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Socialismo

Blithz Y. Lozada Pereira

«…es una época de crisis, de decadencia, de violentos ajustes de cuentas entre pueblos y de choque de culturas…” Umberto Eco, La nueva Edad Media.

Cuando yo era niño lo llamaban «comunismo”, y unos uniformados con rango de generales hacían propaganda en su contra advirtiendo supuestamente que el idioma torcido que empleaba destruiría las familias y enajenaría la propiedad. En verdad, la única «batalla” que estos generales libraron, uno enano y el otro orondo, fue la de encarcelar, torturar, asesinar y hacer desaparecer a gente indefensa. Cuando yo era joven, me entusiasmé vivamente con el socialismo. Leí casi todo lo que pude encontrar y todavía hoy, en la vejez que carga el peso de la experiencia, me admiro de los sueños juveniles que tuve, creyendo que sería posible un mundo en el que los políticos trabajen a favor de la sociedad y las personas, y no se sirvan del Estado para mantener e incrementar su poder, ni para enriquecerse ellos mismos y sus pandillas. Al menos, supuse ingenuamente, que el socialismo castigaría la corrupción con la cárcel o la muerte, la que en mi ilusa concepción, inclusive el tomismo justificaba con la arenga de que por el bien común, el tiranicidio sería una acción moral glorificada por Dios.

Cuando conocí la Isla Lagarto y la Tierra de Tito, mis sueños del socialismo fueron todavía más inspiradores. No me di cuenta que la sociedad paradisiaca que había construido el pastor de luenga barba a quien veneraba una enorme grey en el Caribe, apenas expresaba un alineamiento político mundial como parte de una conflagración mundial, y que el precio de una educación y una salud al parecer maravillosas era la renuncia al pluralismo, una ideologización intensiva, el culto obsesivo a la personalidad, la dependencia de otro imperialismo y la sumisión ante el poder vertical unipersonal e indefinido que reprimía solapado a una sociedad. Después comprendí mejor lo que sólo entreví gracias a que me fugué del protocolo de visitas oficiales en la isla. Con todo, estrechar la mano del pastor que guiaba a una sociedad masiva e ideologizada me emocionó. Siendo también muy joven, las emociones que sentí al observar la sociedad perfecta de la autogestión me obnubilaron para que no descubriera que debajo de lo que conocí y me impactó; ardían en los Balcanes candentes brasas de nacionalismo, etnocentrismo y secesionismo dando lugar, posteriormente, a una guerra de acciones monstruosas y consecuencias extremas.

Ahora viejo, al descubrir que la angurria de poder reconstituye dinastías y concentra la ingente riqueza de los políticos -una vergüenza que la humanidad no debería permitir- me percato que sea que se trate de pastores, burócratas o bufones, los líderes del socialismo tarde o temprano terminan por depravarlo. Cuando estudiaba al pasajero del tren sellado financiado y protegido por los nazis, cuando admiraba por su lucidez y fuerza al político, intelectual, pensador y estadista del socialismo real, no quise ver a quien asesinó a la familia real sin juicio y escondió sus cadáveres. Cuando soñaba en una sociedad justa en que nadie muera de hambre, no quise ver que al profesor rural de tez amarilla no le importó las decenas de millones de personas que fueron víctimas reales de la inanición, mientras que él se regodeaba entre jovencitas de ojos rasgados. Nunca me gustó el soldado de abrigo largo, repelía su ignorancia; y no quería ver que quien mandó a clavar una picota en el cráneo del políglota y esclavizó también a decenas de millones de sus conciudadanos con una eficacia mayor a la demostrada en el holocausto del siglo XX, explicaba en definitiva el comportamiento de una escuela para la práctica política que yo conocí de cerca. Entre burócratas, sindicalistas y militantes de dicha escuela, fui parte de las luchas que protagonizamos al menos una década. Yo creí, en mi ingenuidad, que como en mi caso, los demás eran parte de esa lucha para evitar la explotación irrestricta del capital; en mi candidez, luchábamos para realizar una vida moral que condene y castigue a los ladrones, flojos y mentirosos; en mi estupidez, creía que las personas a quienes yo acompañaba vivían para la revolución porque, en verdad, querían cambiar la desigualdad, deseaban que la sociedad creara trabajo, ofreciera bienestar, resguarde la dignidad, cualifique la educación, ofrezca calidad de vida y precautele los derechos humanos satisfaciendo la necesidades y expectativas, en especial de los que más sufren -por ejemplo, los mendigos y discapacitados- y de la población que yo veía como el pueblo. Ni siquiera en mi juventud me entusiasmó el médico asmático argentino. Me parecía obsecuente hacer el juramente hipocrático y matar soldaditos bolivianos; aunque a su modo, aceptar inmolarse dirigiendo un proyecto condenado al fracaso haya deducido o no la traición local y la caribeña, me parecía un gesto religioso, y por tanto, encomiable. Con todo, hablar con denuedo del hombre nuevo como alguien íntegro por la acción consecuente con el discurso, como alguien que tenga solidez insobornable en sus valores, que sea consciente de su responsabilidad social, que al final de su vida esté inmaculado ante la corrupción y haya sido un juez justo ante la lacra de los politicastros que gobiernan el mundo, me entusiasmaba. Sin embargo, resonaba en mí la duda de que diario y todo incluido ¿no sería en el fondo un montaje con coreografía de egolatría?

