Patxi Irurzun
Publicamos algunos fragmentos del libro «Tratado de Hortografía», nueva novela de nuestro colaborador, Patxi Irurzun.
Sinopsis
El protagonista de este diario es un viejo rockero. Una antigua estrella del Rock Radikal Vasco que ha perdido todo su fulgor. El cantante de un grupo llamado Los Tampones, cuya canción más popular se titulaba Estamos contra las reglas y que protagonizaron un sonado escándalo nacional cuando aparecieron tocándola en un conocido programa de televisión.
Pero eso fue antes, hace mucho tiempo, en los convulsos años 80. Ahora, nuestro antihéroe sobrevive a la precariedad trabajando en una pequeña biblioteca y escribiendo, sin pena ni gloria, “novelas literarias” y columnas en un periódico local. Y sobrevive también, y sobre todo, a la complicada adolescencia de sus dos hijos mellizos —Silvio y Janis— y a la reciente pérdida de su pareja y madre de ambos.
La única manera de superar el duelo y la apatía será integrarse en un grupo de guerrilla ortográfica que se dedica a corregir los rótulos y carteles de Jamerdana, su ciudad; y la única manera de conseguir que sus hijos dejen de verlo como a un marciano, y viceversa, volver a reunir a Los Tampones para un concierto excepcional y benéfico a favor del instituto de los mellizos, que se cae a cachos.
Martes, 27 de noviembre de 2018
Ayer acabé el libro y hoy he empezado a andar. Sí, lo sé, ayer escribí lo mismo. Pero me lo inventé todo. Era mi columna del periódico. En el fondo es igual: ahora que está escrito y publicado, de algún modo es cierto. Cuando empecé a escribir dejaba a mi madre que fuera mi lectora cero —ahora creo que se dice así—, es decir, la primera que leyera mis historias.
—¡Pero si este eres tú! —solía reconocerme ella en mis cuentos, aunque los protagonistas fueran más guapos o más atrevidos que yo, o más atormentados, o más cabrones, aunque tuvieran otra apariencia física u otro sexo.
Y, aunque solía enfadarme mucho, mi madre tenía razón. Todo lo que me inventaba era cierto. Y todo lo cierto, mentira.
Yo ya me entiendo.
El caso es que hoy he salido a andar. Sigue lloviendo en la calle, como en aquella canción de Los Suaves. Pasa una tía y la miras. Ella no te hace ni caso. Sigues andando y la olvidas. Etcétera.
Tengo un agujero en la bota y se me ha empapado el calcetín. Son mis mejores botas, con las que he pasado los últimos inviernos. Pero tendré que comprarme otras. Si puedo. Los mellizos también necesitan botas nuevas. ¿Cuándo dejan de crecerles los pies a los adolescentes? ¿Y cuándo tardarán en pagarme el adelanto en la editorial?
Me va a dar mucha pena deshacerme de estas botas. Mis botas conocen cómo huele el suelo. Podría reconstruir mi vida entera si alguien colocara ante mis ojos todas las botas que he tenido a lo largo de ella. Recuerdo, por ejemplo, los pisamierdas que llevaba puestos el día que conocí a Maider, en aquel concierto de Barricada. Y las Dr. Martens rojas que ella me regaló para tocar con Los Tampones, nuestro grupo. Recuerdo las John Smith de cuero que me puse el día que esparcimos sus cenizas en la ría…
Sí, me he acordado de todo eso mientras andaba. No ha sido un paseo muy largo. En realidad, no necesito andar para pensar. A veces es mejor no pensar. He decidido empezar a andar sólo por una cuestión de salud. Tengo casi cincuenta años y estoy hecho una piltrafa. Las rodillas me tiemblan y crujen si intento correr a coger el autobús y el corazón se me acelera cuando subo las escaleras de casa; y eso que solo vivo en un segundo. La muerte es un camino que se estrecha y si quiero seguir avanzando por él tendré que bajar barriga. No me quiero morir aún. No puedo hacerlo, mejor dicho. Tengo dos hijos de catorce años que creen que lo saben todo y no tienen ni puta idea de nada. Y algunos libros por escribir todavía, creo.
