Carlos Battaglini
Cuenta Carlos Battaglini que la pasada semana, o hace dos, tuvo que descansar. Aquejado de agotamiento y una incipiente gripe, el escritor, peor persona, se tendió en su cama. Al menos por unas horas. Y es que se empeñaba este hombre en “aprovechar” cada segundo, cada minuto, cada hora que disponemos al día, desde que abrimos los ojos y despertamos. Abiertos al día, 2013. Piénsenlo bien, estamos en 2013, principios de octubre. La vida era así en octubre, en 2013.
Battaglini, obsesionado por el tiempo (dañino y genial Rubén Darío, quien nos recordó la importancia del tiempo con su “el tiempo es oro”, pero que a la vez, estresó a toda la sociedad occidental) quería aprovechar cada respiro. Siempre con prisas, sin tiempo para apreciar. Lo que vivía alrededor. De ahí la respiración forzada, los continuos suspiros, y finalmente, el insomnio. Al día siguiente, se levantaba cansado el escritor, cumpliendo el horario sí, pero bajo mínimos.
Es cuando el cuerpo avisa, se queja, advierte Battaglini. Sabes que no puedes seguir así. Y Battaglini lo sabía, pero aún así, seguía apurando: muchas horas de escritura, lectura, más cosas… De ahí el agotamiento, por eso la gripe. Así que Carlos, un buen día, tuvo que tenderse sobre la cama. Sobre la cama. Cuando despertó al cabo de unas jornadas, tomó una decisión dolorosa. Trágica para una cabeza germánica como la suya, donde la flexibilidad es ese mosquito que sólo se ve y escucha esporádicamente. “un rato”, se dijo. Nada más.
Eso es. Decidió el escritor pues, escribir un rato justo. De pronto apareció un arco iris. Parecía como si Carlos se hubiese convertido en el primo de Zumosol. Era así. Estaba fuerte. Estudiaba menos, pero la calidad del estudio era superior. Escribía lo mismo, pero más fresco, atento al detalle, al mosquito, a la decoración de su baño. Leía lo mismo, pero en el mismo tiempo devoraba casi el doble de las páginas que antes. Atila.
Tenía en fin, Battaglini, tiempo de ver otras cosas. De mirar al sol y dejarse disparar por la mañana por sus rayos. De escuchar la lluvia tropezar sobre la claraboya, tun, toc, de acariciar a la perra, y de descubrir su casa, los objetos, la ropa que circundaba alrededor de él, nunca antes se había dado cuenta ¡nunca! Recordó a Giacometti y se sintió fascinado por los objetos que lo rodeaban.
Prestó atención a los baños. Descubrió Battaglini que en su casa había tres baños. Que el de planta de arriba era el que tenía la mejor luz, cuarto ideal para practicar la felicidad. Cayó en la cuenta Carlos, que las vistas de los tres baños eran diferentes.
Desde la ventanita de uno, tan solo se podía apreciar un trocito de antena televisiva, culebresca, enrollada, formando una especie de garabato, una arábiga adivinanza en forma de ocho horizontal. Desde la ventana del otro, tan sólo podía observar un muro blanco, una marquesina de madera barnizada. Encerrado.
Por el agujero del baño de arriba, se veía sobre todo la cocina de los vecinos. Carlos siempre cerraba la ventana de este baño, temiendo que algún vecino/a observase más de la cuenta.
El mármol como tema en el baño de arriba, el granito en el de abajo, o no era granito, no sé. Le preguntaré a Battaglini. Azulejos pintados de plantas, raíces, ramas…
Todo eso iba descubriendo Carlos desde las cuatro horas. Notó que su cabeza estaba fresca a las once de la noche: insólito hecho. Y recordó la importancia de la paciencia, de la armonía cuerpo – alma.
De escucharse a uno, de recordar que no hay necesidad de “matarse” sin motivo. Que muchas veces, la genialidad sale cuando somos armónicos, agua, y descubrimos el ratio, la tarifa que tiene y nos pide nuestro cuerpo. Y sí, nuestra alma.
Le gustó a Battaglini, leer en la Arboleda Perdida de Alberti, un pasaje inadvertido donde el poeta dice, “estaba en mi cuarto haciendo nada, esperando a que pasase el tiempo”. Es la relatividad, dice Battaglini, ya lo dijo Engels: “más cosas pueden pasar en veinte segundos que en veinte años”. Pero esto, ya habla Battaglini, debe ocurrir cuando uno comprende.
Y es que a veces, pareciese como si sólo el sufrimiento fuese la señal de que todo sigue su correcto curso. Daría la impresión de que sólo aquellos objetivos que transcurriesen por un camino espinoso, dan el fruto, el logro bañado por el sudor, la sangre.
Sospechoso era el arte, el trabajo que funcionase, que resultase sin trastorno alguno, ya sea físico o psíquico. Y a veces, me dijo Battaglini, uno descubre como la carta de Poe está ahí en frente de ti, que no hace falta rebuscar tanto.
Que tiempo, ¡ay el tiempo! Siempre hay, sí, que tiempo siempre hay. “Luego tendría tiempo de sobra”, dice también Alberti en la Arboleda. Tendría tiempo de sobra para hacer las cosas que quería hacer. Y mucho antes por cierto, de superar las nueve décadas. Todo esto me recordó Battaglini.