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Thomas Sowell: más allá de la economía

Francisco Cabrillo

En el mundo de la economía académica Thomas Sowell ocupa un lugar especial, que lo diferencia de sus colegas más relevantes de las últimas décadas. Su carrera universitaria siguió, al principio, la trayectoria habitual que recorren los catedráticos de primer nivel en los Estados Unidos. Estudió en Harvard y en Chicago. Y, ya doctor, fue contratado por un departamento prestigioso como era entonces el de la Universidad de California (Los Ángeles). Estamos en la primera mitad de la década de 1970. Pero, para entender la vida y la obra de nuestro personaje, es preciso hacer una breve referencia a su biografía y preguntarse, en concreto, cómo un chico de color cuya familia tenía unos medios económicos muy modestos pudo llegar a alcanzar esta posición social. Thomas Sowell nació en 1930, en Carolina del Norte, pero creció en el barrio neoyorquino de Harlem. Abandonó temporalmente sus estudios para alistarse en el cuerpo de marines del ejército norteamericano; y, de hecho, no consiguió su grado universitario hasta los 28 años; y su doctorado hasta los 39. Eso sí, lo hizo de forma muy brillante, con una graduación magna cum laude en Harvard en 1958. Y un doctorado en Chicago en 1969.

Dado que yo fui estudiante de postgrado en Los Ángeles entre 1974 y 1976, fue allí donde oí, por primera vez, el nombre de Thomas Sowell. Y fue en relación con uno de sus primeros trabajos, hoy bastante olvidado, dedicado a la Ley de Say1. Sowell, al comienzo de su carrera estaba muy interesado en la historia del pensamiento económico; y en aquellos años, en California, la ley de Say era algo más que un capítulo relevante de la historia del análisis económico, ya que Robert W. Clower y Axel Leijonhufvud habían hecho uso de esta teoría en sus trabajos dedicados a reinterpretar el pensamiento de Keynes y a analizar los fundamentos microeconómicos de la macroeconomía. Y recuerdo a Clower criticando en clase ese libro por no estar de acuerdo con la interpretación que su autor hacía del tema.

Pero Sowell orientaría pronto sus trabajos de investigación y su amplísima obra hacia el estudio de cuestiones que iban más allá de lo que tradicionalmente se había considerado el núcleo del análisis económico y pasaría a abordar temas como la raza, la cultura, el conocimiento o la educación. Otro campo al que prestaría especial atención sería el papel que desempeña el sector público en la economía, desarrollando las ideas de dos grandes maestros del siglo XX: George Stigler, de quien tuvo la fortuna de ser alumno en Chicago, y Friedrich Hayek, cuyas ideas sobre la información y el conocimiento influyeron de forma significativa en el desarrollo de su visión del mundo económico.

Autor de numerosos libros, Sowell ha desempeñado también un papel muy relevante en el mundo de la prensa y de los medios de comunicación, como un pensador siempre al día de lo que ocurría en el país, defendiendo posiciones a menudo contrarias a determinadas políticas consideradas «progresistas»; lo que podía resultar sorprendente en el caso de una persona de raza negra, de quien muchos esperaban una posición política de izquierdas o, al menos, una defensa firme de las políticas del estado del bienestar. Recuerdo, por ejemplo, las críticas que le dirigieron cuando en 1987 apoyó el nombramiento de Robert Bork como juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. La candidatura de Bork ―propuesta por Ronald Reagan― fue rechazada en el Senado porque, en opinión de senadores demócratas como Ted Kennedy, su nombramiento habría supuesto que se prohibiera el aborto, que los negros fueran de nuevo segregados, que la policía pudiera violar los derechos de la gente de la calle y que se limitara el acceso a los tribunales de millones de ciudadanos norteamericanos. Pero Sowell, a pesar de formar parte de uno de los grupos étnicos a los que, aparentemente, Bork habría podido ocasionar todo tipo de perjuicios, defendió su nombramiento por considerarlo el jurista más cualificado para el cargo y porque ―en su opinión― la jurisprudencia de los tribunales Warren y Burger, a la que Bork se oponía en determinados casos, no había favorecido realmente a las minorías a las que se supone estaba ayudando.