Jueves, 13 de diciembre de 2018
(…) Irubide, el viejo instituto de Beirut, nuestro barrio, se cae a pedazos y los padres llevamos meses movilizándonos (manifestaciones, cortes de carretera, manifestaciones para denunciar las multas por los cortes de carretera) y reclamando que lo rehabiliten o construyan otro, antes de que se les derrumbe encima a nuestros hijos durante una clase de valores éticos.
Irubide fue también mi instituto y entonces ya era viejo. Un viejo instituto vapuleado por el paso por sus aulas de cientos de chavales nacidos durante el baby boom que casi cada semana hacíamos una huelga y tirábamos las sillas y las mesas por las ventanas para darles fuego y cruzar barricadas.
Después, la mayoría nos fuimos del barrio y nuestros padres se hicieron mayores y se fueron muriendo e Irubide y Beirut se quedaron vacíos, hasta que los hijos pródigos empezamos a divorciarnos o a ser desahuciados, y regresamos a casa, con nuestros hijos millennials —ahora creo que se dice así— y el instituto y el barrio volvieron a llenarse de chavales llenos de ira.
Mis hijos van, pues, al mismo instituto en el que estudié yo. Ellos lo odian. Yo, por el contrario, tengo un buen recuerdo de aquella época. Pasar a Irubide desde el apartheid sexual de los escolapios supuso para mí un cambio brutal. En el instituto se fumaba en los pasillos, se faltaba alegremente a clase para ir a beber botellines de cerveza al bar (que estaba dentro del propio instituto) o a tirar piedras a la policía… ¡Y había chicas! Chicas con el pelo cardado y pantalones ajustados y chupas de cuero —con hombreras— y chapas antinucleares o de Eskorbuto o de Kortatu. Chicas por todos los lados. ¡Chicas en la clase de gimnasia!…
Sábado, 22 de diciembre de 2018
Janis continúa pasándose las horas muertas en la cama. Lo malo es que hoy empiezan las vacaciones de Navidad. Hasta ahora, al menos, se levantaba para ir al instituto.
Debe de ser horrible tener catorce años y no tener fuerzas para salir de la cama, sentir todo lo que hay más allá de la puerta de tu habitación como territorio hostil. Ahora, me parece algo inconcebible, un desperdicio gratuito, justo cuando tu vida se encuentra en su plenitud, pero a la vez, entre los jirones de niebla, recuerdo mi adolescencia llena de tormentas, de temblores, de camisetas empapadas en sudor, de días interminables y de noches terribles, dando vueltas en la cama, esperando al amanecer como a un enemigo.
Después, llegó el punk, y con él el ruido y la furia. Todavía confío en que Janis y Silvio descubran algo parecido; pero creo que no será gracias a la música. Janis ha dejado de ir a las clases de batería. Se me cae el alma a los pies cada vez que vuelvo de la biblioteca y la encuentro en su cuarto, tumbada en la cama, con toda la ropa tirada por el suelo, la persiana echada… Me gustaría verla derrumbarse, llorar, incluso insultarme o dar puñetazos a las paredes, como hizo aquella vez su hermano, pero ella simplemente está ahí, dejando que la vida pase, creyendo que así lo hace sin rozarle, sin saber todavía que entre todas las horas que hieren las más afiladas son las horas muertas.
Sábado 19 de enero de 2019
Aquella tarde, antes de ir al ensayo, el Txino y yo nos la pasamos encendiendo nerviosos Fortunas, cada uno con la pava del anterior, sentados en el banco de un parque. No nos lo podíamos creer. ¡Maider me leía! (Por entonces yo había empezado a enviar mis relatos a un montón de fanzines y revistas como Monográfico, Borraska, Vinalia Trippers, Tambores de guerra…).
—¡Y yo voy a tocar una batería de verdad! —repetía excitado el Txino una y otra vez.
Sin embargo, cuando llegamos a la lonja, Maider no estaba y en lugar de una batería nos encontramos media docena de latas de conserva oxidadas y varios cubos de detergente vacíos.
—¿Qué esperabais, pardillos? —Se rió despectivamente Sid Zurruto, al ver nuestras caras de decepción—. Esto del rocanrol es una ruina —dijo, y luego se acercó al micrófono y comenzó a cantar aquel tema de Hertzainak: Euskadin rockanrolak ez du inoiz dirurik emanen[1].
