Cuando el árabe llegó a casa yo estaba cambiando el potus de maceta. La tarde estaba terminando, y él se sentó, intentando ocupar el diminuto lugar de la sombra, y me miró instalarlo en el porta maceta amurado a la pared del patio.
Y me vio ordenar su fronda despeinada para que cayera, como quien le corrige el peinado a una novia. Es solo un potus –me dijo –en unos meses volverá a cambiarlo de maceta. Me miró, después, mudar el ficus de lugar, reordenar las amarilis, y no pudo con su genio “Veo que ha decidido dejar aflorar su perfil femenino, y le ha entrado por arreglar las plantas”, ironizó.
-En la heladera hay vermut, soda, fernet y coca cola. De lo que quiera prepare dos. Hielo, en el frízer, y debe haber algún limón. Busque –fue mi única respuesta. Pero sabía que lo calmaría. El árabe se enfundaba en esa gabardina todo el año, más allá de la temperatura que hiciera, y si le decías algo, te salía con la teoría de los beduinos. Pero yo me daba cuenta que le molestaba el calor, como a todos.
Ya de vuelta, y con los tragos, me lavé las manos y nos sentamos a la mesa del patio. Mirando al cielo ya comenzaba a verse el arrebol. El brindis antes de comenzar a beber era, como el abrazo de la despedida, o el beso de la llegada, un rito ineludible, pero automático. De todos modos esto no lo hacía menos sincero.
Nos habíamos propuesto pasar la navidad en casa. Todos juntos. Lina, el árabe, la señora Carlota, Norita y Nakamatsu, y la consigna era la sorpresa. Nadie debía ponerse de acuerdo, ni alertar, qué pensaba aportar para la mesa de la cena de Nochebuena, solo traerlo, ya sea comida, o para beber. El desafío era darnos cuenta hasta dónde nos conocíamos, como para no encimarnos ni repetir.
-En esa pileta podemos poner unas barras de hielo para conservar las bebidas –me dijo Balt-Hazar. Y la idea era buena, pero me quedé mirándolo porque no sabía que todavía, en pleno siglo XXI, podía conseguirse hielo en barra. El árabe sacudió la cabeza, como reaccionando, y me aclaró “Sí, me equivoqué. Por acá, por Servando Bayo, hay una fábrica de hielo seco. Eso quise decir”.
Tal vez el recuerdo nos haya traicionado a ambos en el mismo momento. Entre él y yo no había tanta diferencia de edad, y es muy posible que de chico, hayamos vivido, para esta época del año, episodios similares. Con nuestros padres comprando hielo en barra que luego se picaba en trozos pequeños y se ponía en una pileta o en un fuentón, de chapa de cinc, para enfriar las botellas.
“Digo, para que no te ocupen lugar en la heladera o el frízer” agregó mi amigo rematando la frase y quitando del medio la nostalgia.
No sé por qué recordé que en esos años soñaba con que Papá Noel se sentara a compartir la mesa familiar. Nunca se lo dije a nadie.
Uno construye recuerdos con los rastros que deja la realidad, pero no existe ninguna garantía de que esos recuerdos la reflejen y no sean simplemente la proyección de los deseos de otras épocas.
Al mediodía habíamos ido a almorzar ahí, a Mendoza y Vera Mujica, donde según él, se comían unas milanesas a caballo sin precedentes. Ese fue el término que usó “sin precedentes”. Así que allí estábamos, preparando el festival del colesterol, cuando de repente irrumpió un Papá Noel deshidratado, flaco, cuyo traje rojo holgaba por todas las costuras, y en los pies, alpargatas, con unas polainas negras confeccionadas con bolsas de residuo para consorcio, de nylon de alta densidad, que le tienen que haber hecho sudar los tobillos hasta darle la sensación de caminar sobre el agua. Y esa peluca, barba y bigote, postizos, de nylon, que lo asediaban con la comezón y lo obligaban a rascarse como perro con pulgas, cada cinco minutos. Hacía como treinta y ocho grados, a la sombra, pero dentro de ese disfraz tienen que haber hecho diez más, seguro.
A diferencia de la empresa del personaje navideño a que refería, y que todos conocemos, este, lejos de dejar regalos, andaba mesa por mesa pidiendo una ayuda para poder dar de comer a su familia. El árabe y yo cruzamos instantáneamente las miradas, y en ese conocimiento abisal que cada uno de nosotros tuvo siempre del otro, pudimos acertar lo que estábamos pensando en ese momento. Pusimos un billete idéntico cada uno, y el árabe, en lugar de dárselo, se paró a hablar con Santa.
No se volvió a tocar más el tema. Aquel veinticuatro, la gente comenzó a llegar con sus platos y botellas. No faltó el vitel toné de la señora Carlota, ni el pavo relleno de Lina. Nora aportó una enorme ensaladera con mayonesa de ave, y otra más chica con ensalada rusa, Nakamatsu puso un toque oriental con un sushi preparado por una sushi-woman compatriota suya, y por si acaso, colaboró con dos docenas de sándwiches de miga, de jamón y queso, hecho por sus propias manos. El champán y la sidra también se presentaron en cantidades navegables.
Se organizó la mesa en el patio, que se hallaba decorado con motivos alegóricos, por supuesto. Había música, todo estaba dispuesto, pero Balt-Hazar no llegaba. Lo conocíamos impuntual, pero nos preocupaba el hecho de que nadie lo hubiera visto antes, ni en la tarde, ni en la mañana. Salvo yo, que no me animé a decir nada -Tomemos algo mientras lo esperamos –dijo Nora –no creo que vaya a fallarnos, hubiera avisado.
Y así hicimos. Charlamos de otras cosas, rememoramos anécdotas de años anteriores, repasamos algunas historias de los que ya no estaban. Como la turca, por ejemplo. Y el árabe, como nunca, demoraba. –Bueno –dijo Nora –sentémonos a cenar y roguemos que no le haya pasado nada, ya casi van a ser las doce. Y en el momento en que Nakamatsu llenaba las copas de champán sonó el timbre. Lina salió a abrir, y volvió con los ojos más grandes que de costumbre, la boca abierta como una muñeca inflable, y detrás suyo, Papá Noel. Sí. El mismo del restaurante. Venía con una bolsa con regalos para todos nosotros. Ocurrencias del árabe, que venía detrás, con una estrellita encendida en cada mano.
Y desde entonces, tomamos ese compromiso navideño. Todos los veinticuatro de diciembre cenamos juntos, con Papá Noel y su familia, eso sí, después de repartir los regalos. –