Es fácil entender que la raza haya sido un tema de preocupación en la obra de un hombre de color nacido en un estado del Sur y criado en un barrio como Harlem. Casi veinte años después de la aparición de la obra fundamental de Gary Becker sobre la economía de la discriminación 2, Sowell publicó en 1975 su libro Race and Economics, al que seguiría, ocho años más tarde The Economics and Polítics of Race: An International Perspective. En estas obras, llamó la atención sobre los numerosos lugares comunes, a menudo con muy escaso sentido y fundamento empírico, que son generalmente aceptados cuando se debaten cuestiones tan delicadas como la discriminación racial. En estos y en otros trabajos dedicados a temas distintos insistió en los fallos que, a menudo, se cometen al analizar los datos estadísticos, lo que lleva a errores en el diagnóstico de los problemas y al diseño de políticas equivocadas para solucionarlos.

Su visión del problema de las minorías étnicas no se limita, ciertamente, al caso de los negros norteamericanos. Insiste en que en su país han sido muchos los grupos nacionales y étnicos que debieron enfrentarse al principio con discriminaciones de todo tipo, pero que, sin embargo, al cabo de unas pocas generaciones, se encontraban muy por encima de la media nacional en ingresos per capita. Los casos de los judíos y los chinos son ejemplos claros de esto.

Un tema que, en los Estados Unidos, ha estado tradicionalmente ligado a la cuestión racial es la educación. Un punto básico de este problema es el siguiente: si hay segregación, en el sentido de que los niños negros asisten a escuelas de nivel inferior a aquellas en las que estudian los niños blancos, el sistema estará perpetuando la discriminación y la posición inferior de la minoría de color frente a los norteamericanos de raza blanca. Por su edad, Sowell vivió aun durante bastantes años bajo las numerosas normas que establecían la segregación por motivos de raza en la prestación de servicios ―públicos y privados― muy diversos, como el trasporte, la hostelería, la educación o la sanidad. Eran las denominadas leyes «Jim Crow», vigentes en algunos estados hasta mediados de la década de 1960, cuya constitucionalidad había sido confirmada por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos con la condición de que su aplicación no significara que los servicios destinados a los negros fueran de inferior calidad que los destinados a los blancos. Era el principio «Separados pero iguales», que trataba, de alguna forma, de resolver los viejos debates que habían empezado ya en el diseño de la propia Constitución de los Estados Unidos, pero que, de facto, implicaban la separación de las dos principales comunidades étnicas del país, en una buena parte de la nación.

A Rosa Parks le toman las huellas dactilares tras ser arrestada por no ceder su asiento en un autobús a una persona blanca, 1956. Wikimedia

En los años 60 del siglo pasado, la lucha por los derechos civiles de las minorías, en especial de las personas de raza negra, experimentó un gran desarrollo en Norteamérica. Y se avanzó en este campo de forma sustancial, gracias tanto a diversas reformas legales como a una nueva jurisprudencia del Tribunal Supremo que empezó con el caso Brown v. Board of Education (1954). Suprimidas las restricciones legales, cabía esperar una mejora significativa en los servicios ofrecidos a la gente de color; y en concreto en el campo de la educación. Y este es un tema que Sowell analizó con detenimiento, llegando a conclusiones poco optimistas. Su tesis fue que las escuelas a las que acudía la población de color en los años anteriores al final de la segregación eran significativamente mejores que las de las décadas posteriores. «Nunca vi, hasta muchos años más tarde ―afirmaba― que fuera necesario poner vigilantes armados en las puertas de las escuelas». Y, además consideraba que el deterioro de la calidad de la enseñanza era sido evidente. ¿Qué sucedió para que se llegara a resultados tan diferentes de los previstos?

La tesis de Sowell es que no basta con garantizar la igualdad legal, ni con crear enormes programas de fondos públicos para ayudar a los grupos de renta más baja, si se abandonan los principios de la disciplina y el esfuerzo personal en la educación. Para apoyar su argumento, llamaba la atención sobre el éxito que han tenido las denominadas Charter Schools (escuelas que permiten a los padres elegir ―sin costes― el centro escolar que mejor convenga al niño) que, al menos en Nueva York, han conseguido eliminar la posición de inferioridad en rendimiento escolar de los niños de color3.