Sid llevaba puesta una cazadora de cuero con tachuelas, tenía las orejas perforadas por media docena de pendientes y calzaba botas de militar. Su aspecto era imponente y su voz una caverna.
Lo escuchamos cantar cohibidos. Nunca habíamos hablado con Sid. Solo lo habíamos visto alguna vez venir a Irubide a buscar a su chica, desde la Virgen del Camino, el instituto de FP que había cerca del nuestro y cuyos alumnos eran para quienes estudiábamos BUP poco menos que delincuentes juveniles (“¡Si no quieres estudiar, a FP!”, nos amenazaban nuestros padres). A ello se sumaban las andanzas que se contaban sobre Sid, los televisores que rompía durante los conciertos, las cuchillas de afeitar con las que se cortaba el pecho, además de ciertos rumores sobre él que insinuaban que se dedicaba a trapichear heroína…
Maider apareció poco después. Estaba muy guapa. Yo pronto me daría cuenta de que siempre me parecía más guapa cuando estaba junto a Sid. Y después, cuando ella se colgó el bajo al cuello, mientras Sid seguía cantando, de que la voz de este también cambiaba con ella a su lado. Al fondo de la caverna en su garganta se veía entonces el resplandor del fuego. Recuerdo que esa tarde sentí mucha envidia de Sid Zurruto. Y que por la noche, al volver a casa, escribí la letra de mi primera canción. Se titulaba Tu novio es un mierda.
Martes, 22 de enero de 2019
Una vez salí en Pasapalabra, el concurso de la tele:
—Con la P, nombre del autor del libro El último peatón.
Es un libro de cuentos. Con él fui finalista hace tiempo del Setenil, el premio al mejor libro de relatos publicado cada año. Me hizo ilusión oír que todavía hoy alguien se acordaba de él. Colgué el video en Facebook y lo envié a varios grupos de wasap. Tuve un montón de megustas y felicitaciones. El concursante, sin embargo, no supo la respuesta.
Viernes, 1 de febrero de 2019
En Madrid, los de la tele nos alojaron en una pensión cerca de la Gran Vía. Era una pensión de putas. Se suponía que debíamos descansar aquella noche allí, para grabar al día siguiente temprano, pero desde la calle trepaban como enredaderas el ulular de las sirenas, los gritos de los borrachos, el estrépito de las botellas rotas contra las aceras… Era la llamada salvaje de la gran ciudad, así que salimos a quemar Madrid. Teníamos diecisiete años y éramos de pueblo.
Estuvimos en mil bares. En uno de ellos servían un licor al que llamaban leche de pantera. El garito era una gruta y los grifos de bebida estalactitas, a las que acabamos amorrándonos como cromañones, antes de que nos echaran a garrotazos. En otro vimos tocar a un grupo famoso de la movida madrileña y nos pareció una puta mierda, sin la mitad de pegada de cualquiera de los que oíamos en el País Vasco. Desde el fondo del bar alguien comenzó a insultarles, a llamarles niñospera y tiernogalvanes, luego volaron lapos y vasos, y entonces vimos que eran los Felación, que habían grabado su actuación para “Cajón de ritmos” ese día. Ellos iban siempre a toda velocidad, como un ciclón, y siempre los acompañaba una peña peligrosa, toxicómanos y delincuentes del barrio de La Montaña de Jamerdana. Nos unimos a ellos y también nos echaron de aquel bar, y de algunos otros más. Acabamos el viaje al fin de la noche entre tiros de speed y chupitos de lugumba, mientras los Felación y su basca robaban radiocasetes de los coches y enfilaban la Cañada Real. Juantxo, nuestro bajista, se fue con ellos. Los demás regresamos a la pensión, a dormir un par de horas.
Fue allí donde Maider me besó por primera vez.
