Maurizio Bagatin
Maizales aun verdes y molles centenarios. Las lagunas se han finalmente cargado, ibis y patos silvestres van zambulléndose como niños felices. Un poeta de aquí me dijo que estamos en puqoypacha, el otoño, que en quechua sigue siendo dulce como el runasimi. Intento, cada vez con más atención, seguir los labios de la gente que extraen las palabras. Detengo el tiempo que en el campo es mágico y violento. Vendrá nuevamente la primavera. Una mujer la llama pauqarwara, otra insiste que desde sus abuelos siempre la llamaban chiraupacha. Pasará también el invierno, chirimit’a le dicen todos por aquí, en esto todos están de acuerdo. Ya hay leña preparada para esta estación, la pesada frazada de lana de oveja y una sonrisa, aunque de vez en cuando, para calentar lo más necesario.
Unas cuantas cuadras separan un mundo, o tal vez unen una separación histórica, una pérdida de la memoria. En aquella época, cuando vivieron personajes hoy casi en el olvido, los sueños eran muchos mas grandes que los de ahora. Y también las distancias. El siglo corto y sus grandes contradicciones hoy lo vemos con un filtro atónito y las memorias frágiles. Jesús Lara y Gualberto Villarroel nacieron en esta tierra fértil y cruel, donde la chicha y la fiesta son más revolucionarias que los sindicatos agrarios. El pobre y la “ranquera” tienen los mismos hábitos, la misma mirada desdeñosa, el pícaro es cumplido, el “mañazo” se ha actualizado, el caballero es moderno, la mujer siempre sumisa. El padrino cumple mas que el presidente de la nación.
Aquí muchos fueron hijos de curas. El encholamiento y el mestizaje estaban ahí. Las secuelas de la Reforma Agraria siguen impresas en las páginas que escribieron los ganadores, son narraciones de la violencia y del minifundio que pasaron por encima de la mas grande tragedia, la Guerra del Chaco. La literatura tiene en sus manos este poder, mientras todo fluye como los cambios de amos recurrentes en la historia de la humanidad.
K’uchumuela está cerca, en aquel “rincón” los hongos “k’allanpa” son de casa, Villarroel andaba descalzo bajo el bosquecillo, mirando de lejos la “perla del valle alto”; el semen de la dignidad y de la rebelión hervía, el que ocurrirá después marca una herida que aun no se sanó. Don Félix me habla de la semilla de alfa alfa, Doña Agustina de su pasado con las Bartolina Sisa: ya no hay jóvenes en el campo. Veo cruzar la calle a Wayra, un “repete”, el signo de un tiempo lejano cuando pocos eran los piqueros y mucha la producción agrícola. Hoy dudamos hasta de la semilla con la cual se elabora el néctar del valle.
En estos inmensos espacios se oyen palabras que son intraducibles, estados de ánimos y sentimientos que siguen buscando su par. El quechua sigue siendo el enigma de José María Arguedas: Celeida y Nelly me hablan en su lengua madre, ¿será que sus hijos heredarán este inmenso patrimonio? ¿El Diccionario de Jesús Lara y la pasión política de Gualberto Villarroel? Mientras las ciudades ya no dicen nada, no ofrecen nada de primordial, un mundo le añora y otro busca alejarse de ellas.
Foto: Bicicleta “robacholita” en Aramasi