Maximiliano J. Benítez
…Recuerdo que uno de esos días, ahora tan lejanos, subí con cierta dificultad hasta un desfiladero que se alzaba a un lado de la playa. El camino era difícil e incluso peligroso si no se hacía con precaución, pero conseguí alcanzar aquellas rocas cubiertas de excrementos de gaviotas y conchitas petrificadas. Desde allí podía contemplar todo el océano, inmenso e imperturbable. Jana jugaba unos metros más abajo, en la arena, buscando tesoros marinos junto al remanso de las olas. Elena no paraba de hacerse fotos en soledad. Alcé la mirada y comprendí que todos los turistas que estaban en ese momento en la playa hacían más o menos lo mismo que ella. Me quedé dormido en el desfiladero, sobre una roca cubierta de musgo, mecido por la imagen de las olas que arrastraban la espuma a la costa. Desperté unos minutos después, aturdido por un sueño breve y vertiginoso. Y fue entonces, al bajar la mirada una vez más a playa, que me sentí muy lejos del género humano. Muy lejos de aquellas gentes. Desperté, sí, pero con otros ojos. Si la especie humana era aquella pantomima que veía a pie de playa, desde luego que no me sentía parte de ella. Bajé del peñón y caminé descalzo por la arena. Jana continuaba con su exploración del mundo nuevo. Contemplando a mi hija absorta en la tarea de buscar conchas y piedras multicolores con los pies enterrados en la arena húmeda y viva, sentí ese acantilado, ese peñón, esas rocas sin tiempo, esas algas que acariciaban mis pantorrillas y esas gaviotas sobrevolando nuestra humanidad tan pérfida, tan ajena. Con ojos de raíz insondable observé a aquellas gentes, el olor a bronceador y sus chillonas ropas de baño, sus cámaras fotográficas en mano a la espera de la instantánea adecuada para atesorar en la memoria ajena. Les observaba con curiosidad de gaviota y conmiseración de ciudadano del mundo. Y aunque mi aspecto a simple vista fuera el mismo, yo me aferraba a las paredes agrietadas del peñón, como aquellos arbustos, como aquellos nidos, como esas cáscaras adheridas a la vida de mar. Hubiera querido verlo todo para siempre a vuelo de gaviota o retozar en la cresta amarillenta de la ola, pero entonces ya estaba nuevamente en la ciudad, con mis calcetines sintéticos, la gorrita del fast-food y esos zapatos tan lustrosos que tanto me apretaban. Nunca más (creo que me dije) volveré a ser ave o arbusto en el acantilado hasta que aquellas gentes sean un auténtico descubrimiento. Jana se acercó con las manos formando un cuenco erizado de piedritas y conchas vacías. Mis ojos se llenaron de lágrimas que supe disimular con una sonrisa lastimosa y sincera. Y entonces la abracé, como quien se abraza a una almohada de plumas en invierno.
Yo sé que volverás a aquella playa. Y sé que subirás a aquel peñón, con no poco esfuerzo, para ver desde las alturas de tu memoria la cresta de las olas acercarse a morir a la orilla, el vuelo de las aves, la llegada silenciosa de las algas. Y puede que también te recuestes a soñar, en aquellas rocas cubiertas de tierno musgo marítimo, el sueño de un hombre de otro tiempo.