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Ser joven en El Alto: entre el rock y los sikuris

Rafael Archondo

Estos chicos y chicas están hechos de flexibilidades enloquecedoras. Por la mañana ensayan con música autóctona, en la tarde manipulan computadoras y por la noche se besan en una esquina, minutos antes de correr a la discoteca, donde bailan tecno con acrobacia de vértigo. Entre un ritmo y otro preguntan dónde se arriendan los mejores trajes para la morenada, mientras compran el último disco de Luis Miguel. ¿Qué pasa con las nuevas generaciones en El Alto?

Adrián Ticona es un típico “rockalla”.1 Sus padres llegaron a esta ciudad hace diez años, cuando él apenas cumplía siete y sólo quería olvidarse de la provincia Pacajes, lugar adonde a veces va a visitar a sus abuelos, que lo contemplan como si fuera un extraterrestre. Y es que a Adrián le cuelgan del cinturón unas cadenas plateadas. No suenan tanto como uno podría imaginarse, porque el pantalón le queda ancho…anchísimo. Cuando su “vieja” lo vio así, con los botapiés hechos hilachas de tanto arrastre al ras del suelo, pensó que el “chango” se había equivocado de talla y que por tímido no había podido devolvérselo a la vendedora. Nada de eso, Adrián quiere lucirse así por todo lado. Lo atestiguan sus dos aretes, el tatuaje en el hombro y los últimos “kits” reeboock “truchos” que se compró ayer por el mercado de la riel.

En los enormes bolsillos le cabe bien la lata de pintura de aerosol, esa que agita por las noches cuando quiere escribir su nombre y el de sus “cuates” en las paredes. La “gran BU” al centro y las firmas de todos, cual rayos de un sol excéntrico. Adrián está en la mejor pandilla urbana de todos los tiempos. Ah…me olvidaba, ayer logró sacar en zampoña el último éxito de los “Azul Azul”. Cuando lo sepan en su grupo de “khantus”, fija que lo felicitan. En una semana más tienen que ir a tocar al preste de sus “viejos”. Ahí la pasan tan bien como en la discoteca más heavy de la zona 16 de Julio. Y es que no hay lugar donde no haya una ñata buena, que se anime a relajear.

De esa manera parecen pronunciarse las existencias juveniles en El Alto, esa ciudad nueva e ignorada, una especie de gigantesco patio trasero de La Paz y una gran pista migracional de aterrizaje para las provincias del altiplano y el sur del país.

Y quizás “rockalla” sea la palabra ideal, algo de rock y llockalla a la vez, una vida estrujada por dos fuerzas equivalentes en seducción: el mundo de los padres, poblado de polleras, sombreros, aymara, cerveza, mixtura y abrazo comunitario y el de la globalización, lleno de consumos caros, blue jeans, simulacros, comidas rápidas, ropa estrafalaria, sexo libre, música en inglés y discursos como rascacielos.

Los jóvenes alteños están cruzados por dos fuegos y de ambos extraen el calor que los funde como únicos. ¿Son estos “changos” la cabeza de playa de la extinción final de la cultura paterna? o ¿no serán acaso la única forma realista de mantener viva la herencia cultural aymara en contextos urbanos cada vez más internacionalizados?

Las ciencias sociales ya atisban sobre este mundo complejo y cuentan con algunas respuestas para tales inquietudes. En esta quinta entrega de T’inkazos le dedicamos varias páginas al tema. El siguiente coloquio es parte de ello. Han llegado hasta nosotros Germán Guaygua, Máximo Quisbert, Alfredo Balboa y Mario Rodriguez. Todos ellos tienen algo en común: su interés académico y vivencial por la existencia creativa de estas nuevas generaciones. Los dos primeros compartieron un proyecto de análisis financiado por el Programa de Investigación Estratégica en Bolivia (PIEB), el tercero escribió sobre el concepto de “chojcho” y el último trabaja con el movimiento juvenil alteño, el llamado underground rockero  congregado en torno al Wayna Tambo, un boliche cultural situado sobre esas alturas.

Los cuatro nos llevaron de la mano por las casas, zaguanes, calles, discotecas y escenarios públicos de los muchos «Adrián Ticona» con que empezamos esta historia.

La lucha entre padres e hijos

Máximo Quisbert es bueno para describir situaciones cotidianas, aquellas vividas con intensidad dentro de las casas de adobe y ladrillo, cortinas de nylon, puertas de hojalata y patio interior con olor a ropa lavada.