Es nuestro economista muy crítico de la política denominada affirmative action o discriminación positiva, argumentando que no es cierto que la mejor manera de corregir los efectos negativos de la segregación del pasado sea discriminar hoy positivamente a la gente de color, matriculando, por ejemplo, en determinadas instituciones de enseñanza, a chicos con una capacidad inferior a la media de los restantes admitidos, por el simple hecho de ser negros, ya que esto puede condenarlos a ser los últimos de la clase, o incluso a dejar los estudios, lo que no habría ocurrido si hubieran estudiado en otros centros

Y es muy escéptico, en general, con respecto a los numerosos programas de gasto público diseñados para mejorar la situación de la población de color norteamericana. Por una parte, insiste en varios de sus libros en el uso equivocado ―y a menudo interesado― de las estadísticas para justificar determinados programas de gasto público; programas que ha llegado a denominar «mitos e ilusiones». Un ejemplo: señala que en la década de 1990, los políticos y los medios de comunicación llamaron la atención sobre el hecho de que las mujeres de color recibían en el país menor atención prenatal que las mujeres blancas; y que las tasas de mortalidad infantil eran mayores entre los negros que entre los blancos. Conclusión: para reducir la mortalidad infantil en la población de color habría que incrementar de forma sustancial el gasto público en asistencia prenatal. Pero un análisis más completo de los datos planteaba serias dudas sobre esta conclusión. En concreto, las mujeres de origen mexicano recibían menor atención prenatal que las blancas, y también menos que las mujeres negras. Y la tasa de mortalidad infantil entre los mexicanos era inferior no sólo a la de los negros, sino también a la de la población blanca. En resumen: la atención prenatal no era la causa principal de la mayor mortalidad infantil entre los negros. Pero se puso en marcha un programa que incidía en este punto dejando a un lado otras causas que explicarían mejor los datos. En términos generales, Sowell siempre ha defendido la idea de que, con frecuencia, las estadísticas convencionales no miden las cuestiones que son realmente importantes a la hora de diseñar la política social, y que no es difícil encontrar en el mundo real casos como el que acabo de mencionar.

No está solo Sowell, ciertamente, en la población de color norteamericana a la hora de criticar los programas de gasto público dirigidos a mejorar la situación de su grupo étnico. Clarence Thomas, el veterano juez del Tribunal Supremo, también de raza negra, ha señalado en repetidas ocasiones que la pobreza relativa de la población de color en los Estados Unidos tiene causas complejas y ha insistido en la importancia que debería tener en cualquier programa de reforma el reforzamiento de los valores básicos de la interacción social y el fomento de la responsabilidad de cada persona, de modo que sea consciente de que su éxito o fracaso en la vida se debe, en gran medida, a sus propias decisiones. Un buen resumen de esta visión del problema lo ofrece el propio Sowell cuando escribe sobre sus experiencias en la infancia: «En el Harlem de la década de 1940 nadie nos preguntaba si nuestros hogares estaban rotos. No nos sentábamos en círculo para aliviar nuestras psiques… y a ninguno de nosotros se la habría ocurrido siquiera llamar a su profesor por su nombre de pila. Nadie me preguntó nunca cuáles eran mis preferencias sexuales… pero tuve la suerte de asistir a la escuela en aquellos años y no en estos momentos (1990)… y de ello me he beneficiado toda mi vida… Si hubiera vivido en un hogar con el doble de dinero, pero en el que se me hubiera prestado la mitad de la atención que recibí, no cabe duda de que las cosas me habrían ido mucho peor».

Además de su constante preocupación por estos temas, la obra de Sowell tiene otros aspectos muy relevantes. Si me preguntaran cuál es el libro más importante de nuestro economista, me inclinaría por Knowledge and Decissions (1980), seguramente su mayor aportación a la economía académica. Y creo que muchos colegas estarían de acuerdo con tal valoración. Este ensayo se centra en las diferencias que existen en los procesos de toma de decisiones en el mercado y en el sector público, un tema fundamental para la política económica. El punto de partida de Sowell es un famoso artículo de Friedrich Hayek «The Use of Knowledge in Society», en el que el pensador austriaco desarrolla su teoría sobre la forma en la que la sociedad, mediante los mecanismos del mercado, genera, coordina y transmite la información necesaria para la realización de las actividades económicas. El principal problema del sector público es ―en su opinión― su incapacidad para obtener y asimilar una gran cantidad de información, a menudo de carácter informal, pero muy necesaria para cualquier gestor de políticas públicas; y esto plantea serios problemas a la hora de diseñar una política económica eficiente.

