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Seres extraños y maravillosos

Maurizio Bagatin

Ayer me acordé de Dante, hombre humilde y sencillo. Llegaba a la cancha donde entrenábamos con su moto Califfo 50 cc., nos preguntaba si teníamos botines y la bolsa del equipo, a quien no las tenían los invitaba pasar por el deposito, algo ahí se encontraba siempre. Algunos botines viejos o usados por otros que habían pisado esta misma cancha, un bolsón remendado y desteñido con la escrita aun bien en vista: G. S. Visinale, nuestro equipo. Luego se iba a preparar el té, un té dulce y bien cargado, con muchos limones exprimidos hasta la última gota, nos lo servía aun hirviendo en vasos de vidrio desportillados, y nosotros antes de sumergirnos a una ducha caliente lo tomábamos casi de un solo sorbo. Recuerdo aun su sabor único, té Star de la India. Si mal no recuerdo, Dante vivía solo, en una contrada que en aquella época llamábamos Visinale di Sotto, un barrio extraño como la gente que ahí vivía, el “Dirindero” y su familia con mitad de su sangre rumana, el “Bél” que en realidad era ominoso y feo como la muerte, y unos que otros de los cuales olvidé su nombre, todos o casi todos extraños y maravillosos como Dante. Creo que era jubilado y que lo satisfacía atender a los demás, su sonrisa era siempre viva y su ánimo siempre alegre, su tono de voz garantizaba armonía entre los chicos que íbamos a entrenar. Nunca lo vi triste y nunca sin sus arrugas sonriéndonos. Dante es un nombre que hoy ha casi desaparecido del registro en Italia y tal vez del mundo entero, propio como son pocos hoy los que leen la poesía de Dante Alighieri. Pero puedo imaginarme que los padres de Dante algún día leyeron o escucharon sus poesías, el Vate era citado en las vidas del campo como en los libros de las escuelas. Humanismo que corría en las venas de moros y de cristianos, de patricios y de plebeyos de aquel entonces.

Hay un carácter, un perfil de algunos seres humanos que se ha perdido para siempre, son el carácter y el temperamento de una época, y con ellos todo esto eclipsó. Un estado de ánimo que casi por cierto nunca más volveremos a ver. Cada época moldea una identidad, las epopeyas tienen grandes exigencias para ser narradas, la tragedia griega y Shakespeare, Guerra y paz y Cien años de soledad, tal vez sean una sola receta, pero con diferentes cocineros. Me apasiona recordar estos y otros personajes extraños y maravillosos. Hay mucha poesía y un gran espectáculo en ellos. Ellos, en realidad, son el más grande espectáculo del mundo, y como nos enseñó Bukowski, se trata de un espectáculo gratuito, como gratuita es toda la poesía de este mundo. Estos personajes no se inventan, son exclusivamente efectos de la realidad, son verdades de nuestra imaginación, negación y afirmación simultanea de los contrarios, todo esto me hace pensar acercándome a cuanto decía Pessoa. ¿Mascaras por ser personas, ninguno por ser verdadero y real al mismo tiempo? Y también todo lo contrario. Teatro.

Todos lo conocían con el apodo de Gigi Karaté, con una fuerte acentuación final en la palabra Karaté. Los frecuentadores del café donde íbamos a tomarnos unas copas de vinos fuerte cuentan que un tiempo había trabajado en la empresa municipal que se ocupaba de las instalaciones eléctricas domiciliarias, y que un infortunio en el trabajo lo dejó como alucinado, como si hubiera tomado una dosis exagerada de ácido lisérgico y el efecto siguiera su curso, su abrumador efecto. Aparecía muy temprano en la plaza del mercado del pescado de la Portus Naonis de un tiempo, disfrazado de karateca japonés, con una bandana en la frente y con el cuerpo semidesnudo bajo un tabarro de lana. Esto ocurría en invierno como en verano. Gigi Karaté entraba en escena como un kamikaze frente al eterno enemigo, una catana imaginaria lo acompañaba día y noche, parecía inspirado por el final de la vida de Yukio Mishima o de su gran maestro, Yasunari Kawabata. La pureza ante todo y ante todos. Cuatro movimientos y el seppuku final.

