Si esto no fuese fútbol y no supiese que la moral allí no funciona como en la vida, pensaría que todo aquel que celebra la derrota ajena es un miserable. Pero sé que el fútbol otorga licencias impensadas fuera de él, que no hay cinismo más aceptado en el mundo que el que se practica en torno a este espectáculo de once valientes batallando contra once enemigos.
En verdad es tal la desvergüenza del futbolero —y yo soy uno— que tiene permitido ser miserable, futbolísticamente hablando, durante noventa minutos, durante todo un Mundial e incluso durante todos los domingos del año con la única condición de que adopte para sí una camiseta —cualquier camiseta—, lo cual implica crearse un adversario —cualquier adversario— al que deseará el mal si no quiere estar por debajo de él en la tabla de posiciones. Esto es, la ley de la selva, del sálvese quien pueda.
En esta burbuja de amoralidad que es el fútbol, cínicamente, los de afuera no son de palo. En el 2014, cuando Alemania le infligió una paliza de 7-1 a Brasil, los argentinos acomodaron el hit del momento para gozar al archienemigo: “Brasil, decime qué se 7”. Cuatro años después la venganza es dulce y la alegría contra los considerados más antipáticos del continente, junto con los chilenos, no solo es brasilera: “Di María, Mascherano y Messi chau… Los argentinos están llorando”.
La competencia termina siendo un disimulo, no es lo más importante del fútbol sino la rivalidad.
El fútbol tiene una máxima que genera ilusión hasta al más inepto: “siempre da revancha”. Un pensamiento que sirve para atizar la ruindad del futbolero.
La revancha del futbolero, del eximido moralmente (o, mejor dicho, del provisto de una moral propia), tiene doble suerte: no pasa solo por la victoria del equipo de sus amores, sino también —en lo más íntimo, no vaya a ser que los demás se enteren— por el gustito aparte de ver al rival de toda la vida mordiendo el polvo de la derrota. No puede evitar el futbolero ser a menudo un típico mediocre al que reconforta más la equiparación entre vencidos que la mejoría de la victoria de uno sobre otro.
En el fútbol, supremo reino del cinismo y del egocentrismo, no cualquiera está dispuesto a ser menos que nadie y por eso, como le pasa al político, al futbolero le cuesta reconocer la superioridad del contrario. En el fútbol, las vilezas siempre son insuficientes y por eso el exitismo y su inagotable maquinaria económica urgen al endiosamiento casi a la misma velocidad que predisponen a la ingratitud. Ingrato es el fútbol. En el fútbol, la justicia no existe: gana el que acierta, no el que juega bien o mejor.
En verdad, la perversión del fútbol no tiene límite y allá donde provoque frustración, esta automáticamente quedará amortiguada con la frustración del otro que por supuesto no sea parte de mi equipo. Esa es la justicia del fútbol. Mientras haya un ganador, del lado contrario habrá un perdedor; uno, indispensablemente, debe terminar frustrado. Por momentos da la impresión de que el negocio del fútbol está en la desazón, no en el júbilo.
Es mentira que haya disfrute en el fútbol. El fútbol se sufre más de lo que se goza. Siempre hay más minutos sin goles, por algo en el infinitesimal segundo del gol el hincha saca para fuera con un grito hondo y prolongado el sufrimiento contenido durante todo el partido.
Pero el del fútbol es un sufrimiento consentido: los futboleros somos masoquistas. Hay que vernos, especialmente en un Mundial. Al fútbol se lo muerde entre las uñas, se lo corre con el corazón acelerado al ritmo del tranco de cada jugador, se lo maldice, se lo patea, se lo cabecea, se lo manifiesta con el cuerpo entero, se lo sufre, pues, no se lo goza; se lo vive. Al fútbol, al soberano y miserable fútbol, se lo padece o no se es futbolero.
Oscar Díaz Arnau es periodista y escritor.