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Todos los fuegos el fuego

Rodrigo Villegas Rodríguez

Chasquipampa ardía. Incendiaban los Pumas, bajaban con palos, piedras, dinamitas. Días más tarde los baleaban. La sangre como el fuego. Una fogata de cuerpos.

Chasquipampa. Calle 44. Lunes 11 de noviembre. 11:14. Nublado.

            Primero fue la alarma (el chillar de una trompeta de plástico). Luego los gritos: ¡Salgan, vecinos! ¡Salgan! Se abrieron las cortinas de las ventanas. Rendijas. Ojos que se asomaban apenas. Después se abrió una puerta. Luego otra. Y así, salimos de a uno. Con palos. Otros con escudos (trozos de calaminas) y cascos. Vimos los grupos. Eran pocos. Hombres y mujeres. Pasaron los minutos y nos fuimos haciendo más. Un tumulto cada tres cuadras. Los vecinos.

            Una hora antes la imagen era la siguiente:  

            “Afuera se escuchan los dinamitazos. Vidrios que se rompen. Gritos. ‘Policías de mierda los vamos a matar, maricones. Vendidos. ¿Así que se amotinaron, no?’. Rompen todo. Son como 200 personas. Y se rumorea que están bajando más de Ovejuyo. Luego gritan: ‘Ahora sí, Guerra Civil’. Las alarmas de los autos suenan, así como los petardos. O como el llanto de los perros. Los aullidos. Esta mierda no se detiene. Se escuchan, por fin, sirenas policiales. Pero no sé si serán suficientes”.

            Al menos eso es lo que pude registrar en mi Facebook. Una escritura nacida del miedo. Un temor imprevisible.

            La noche que precede a este día incendiaron los PumaKataris. Todos. Ingresaron al patio de la calle 53 y quemaron los buses. Los golpearon, apedrearon. Luego el fuego. Después bajaron. Llegaron a Chasquipampa. Venían de Ovejuyo, de Apaña. Eran muchos. Grupos. Estaban armados. Y no había seguridad. La Policía estaba replegada. Hace menos de 24 horas que Evo Morales había renunciado y La Paz empezaba a pagar los estragos por haber “derrotado” al fraude. ¿Qué sentíamos todos?: miedo.

            Bajaron hasta Cota Cota. Saquearon Farmacorp. Intentar hacer lo mismo con otras casas. De los que sacaron sus “pititas” en el Paro Nacional que terminó con la renuncia del ya por esas horas Expresidente. Los “jailones”. Encontraron la casa de Waldo Albarracín. La de Casimira Lema. Las incendiaron.

            Aquella madrugada muy pocos durmieron. Los niños. Los adultos no. Debíamos estar alerta. Defender a nuestras familias. Apagar las luces. Rezar para que no ingresen a nuestras casas. Para que pasen de largo.

            Amanecimos en un mismo cuarto. Colchones en el piso. Ventanas tapiadas con cartones.  

Chasquipampa. Calles 44 – 46. Lunes 11 de noviembre. 16:15. Sol.

            Los vecinos nos organizamos. Sacamos palos, calaminas, cascos. Nos ponemos esas cintas blancas en los brazos para que la Policía nos reconozca como aliados en caso de enfrentamiento. Movemos contenedores, encendemos fogatas. Hablamos. Conversamos. Nos conocemos. Con la mayoría no tuve contacto nunca. Ahora nos une un solo objetivo: defendernos. La policía ha ayudado bastante a la calma. Pero se prevé que en la noche el horror retorne. Esta vez estamos «preparados».

            Abro la puerta de mi casa y me conecto al internet. Veo un video que me pasaron al WhatsApp: desde El Alto cientos de personas bajan enfurecidas hacia La Paz. Llevan wiphalas. Un montón. Y el grito: «Ahora sí, Guerra Civil». Lo repiten. Con furia. Como hace unas horas acá, en Chasqui. O como en Pedregal. En Rosales. En la zona norte. En casi toda la ciudad.

            Se escucha un dinamitazo.

Chasquipampa. Martes 12 de noviembre. 12:18. Nublado.

            Es muy extraño ver esta bandera por acá. La wiphala. Por la calle 44. Que yo recuerde nunca la vi flamear. Sí la bandera de La Paz por el 16 de julio. O la de Bolivia el 6 de agosto. Pero esta no. Desde ayer está en cada esquina, en muchas casas. Colgada en postes. En árboles. En fachadas. Para que los «saqueadores» no nos dañen, dicen por acá. Como arma de defensa. Nada más. Los que conocen mi casa saben que es la única que desentona con las que hay por acá. Casi todas mínimo de 2 pisos. «Están diciendo que las casas de los jailones van a atacar», dijo ayer una señora en una reunión de vecinos del barrio. Preocupada. Eso ayer. Las wiphalas permanecen.