Jan Kassen napolitano. No es un oxímoron, es la globalización y una historia increíble. Jan Kassen fue “la soledad de un lenguaje ritual”, el suyo que nace del generoso encuentro entre un oriente profundo y un oriente poroso, que desde su origen es puerta del Mediterráneo y desde siempre polis de la recepción. Jan Kassen era tardinero en todos sus movimientos, tardinero en sus respuestas, tardinero en reaccionar, en todo y con todos. En una sola cosa era diestro y rápido, en seducir a las turistas escandinavas que durante los veranos kitsch de toda la costa adriática invadían playas y discotecas. Era famoso en todos los balnearios frecuentados por estas divinidades blancas como la Olympia de Manet. Y aún más famoso entre luces psicodélicas de las noches de Rimini y de Riccione. Don Juan con una seducción sui generis, perspicaz engatusador de diosas blancas, de las Anita Ekberg hipnotizadora de Fellini. Narraba una de ellas que “en italiano no existe una palabra que posea el significado de decir la verdad, mientras que hay al menos cuatro (mentir, fingir, engañar, inventar) para expresar lo contrario. Parece que estamos más confidencia con la mentira que con la verdad”. Mintiéndole lograba siempre embaucarlas. Cuando de nuestro cuartelito de marinero de agua dulce lo transfirieron en Nápoles de él no supimos nada más. Quedamos con el misterio de su origen iraquí, de su madre partenopea y de su método cautivador con las escandinavas.

En este pueblo imaginario que la realidad nos puso de frente vivió un pintor extravagante, extraído de otra época, una época que nunca fue la suya. Doriano pintaba las vagas interpretaciones de la realidad. Del color ninguna teoría, de la forma solo una réplica conceptual. En una Montelupone llena de locos la luna aparecía detrás de cada colina, parecen fluctuar hadas y vampiros entre las laberínticas callejuelas medievales, ruidos y estruendos que salen de ventanas recubiertas de telarañas y del tiempo. En las soporíferas tardes Doriano empieza a recibir visitas de lunáticos y de todas la excéntricas fauna que va pareciendo detrás de las colinas, con ellas la noche irá naufragando con la miel baudelariana. Una reproducción de Fantin-Latour sigue colgada a una pared, un inacabado Kandinsky se destiñe a la inclemencia de las intemperies. Doriano va endulzando sus ojos, de vez en cuando arregla la peluca que le va cubriendo la prominente calvicie, se da la vuelta y comparte con quien esté a su lado un joint.

Jimmy se fue a los Estados Unidos sin avisar a nadie, dejó encima de la chimenea una cajita de fosforo con una nota escrita: “Me ausentaré unos años, tengo asuntos muy importantes que arreglar en América”. No era el “Voy y vuelvo” de Nicanor Parra. Aquella cajita de fosforo fue encontrada solamente ocho años después, faltaban solamente cuatro años para que Jimmy volviera. Podía tratarse de un retorno como el retorno de Ulises, Ítaca no estaba tan lejos de ahí, el Valle de los Templos de la Akragas griega distaba poco de la Sciacca donde Jimmy tenía que retornar. A su vuelta festejaron héroes y villanos, los “asuntos importantes” fueron arreglados, los Ciclopes y la hechicera Circe fueron doblegados con la metis de Ulises, que fue la astucia de Jimmy, doce años en los Estados Unidos y todo se repuso en su lugar.

Antares es una abeja, anda libertaria, más allá del viento y de todo el empíreo. A momentos parece descomponerse, pero es solo una ilusión, va recomponiendo sus alas y retorna al vuelo. Néctar de todas las flores y libertad, el mundo de las abejas no implora que eso, no desea que al mundo existan solo simplicidad, armonía e ilusión. Adrenalina y suavidad, mientras parece volar como una poesía de Kavafis, perduración que fundan solamente los poetas, Hölderlin, Racine y Saffo, pero que disfrutan las manos campesinas en los herbolarios y en las recetas hechas con mejunjes afrodisiacos. Se mata el ego con sustancias naturales, me narra la abeja, volando entre salvia y romero, respirando a la fuente de la lavanda florecida, distribuyendo a defensa de nuestros cuerpos propóleos y el manjar de su sonrisa, en medidas iguales, bien compartidas propio como en los dos estómagos que la abeja posee.

Mi tío Bepi, campesino extraño y maravilloso. Paciente con sus tragedias familiares y alegre frente al común destino del ser humano, la muerte. Escalofrió que recorre el cuerpo al recordarse niño entre los filares de uvas negras y dulce, los temporales de junio y el perfume de los establos al atardecer. Hay estado de ánimos irrepetibles, sabores y saberes que quedan pegados a nuestra frágil memoria: la leche recién ordeñada, las cerezas cuqueadas cuando la luna nueva, el afilar la hoz, el preparar las bolsas de yutes donde cargar el maíz en octubre. Cuando en las afosas tardes de verano se lo veía sentado, como en un cuadro de Cézanne, bajo el parral de uva fresa, con su mirada perdida al infinito algún vecino se acercaba preguntándole: “¿Bepi, que estás haciendo?”, a todos le contestaba: “Estoy esperando”, insistiendo le preguntaban: “¿Qué estas esperando?”. “La muerte”, era su lapidaria respuesta.

“¿Cada historia se ira con nosotros? Y si no se conoces el nombre de ellos, otro misterio surge. ¿Quiénes habrán sido? Nos preguntamos al infinito ¿que habrá sido de ellos?

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