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¿Será tan mala la polarización?

Como ya indicaron varios filósofos e intelectuales como Jürgen Habermas o Fernando Savater, la democracia descansa en el intercambio pacífico de argumentos razonados, dejando de lado la irracionalidad violenta. Esto se puede comprobar en varios niveles o esferas sociales, como una familia, una comunidad pequeña o una sociedad grande. En una pequeña familia, por ejemplo, si en la toma de decisiones faltan los argumentos y las razones y, en cambio, se imponen la fuerza y los golpes, lo que hay es autoritarismo o sumisión al más fuerte, una ilusión de orden consensual nada más. De ninguna manera democracia ni libertad.

Pero el predominio de los argumentos y el diálogo no exige —ni supone— la inexistencia de disensos ideológicos o incluso de antagonismo de pareceres. De hecho, estos últimos son imprescindibles en un sistema pluralista. Donde hay democracias sólidas, siempre hay intereses contrapuestos y visiones diferentes. En cambio, ahí donde predominan los jefes y caudillos, lo que hay es un consenso compulsivo (un modo de pensar más o menos homogéneo) y no un disenso creador (Jorge Lazarte), el cual permite contrastar visiones razonadamente, actividad que se consuma cuando existe una comunicación efectiva (Habermas), la cual hace efectiva la democracia.

En Bolivia últimamente se ha venido diciendo con algo de insistencia que la sociedad boliviana está polarizada (dividida en grupos con opiniones extremas u opuestas), sobre todo a partir de algunos eventos como el referéndum del 21F o los hechos de 2019. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la polarización ideológica es inherente a la democracia; de hecho, sin ella un sistema democrático no tendría sentido ni podría funcionar. Entonces, lo que en realidad habría que preguntarse e investigar sería si estamos en un estado de dislocación social; es decir, en una desarticulación entre las instituciones y la sociedad. Creo que sería la sociedad dislocada, y no tanto la polarización, el problema mayor y el objeto de investigación más interesante.

La democracia funciona como un ring en el que dos boxeadores pueden pelear hasta la última sangre, pero siempre con reglas de por medio que hagan de su pelea un combate limpio y con camarógrafos que capten imágenes fiables del combate. Siempre que existan el ring, las normas y los camarógrafos, la pelea, por muy feroz que sea, será válida o legítima. La democracia, de esta manera, es un mínimo acuerdo en el que las partes deponen sus antiguos privilegios de casta, raza, sexo, religión o clase, para dar paso a la política moderna, que es la resolución de controversias públicas pero propias de sociedades complejas y heterogéneas. Pero si aquel ring —mínima plataforma que permite apreciar que en la pelea no haya pistolas o cuchillos— no existe, las reglas no se cumplen y los periodistas deforman las imágenes para construir un relato interesado, se produce la dislocación, la anomia social y el imperio de la fuerza normativa de lo fáctico. Sin instituciones que funcionen bien y sin una prensa independiente y proba, la vida civilizada en sociedad se hace imposible: los enconos ya no se resuelven en el cuadrilátero y en el marco normativo, sino en las tribunas, donde, como no hay visibilidad, puede hacerse uso de armas cortopunzantes y todo vale. Esto, además, significa la ruptura del tejido social, que puede llegar a un punto de no-retorno.

Desde que tengo recuerdos, Bolivia siempre estuvo polarizada, y lo que leemos en los libros de historia tampoco está lejos de ser una sociedad polarizada; ergo, lo que está sucediendo ahora no sería nada nuevo. Lo nuevo (y peligroso) es que las instituciones —como los órganos Judicial y Electoral— nunca, ni en los momentos más oscuros del siglo XIX o del XX, se vieron en un estado de tal descrédito y corrupción como en el que se ven ahora y que el aluvión de información digital está hoy a la orden del día para cualquier persona incauta que desee armarse un relato antojadizo de la realidad. Entonces la polarización, en este estado de descomposición, no se resuelve en tribunales idóneos ni en elecciones transparentes, sino en las calles, en las redes sociales y con armas poco honrosas, y eso es lo que la hace parecer nociva o mala. Consecuentemente, creo que lo que hay que mitigar no es la polarización como tal, sino dislocación de la sociedad y el Estado y la corrupción de la prensa. En una palabra, la desinstitucionalización y la información ligera. Lo que impide dialogar entre distintos y llegar a acuerdos no es la polarización per se, sino la falta de instituciones sólidas, de una opinión pública educada y más o menos crítica y del Estado de derecho.

Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social

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