            También se ve algo en el cielo que se mueve muy rápido. Como moscas. Como águilas. Se escuchan los motores de los aviones militares.

            La noche pasada, la del lunes, desmontamos las barricadas que construimos en horas. Barreras hechas de calaminas, alambres, maderas, parrilleros, tubos, cajones… Un vecino tocó la puerta de mi casa. “Acabamos de hablar con la Policía y nos dijeron que saquemos estas cosas. Que los saqueadores lo pueden ver como afrentas. Provocaciones. Así que hay que desarmar nomás todo”.

            Mi papá, irritado, se negó a salir. También mi hermano. Yo ayudé muy poco. El miedo no era el mismo: minutos antes, en una conferencia de prensa, los militares habían anunciado que saldrían a ayudar a la Policía y a la población a paralizar el temor. A patrullar las calles. Así que había cierta certeza que la noche acontecida no se repetiría. “Es que el jefe de la Junta Vecinal está pues temblando. No ve que ha trabajado como Casa de Campaña para Carlos Mesa. Teme que los masistas se acuerden y lo reconozcan. Que tengan como objetivo su casa”, nos advirtió el mismo vecino. 

            Y sí, recordamos que la puerta de la entrada del líder vecinal estaba, hace unos días, adornada por globos de colores: naranja y verde. Y un cartel con los mismos matices: Comunidad Ciudadana.

            Ahora, desplegada a lo largo de su puerta de garaje, un montón de tinturas distintas en una tela larga: una enorme wiphala.

Chasquipampa. Calle 51. Martes 12 de noviembre. 12:22. Sol.

            Símbolos. Así nos movemos. Por pequeñas cosas que significan algo. Wiphalas, biblias, fuego. Balas. Símbolos como este carro de la policía que fue incendiado hace dos noches. Permanecen, hoy, las cenizas. Los restos. El metal quemado. El recuerdo de la furia. Las casi lágrimas de la Policía cuando pedía la ayuda del Ejército. Que habían sido rebasados. El perdón. Todo para aplacar las llamas.

            Todo el que pasa por acá le saca al menos una fotografía. Bueno, no todos. Los que salimos con celular. Y carnet. Por si acaso. Porque a pesar de la «calma» luego de la terrible jornada de ayer, hay algo que se respira. Mientras tanto algunos se asombran y ven la magnitud de los destrozos. Incluso ríen.

Chasquipampa. Calle 53. Martes 12 de noviembre. 11:54. Nublado.

            Filas. Algunas tiendas abren de a poco. No todas. Muy pocas. Las puertas no se abren del todo. Atienden detrás de las rejas. Así que esperas para aprovisionarte: carne, arroz, fideo, verduras, leche. Por si acaso.

            Una fila para comprar huevos. Un minubús lleno de ellos. Unas diez personas en la fila. Mi papá se pone a conversar con un hombre de unos treinta años. Rostro moreno, chaleco de lana, chompa verde. Cabellos despeinados. Le dice: «Tan bien que estábamos. Ahora seguro todo va a subir. No sé qué quería la gente para cambiar el país». Otro hombre, adelante nuestro, lo secunda y dice: «Tanto querían que no seamos Venezuela ahora en Venezuela nos vamos a convertir».

            Compramos dos maples. Regresamos a casa.

Chasquipampa. Martes 12 de noviembre. 21:22. Noche.

            Llueve. El agua cae como ríos. Como si las nubes se desangraran. Se ven los rayos desde la ventana de mi cuarto. Como pocas veces agradezco por este fenómeno. No habrá saqueos. No habrá fuego. Ni dinamita. No.

            «El sol se va a caer y la luna se va a esconder». ¿Era algo así, no? Pues esto es lo más similar a esa predicción. Pero hoy el sol salió un rato en la mañana. Luego en la tarde. Y la luna está ahí, apenas visible pero se la reconoce.

            Tenemos nueva presidente. Es mujer. Es increíble cómo hace una semana esta situación era inimaginable. Pero ahí está, en Palacio. Sostuvo la tricolor y la wiphala. Y luego la Biblia.

            Eso lo vi desde la televisión. No hubiera podido hacerlo hace unas horas. Se cortó la luz en Chasquipampa. En Rosales y el Pedregal. Unas dos horas. Salí con mi hermano a comprar velas y nos vendieron cada una a Bs 3,50. Las compramos. Pensábamos que habían dinamitado una planta eléctrica o algo así. Lo decía en uno de los diez grupos de WhatsApp al que me había/n añadido en apenas dos días.