Domingo, 17 de febrero de 2019
La primera vez que escribí un cuento tenía seis o siete años. Fue un día de primavera que hicimos una excursión al campo, en el 127, con mi madre, mis tíos y mis primos. Recuerdo que yo estaba trepando por un árbol y de repente se me quedó enganchado en el nudo de una rama uno de aquellos anillos con sello que llevábamos entonces, como si fuéramos príncipes de barrio. Durante apenas un segundo, permanecí suspendido de ese anillo, que se hundió en mi dedo, abriendo una brecha de la que comenzó a brotar sangre. Luego, conseguí volver a agarrarme al árbol, y cuando vi la herida, salté al suelo y eché a correr hasta donde estaba mi madre, conteniendo las lágrimas, que solo derramé cuando estuve entre sus brazos. Mi madre me consoló, curó mi herida y me hizo sentarme entre los mayores.
Me dolía mucho el dedo.
—No te preocupes, cariño, mira —dijo ella, y sacó un cuaderno y un lápiz de su bolso. —Puedes pintar. —Sonrió.
Mi madre estaba muy guapa, con sus vaqueros y con su pelo de nibelunga, repentinamente blanco, tras la muerte de mi padre, como una nevada inesperada. Tenía el pelo tan blanco, con sus treinta años, que no parecía real.
Yo comencé a dibujar. Pinté varias mariposas, como las que revoloteaban alrededor de nosotros, y al monstruo de las galletas, y al abuelito con su txapela y el bastón con el que solía pegarme…. Pero me aburrí pronto.
—¿Por qué no escribes un cuento? —dijo entonces mi madre.
Y eso fue lo que hice, aunque no fue un cuento como los que me leía ella en casa o, en el cole, la señorita Dolores, ni siquiera como las historietas que yo mismo leía en el Don Miki. En mi cuento yo era el protagonista. Y lo que contaba en él era que seguía jugando con mis hermanos y mis primos, trepando a los árboles…
Mi madre todavía guarda el cuaderno con ese cuento, con sus manchas de sangre, que por cierto, no era azul sino roja, casi negra.
Fue mi primer cuento y desde entonces, hace ya más de cuarenta años, creo que no he hecho más que reescribirlo, una y otra vez, de diferentes maneras
Sábado, 23 de febrero de 2019
Todavía estoy excitado. Hoy he participado en mi primera acción de guerrilla ortográfica. Y, la verdad, me siento bien, cada vez mejor, después de que mi cuerpo haya liberado adrenalina o algún otro tipo de droga sin adulterar y gratuita que poco a poco me va apaciguando (y haciendo rebrotar, por otra parte, como un efecto secundario, mi psoriasis). Supongo que esta excitación es lo que le gusta a Rubén el Loco, a lo que le encuentra la gracia. La ortografía es lo de menos. A mí, de hecho, no me acaba de convencer utilizarla como excusa o como arma arrojadiza, pues estoy expuesto a sus rigores constantemente. Por ejemplo, esta mañana, me he dado cuenta de que en la portada de mi primer libro, Cuestión de supervivencia, falta la tilde en el título; o no es raro que me encuentre de vez en cuando alguna errata en mis columnas o entrevistas del periódico, que suelo entregar a menudo a última hora, sin apenas tiempo para corregirlas… Bueno, siempre puedo echarles las culpas a las prisas, los despistes, los fallos de digitación… Como dijo Martín Villa: “Al fin y al cabo, lo nuestro serán errores, lo otro son crímenes”. Y, además, en la época en que publiqué mi primera novela, existía la equivocada pero aceptada costumbre de no acentuar las mayúsculas; ahora no, ahora ya todos sabemos que eso no es correcto, o al menos debería saberlo la empresa o la agencia de diseño a la que le han encargado, seguro que a cambio de una pasta gansa, cambiar el logotipo del Velódromo.
El Velódromo. Me han venido a la cabeza un montón de recuerdos cuando esta mañana nos hemos plantado ante su puerta con el bote de pintura y el cartel. He visto decenas de conciertos en ese pabellón: Motörhead, Barricada, Ramoncín, Leño, Las Vulpess, Iron Maiden, La banda trapera del río… Para nosotros, que no creíamos en nada, el punk-rock era una religión y casi cada fin de semana teníamos, en aquellos conciertos, nuestra eucaristía, esperábamos la comunión del ruido y el kalimotxo con la lengua seca.
[1] En Euskadi el rocanrol no dará nunca dinero
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