Sagrario García Sanz
A las 8:00 horas en punto, Lucía estaba en el andén como cada mañana. Esa era la rutina que seguía como trabajadora por cuenta ajena que vivía en el extrarradio de una gran ciudad y que tenía que cubrir la considerable distancia en tren que distaba de su casa a su puesto de trabajo.
Cuarenta y cinco minutos de trayecto, por fortuna sin trasbordos, tanto de ida como de vuelta, que daban para devorar un considerable número de libros y que hacían el necesario tránsito tan llevadero como enriquecedor.
Cada mañana elegía su asiento, preferiblemente de ventanilla, para alternar el enfoque visual entre la corta distancia del libro y la larga distancia del paisaje, donde el número de veces que levantaba la vista era inversamente proporcional al grado de interés de la obra. Eso hacía que, muchas veces, el trayecto pasara volando y que, cuando por fin miraba a lo lejos, los contornos se mostraran ciertamente desdibujados y tuviera que parpadear varias veces para tratar de recuperar el enfoque. Cuando esto sucedía, se acordaba de su incipiente miopía y se acomodaba las gafas con su dedo corazón, ya que estas tenían la recurrente costumbre de descender levemente por el puente de su nariz.
Ese día tocaba “Crimen y castigo”, un clásico del que ya llevaba más de la mitad leído y que la tenía completamente enganchada. Se había encontrado el tren excepcionalmente lleno, así que ocupó uno de los últimos asientos libres en un extremo del vagón y en la zona de pasillo y, cuando estuvo bien acomodada, se sumergió en la lectura de Dostoyevski.
Quizás habrían transcurrido unos quince minutos cuando levantó distraídamente la vista para reflexionar sobre la mente tan perturbada como brillante del protagonista, cuando se percató de que su vagón se había vaciado considerablemente, de hecho, se sorprendió comprobando que se había quedado sola en su zona de cuatro asientos.
Le extrañó no haberse dado cuenta de ello, pero lo justificó con su concentración en el libro, así que se cambió a un asiento de ventanilla, miró unos segundos el paisaje y se volvió a centrar en la lectura. Sin embargo, esta inusual circunstancia adquirió cierto protagonismo porque Lucía no se sumergió por completo en el libro, sino que levantó la vista varias veces para observar, curiosa, el aforo del vagón. En principio, se mantenía igual porque no se habían detenido en ninguna estación, pero, al atravesar un túnel e irse momentáneamente la luz, cuando volvió a mirar, comprobó atónita que se encontraba completamente sola.
Lucía no daba crédito, parpadeó nerviosamente, se ajustó sus gafas, se las quitó y frotó sus ojos y se las volvió a poner, pero el escenario seguía siendo el mismo: allí no había nadie más que ella. Dejó a un lado su libro electrónico y se levantó para recorrer el vagón mientras observaba inquieta incluso bajo los asientos. Miró también por los cristales de las puertas que pasaban de un vagón a otro en ambos extremos y tampoco divisó a nadie.
¿Cómo era posible algo así?, ¿es que acaso había atravesado algún portal espacio-tiempo? Se sorprendió a sí misma planteándose una cuestión que, en otro momento, habría resultado absurda, pero que ahora no le parecía en absoluto descabellada. No tenía ni idea de lo que estaba pasando y estaba tan desconcertada que era incapaz de pensar con claridad, solo acertaba a mirar angustiosamente a su alrededor como si esperara que los desaparecidos viajeros se volvieran a materializar delante de sus ojos.
Entonces, miró por la ventanilla por si en el exterior observara algo extraño también, pero lo único que notó es que el tren empezaba a aminorar la velocidad. Aunque aún no era su parada y, en ese momento, desconocía qué parada era la siguiente, decidió bajarse, así que cogió sus cosas y se dirigió a las puertas más cercanas.
Tuvo que sujetar con fuerza el libro electrónico dado el temblor de sus manos, pero, más aún cuando las puertas del tren se abrieron y miró a su alrededor. No muy convencida, se apeó con paso vacilante mientras miraba boquiabierta lo que parecía una estación de ferrocarril del siglo pasado, aunque más sorprendidos la miraban a ella y al curioso objeto que portaba en sus manos las personas de la época que ahora se mostraba ante los fascinados ojos de Lucía.
Definitivamente, sí parecía haber atravesado un portal espacio-tiempo, volvió a pensar, o si no, ¿qué otra explicación había? De hecho, al girarse para ver partir el tren del que acababa de apearse, comprobó, con renovada sorpresa, que era una máquina de vapor acorde a la época.
Rápidamente, guardó el libro electrónico en su mochila y pensó que lo mejor sería intentar pasar lo más desapercibida posible, pero se dio cuenta de que una niña de unos cinco años la miraba con gesto risueño.
La pequeña se acercó tímidamente a la joven y, cuando estuvo frente a ella, tiró de la manga de Lucía, quién se agachó para ponerse a su misma altura. La niña sacó del bolsillo de un bonito vestido de encaje lo que parecía una pulsera hecha con hilos rojos y cuentas doradas, y la colocó delicadamente en la muñeca derecha de la joven, que aún no había conseguido cerrar la boca provocada por el asombro.
Acto seguido, la niña se marchó corriendo sin que diera opción a que Lucía pudiera decir palabra y, allí agachada, ya consiguió cerrar su boca y observar con curiosidad la pulsera que le había puesto la niña. Era sencilla pero bonita, con un trenzado bien elaborado. Acto seguido, se incorporó y pensó en dirigirse hacia la salida de la estación. Sin embargo, llamó su atención que la gente que había allí ya no la seguía mirando a ella, sino que miraban estupefactos en otra dirección. Lucía siguió las miradas de la gente y vio cómo otro tren entraba en la estación, pero lo que realmente llamaba la atención de los presentes es que ese no era un tren de la época, sino uno de los del siglo veintiuno que tan bien conocía Lucía.
El moderno tren paró en la estación y, al abrirse las puertas, un hombre trajeado se dirigió a la joven desde el interior:
–Por favor, suba al tren, hemos de corregir un error.
–¿Un error? –preguntó Lucía.
–Momento y persona equivocada, ha de regresar. –respondió el hombre.
La joven no se lo pensó dos veces, si era su opción para volver, la aprovecharía. Consideró que subir a ese tren pintaba mejor que quedarse allí, así que así lo hizo, y cuando iba a tratar de aclarar sus dudas con el hombre del traje, despertó sobresaltada en el asiento que había ocupado para ir a trabajar. Tenía el libro electrónico sobre su regazo con el protector de pantalla activado y estaba llegando a su parada.
Todo parecía haber sido un sueño, ¿o tal vez no? Porque, aparte de la tremenda sensación de realidad de los hechos supuestamente soñados, vio cómo en su muñeca derecha llevaba puesta una pulsera de hilos rojos y cuentas doradas con una consistencia muy real.