Participé con vivacidad y convicción en un sinnúmero de tareas para hacer realidad mi sueño del socialismo tal y como yo lo concebía, con una fuerte dosis de idealismo. Pero, pese a mi entusiasmo, comencé a percibir, progresiva e invariablemente, que mis líderes, compañeros y referentes políticos e ideológicos no eran, en verdad, tal y como yo los idealizaba. Un líder se vendió a su verdugo para ser presidente arrastrando a sus adláteres angurrientos de poder, descubrí la venalidad en pigricias de dirigentes sindicales a nivel nacional, y pese a que un gallardo abogado encarceló al general orondo, vi que mis ilusiones de la utopía socialista eran sólo eso: el espejismo que yo había creado para dar sentido a una lucha por la que tal vez sólo yo luchaba. Así, decidí alejarme de la vida política partidaria para siempre, huyendo de la bruma maloliente que percibía gracias a mi agudo sentido del olfato, entre quienes hablaban del socialismo. Nunca creí que Su Majestad, El Ignaro, llegaría ni siquiera a ser la sombra de Gandhi o Mandela. Pero que en el techo del mundo, la utopía socialista que soñé se haya convertido, en verdad, por la gracia de un personaje de cómic en una pesadilla de terror, hasta a mí me sorprende. Y como mi tierra no deja de asombrar al mundo, ahora es sabido que aquí las palabras aparentes que nadie cree, son suficientes para encubrir la distopía del «mundo verdadero” que es este socialismo real en la segunda década del milenio: angurria ilimitada de poder, destrucción sistemática de la razón, anomia social y política, desfalco creciente de los recursos públicos, represión y amedrentamiento, incapacidad probada para construir el futuro económico, despilfarro ominoso y vergonzoso, simbolismo agobiante que dilapida el erario en propaganda de culto a la personalidad, carencia absoluta para gobernar en pos del bien común, impunidad como norma, y una persecución sañuda de la escasa decencia. Y como en una película de terror en la que las víctimas, lo son realmente, veo con el peso de los años, que la pulsión del indio que somos parcialmente cada uno de nosotros mismos, se alinea sumisa e hipócritamente en la perversión final del cuento del socialismo convirtiéndolo en un culebrón en el que casi todos son el elenco de una trama de rapiña, mentiras, disfraces, contumelia, exabruptos, ridículo, crímenes, cinismo, robo, tráfico, barbarie y oscurantismo. Por eso, este -que sí es un cuento-, proclama con vehemencia: ¡La nueva Edad Media ha comenzado!

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