            Nos devolvieron la corriente hace poco. Pero la lluvia continúa. Más recia. Más fuerte. Como si fuera a lavar esta ciudad. Un baño.

            Esta noche dormiremos. Por fin

Chasquipampa. Viernes 15 de noviembre. 22:17. Noche.

            Arrestaron a mi amigo. Un vecino de acá, de Chasquipampa. Él vive en Santa Fe, una zona aledaña a Chasquipampa. Más cercana a las montañas. A un río. Tampoco durmió en las noches pasadas. Participó de las vigilias, de las fogatas. Tiene tres hijos. Es padre. Y escritor.

            Rodrigo Urquiola. Lo aprendieron en la tarde. ¿Por qué? Por llevar una wiphala. Y un palo en su mochila. Y por no tener la piel blanca. Estuve a su lado junto a otros dos amigos, novelistas premiados, al igual que Urquiola. No pudimos hacer mucho más que abogar por él. Los uniformados fueron muy agresivos. Intimidantes. Nos revisaron las mochilas. En la de Urquiola encontraron los objetos mencionados. Le dijeron “sedicioso”. Y se lo llevaron. Hubo violencia.

            Lo liberaron a las horas. No más de dos. Todo por Facebook. Su captura fue difundida por Gabriel Mamani, reciente Premio Nacional de Novela, por su perfil. La publicación se compartió inmediatamente como burbujas. Se convocó a autoridades, se utilizaron influencias. Salió pronto.

            A los pocos días arrestaron a un estudiante de la Carrera de Cine. ¿Por qué? Por grabar la marcha de los alteños que llegaron a La Paz desde Senkata. Y también desde otros espacios del área rural. ¿Quiénes lo denunciaron y provocaron su detención? Los periodistas. Dijeron que no tenía credenciales que lo acrediten. La Policía se lo llevó.

            A él lo liberaron en algunos días. Creo que tres o cuatro. ¿Cuál era una de las causas por la cual lo imputaban? Sedición y terrorismo. Absurdo.

            En los siguientes días me enteré de muchos casos de hombres que fueron arrestados por confusión. Los policías, nerviosos por las posibles armas de los manifestantes, tomaron a muchas personas por error. Con violencia en muchos casos. Sé de algunos que siguen allí, privados de su libertad. Esperan audiencias.

            Caminar por el Centro significaba enfrentarte a los gases. Y al miedo. A ese fuego que quemaba el pecho. Temer a un arresto injustificado. A las balas que en cualquier instante podían ser liberadas. Al aterrizaje de esos pedazos de metal en un cuerpo. En el tuyo.

            Porque los muertos empezaron a aparecer. A formar parte de las estadísticas. De ese número útil para unos e inservible para otros. La cifra es estremecedora: al menos treinta personas.

            Acá, a unos pocos kilómetros, murieron varios hombres. En Rosales, en Pedregal. Zonas desconocidas para la mayoría. Los familiares los enterraron apenas. Los velaron con terror: presentían los uniformes, las balas. Porque fueron asesinatos. Las fotografías circularon por Facebook. Por WhatsApp.

            Regresé a Chasquipampa en la noche. Tuve que subir a tres minibuses –desde la ventana del último vi la catástrofe de Cota Cota: decenas de ventanas quebradas. Cientos de huecos en los vidrios–. Mi celular se había apagado. Cuando abrí mi puerta vi a mi hermano, con los ojos muy abiertos, con las manos apretadas. “Te llamamos mucho”, me dijo. “Vimos lo que pasó a Urquiola”. Le dije que lo sentía.

            “Solo debías decirnos que estabas bien”. Sí, le respondí. Me volví a disculpar.

            Ya en cama, con la televisión apagada (desde aquella semana de noviembre que enciendo apenas la TV. La aborrezco), pensé en el significado nuevo de aquella frase. “Estoy bien”. Nada más que eso. Estar bien.

Chasquipampa. Domingo 1 de diciembre. 23.42. Lluvia.

            Acabó noviembre. No hay barricadas. Evo está en México. No hay dinamitas. Hay pollo en los mercados. Los precios se van normalizando. El país retoma la calma. Papá trabaja con normalidad. Las wiphalas permanecen en algunas casas. En la mayoría ya las han retirado. Ya no hay fogatas. El fuego se ha evaporado.  

            Pero el fuego sigue allí, vigente pero invisible: nadie nos devuelve a los muertos.

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