosis de cuecas tarijeñas con tarantela napolitana que dejó boquiabierta a todos los presentes. Nos había invitado uno de sus mejores vinos, uno de estos vinos que tomaban solo él y sus mejores amigos. Me acordé de cuando se iba alguna vez a comprar vino en casa de algunos campesinos, y ellos siempre muy orgullosos de sus cantinas y de sus vinos, nos hacían degustar siempre las mejores añadas de vinos, pero a la hora de vendérnoslos, nos enchufaban las más baratas que no era que la menor calidad. No fue así con Don Julio, nos regaló una de estas preciosa botellas de su mejor cosecha y nos habló una tarde entera de sus aventuras vitivinícolas en Tarija. De cómo peleó con varios productores del lugar para introducir el Sirah, de cómo llegó el Tannat a Bolivia, de la vez que compró cepas de uvas de los viveros de un pueblo cerca de mi casa, de Rauscedo, lugar reconocido mundialmente por sus viveros de uvas. El vino apagó el dulce escalofrió que recorrió por mi cuerpo, iba imaginando la uva cultivada cerca de mi casa, en esta tierra tan pedregosa y que ahora estaba aquí al lado de donde estaba tomando una copa de este vino que la Andalucía de Bolivia producía tan enérgicamente. Cuerpos adentro de una botella, personalidades que viajan con el tiempo, el maíz, la papa, el tomate que revolucionan la gastronomía europea, el vino que embriaga el realismo mágico latinoamericano.

A una despida de soltero de un amigo del centro de Italia tuvimos la grata sorpresa de que nos invite el Vino Santo, un vino que su abuelo había enterrado en el patio del jardín, enterrado con el deseo testamentario de que se abriera y se tomara solamente si el nieto se hubiera casado. Y así fue, nosotros, siempre curiosos de aventuras y de sabores nuevos, nos lo tomamos como si fuera un cualquier vino, cuatro botellas sigiladas casi un siglo atrás y que en unas horas desaparecieron. Crema embriagadora que acompañamos con “aceitunas ascolanas” y brochetas a la brasa.

Marsala, Zibibbo, Lagrima Christi, Negroamaro, Vino Passito, Vischoqueña, son solo algunos de los vinos más “extraños” que tomé, el más fuerte fue un vino californiano que tomamos en un restaurante de la Big Tower de Toronto. Brutal borrachera. El vino más increíble, un vino de San Giorgio Jonico, vino de la soleada Apulia, vino que acompañaba charlas nocturnas y encuentros diarios en Villa Peripato. Poesía o prosa del Spleen parisino de Baudelaire, hay que emborracharse siempre cuando enero es mucho y febrero será trucho…

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