Hace poco nos ha dejado Alain Touraine (1925-2023), uno de los sociólogos más destacados de nuestro tiempo. Es sin duda un privilegio haber coincidido con él en tiempo y espacio.
No recuerdo bien dónde lo vi por primera vez, creo que en una conferencia en la Universidad Católica de Lovaina, mientras hacía mi doctorado. Lúcido, directo, agudo. Gran expositor. Antes lo había leído desde mis años de licenciatura en México, pero verlo, escucharlo, era otra cosa.
Es difícil resumir qué fue lo que más me marcó del sociólogo francés. Intento un punteo que sin duda será insuficiente.
Touraine es el pensador del cambio, del movimiento, del actor, del sujeto y la subjetividad. Acaso una de sus tesis más fuertes sea que la sociedad se produce a sí misma, crea su “modelo de funcionamiento”; nada está predeterminado, somos el resultado de la interacción entre movimientos que disputan el horizonte de la historia: “el actor dominante o dominado lucha por la dirección de la historicidad en un conjunto histórico concreto”.
De esa sentencia se desprende el sentido político. Si la sociedad es un inagotable e impredecible espacio de conflicto, la lucha por el poder está en el centro de lo colectivo. La sociedad es un conjunto de relaciones sociales, entendiéndolas como la interacción de los actores en un mismo campo cultural. “Toda relación social es una relación de poder”.
La preocupación de Touraine por el destino de la sociedad, lo llevó a darle un sentido particular a la sociología, su vinculación con la política y con la democracia. Se ocupó con especial empeño al estudio de los movimientos sociales y en consecuencia, a su impacto en lo colectivo. La sociología para él tiene un rol de intervención, una responsabilidad con el devenir. Desarrolló su propio método de análisis de los actores sociales que lo aplicó en distintos contextos y le permitió acompañar y contribuir en la política.
Touraine puso atención en la tensión local y global. Su sociología se mueve con soltura tanto explicando la modernidad o la sociedad postindustrial, como discutiendo sobre el desarrollo o la violencia en algún país latinoamericano. De hecho esa sensibilidad lo llevó a construir una escuela en nuestro continente; tuvo decenas de estudiantes a quienes les dirigió sus tesis doctorales, y él mismo trabajó en detalle algunos procesos. Chile estuvo en el centro de sus intereses, pero en general toda América Latina le fue muy importante; su libro La palabra y la sangre, es una referencia ineludible para entender una parte de nuestra historia. Y más, introdujo al debate francés las problemáticas de este lado del mundo no con tono exótico sino como estimulante desafío científico.
Bolivia, gracias a su estrecha relación con Fernando Calderón, fue uno de los países que lo conquistó. Admiró profundamente el movimiento obrero boliviano, nos visitó en varias ocasiones y dio muchas conferencias. Recuerdo vivamente aquel extraordinario congreso festejando los 50 años de la Revolución de 1952 en Cochabamba, organizado por Fernando. Touraine fue uno de los oradores principales. Notable.
La última vez que lo vi fue en París, ahí por el 2019, en dos eventos. Primero en la presentación de su último libro Defensa de la modernidad, con la presencia de varios colegas y amigos en la testera. Me compré un ejemplar y me lo hice dedicar. La segunda y última fue en una conferencia con Fernando Henrique Cardoso, también el París. Ambos analizaron el destino latinoamericano, sus penas y esperanzas. Me quedé con la potente idea vertida en aquella mesa de que en el continente el estado se comió a la sociedad, lo dominó, lo sometió, y habrá que ver cómo salimos de ese impase.
En fin, decía que hay regalos del tiempo y el espacio, uno de ellos, fue haber conocido a ese enorme sociólogo. Como sugería Calderón, hay luces que no se apagan. Es el caso de Alain Touraine.