Sowell analiza con detalle no sólo el comportamiento de los gobiernos y de las agencias regulatorias, sino también el papel de los parlamentos y los tribunales de justicia, utilizando para ello numerosos ejemplos, que van desde los controles de precios y la determinación de los salarios mínimos a los subsidios agrarios o la política de defensa de la competencia. Y tiene sentido referirse a un número tan elevado de temas, ya que el problema de la información inadecuada que sufre permanentemente el sector público se plantea en prácticamente todos los campos de la política económica. Critica con acierto la posición supuestamente científica de los reguladores, que desprecian las opiniones tanto de la gente de la calle como las de las empresas afectadas por las leyes y reglamentos que ellos redactan y aplican. Las primeras porque, para muchos gobernantes, la gente carece de los conocimientos necesarios para entender bien las políticas públicas. Y en lo que respecta a las empresas, el problema no es la falta de conocimientos, sino la presunción de que sólo buscan maximizar su beneficio particular. Y se da por supuesto, en cambio, que los gestores públicos dedican todos sus esfuerzos a la búsqueda del bien común.

Estas ideas son las que han servido de soporte a los principales modelos con los que se ha intentado justificar la necesidad de una regulación sustancial de las actividades del sector privado por parte del Estado. Tal enfoque fue utilizado, entre otros por Arthur Pigou y por John M. Keynes, los dos economistas que más hicieron en el siglo XX por extender las competencias de los gobiernos en la gestión de la economía. Ambos desconfiaban de los políticos, por tratarse, por lo general, de personas poco fiables a la hora de dirigir la economía de un país y perseguir, básicamente, sus intereses particulares en el corto plazo. Pero tenían una sorprendente fe en los técnicos ―las agencias reguladoras de Sowell― que estarían dotados tanto de los conocimientos necesarios como de la imparcialidad precisa para elevar el nivel de bienestar de la gran mayoría de la población. A juicio de nuestro autor, multitud de problemas que pueden surgir en cualquier nación, incluso emergencias y catástrofes, pueden ser utilizadas por los gobernantes y sus burocracias para extender su poder sobre la sociedad civil. No le resultará difícil al lector encontrar ejemplos de ello.

James Buchanan, el gran economista norteamericano creador de la teoría de la elección pública y premio Nobel de Economía afirmó, cuando se publicó esta obra, que Knowledge and Decissions era el mejor libro de economía que había leído, solo superado por La riqueza de las naciones de Adam Smith. Parece que cuatro décadas después de su publicación, su autor sigue pensando ―con razón― que se trata de la obra de la que puede sentirse más orgulloso. Si bien recomienda a los interesados en conocer sus opiniones sobre estos temas empezar por la lectura de un libro suyo algo posterior titulado A Conflict of Visions (1987), mucho más breve, en el que se presentan de forma más accesible sus principales ideas. 

Thomas Sowell es, sin duda, uno de los pensadores más relevantes de los Estados Unidos. Durante muchos años ha sido un intelectual profundo y un columnista brillante, defendiendo ideas con frecuencia «políticamente incorrectas» en un país en el que la corrección política se ha convertido en un dogma. Y no cabe duda de que tal posición ha impedido que sus escritos y sus ideas sean más conocidos, dentro y fuera de su país. Aunque, lógicamente, dada su edad, su actividad hoy tiene ya poco que ver con sus numerosos trabajos y publicaciones del pasado, hay que recordar que publicó su último libro a los noventa años y que sigue desempeñando el puesto de Milton and Rose Friedman Fellow on Public Policy en la Hoover Institution, organización liberal con la que ha colaborado a lo largo de más de cuatro décadas. Y, lo más importante, es todavía una voz autorizada a la que se debería escuchar con atención en los debates sobre muchas de las cuestiones fundamentales de la política económica y social de nuestro tiempo.

Francisco Cabrillo es catedrático Emérito de Economía de la Universidad Complutense y director del CASME de la Fundación Civismo.

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