Todos los padres son muy parecidos en los hogares migrantes de El Alto. Hay un retrato retocado de ambos en la sala, ella con su mejor manta celeste, el topo de oro, el sombrero ladeado y la mirada triste; él, con la sonrisa discreta, el terno gris con chaleco interior y la escarapela tricolor sobre la solapa. Se casaron muy jóvenes y trabajaron de sol a sol para financiarse el prestigio otorgado por la posibilidad de organizar las fiestas más sonadas de la zona, portaron a la Virgen en andas y no hay vecino que no los salude con una venia. Pero Máximo se interesa por sus hijos. Los imagina en la calle o la plaza, junto a sus amigos y pares, refugiados allí donde los brazos de la autoridad no alcanzan a llegar. En esos sitios pueden hablar con una libertad siempre negada en domicilio. “Allí expresan lo que piensan, hablan de sus chicas o si alguien les gusta. En la familia eso no puede hacerse, porque el papá o la mamá tienen la percepción cultural de que el hijo debe ser obediente y disciplinado. Por eso en la familia, por ejemplo, no se habla de la sexualidad”, advierte Máximo. Así es. Entre las familias migrantes asentadas en El Alto y lógicamente en las que les dieron

origen y se quedaron en el campo, el joven está hecho para acatar órdenes sin chistar. No es raro entonces que a la primera oportunidad, salga a buscar un poco de oxígeno a la calle.

Máximo prosigue con su descripción. Si un padre o una madre ven a su hija hablando muy seguido con un chico de su misma edad, no sólo suponen de inmediato que es su novio, sino que es el hombre que regirá lo mucho que le resta de vida. “Eso pasa, porque ellos nunca han tenido varios

novios, a la primera o segunda ya se han casado, pero en la generación de sus hijos, ellos empiezan a enamorarse a los 12 o 14 años y pueden tener varias relaciones sentimentales antes del matrimonio”, agrega nuestro coloquiante.

No hay duda, es un vuelco fundamental. La manera de entender el amor ha cambiado radicalmente de padres a hijos. Para los primeros, el énfasis estaba puesto en el matrimonio como una alianza pragmática para enfrentar los desafíos de la existencia material, mientras para los segundos es más importante el cimiento sentimental y el ingrediente romántico.

Este desencuentro produce una lluvia de palizas, llantos y desgarramientos internos. La brecha entre generaciones engendra dolor y resentimientos. Máximo cuenta por ejemplo que “los papás no conciben que sus hijos vayan a las discotecas”. Entienden que en ellas sus herederos pueden desviarse de la senda recta, toparse con malas amistades, perder el juicio en medio de la farra y extraviar por ahí los valores del trabajo y el estudio. ¿Cómo podrían entender lo que sucede en esas pistas de baile mal iluminadas si nunca fueron por allí cuando tenían esa edad? Son consumos que los padres no comparten y que obligan a arduas negociaciones entre ellos y los chicos. Cuando éstas fracasan, vienen en auxilio las mentiras más convencionales. “Papá, estoy yendo a escuchar misa”, “mamá, tengo que ir a hacer tareas a la casa de la Julia”…, son los “papos” que les “clavan” a los “viejos” o, dicho en difícil, estrategias de libertad en contra de una rigidez exagerada y recelosa.

Mario Rodríguez encuentra la ocasión propicia para intervenir. Sobre esas negociaciones inter generacionales tiene una idea sólida en mente y la plantea sin demora. Está de acuerdo en que hay un conflicto constante entre padres e hijos, pero no cree que el paisaje esté completo si sólo nos quedamos con aquello. Y es que Mario también detecta negociaciones silenciosas entre partes, espacios de complicidad nunca confesados.

Por ejemplo, en las familias campesinas de origen, aquellas que quedaron atrás después de la migración a la ciudad, los chicos y chicas se enamoran a escondidas bajo un manto similar de disimulos. La mayoría de las parejas en el campo se construyen a hurtadillas y en esquiva nocturnidad. Lo curioso es que los padres lo saben, pero prefieren fingir ignorancia a fin de preservar el brillo de su autoridad.

Según Mario, aquel «hacerse de la vista gorda» de los mayores ante las discretas travesuras de los jóvenes es una costumbre muy arraigada en el mundo andino y lo único que ha hecho es mudarse a la ciudad. Lo importante es que los besos se den a escondidas, pues si más gente de la necesaria se entera, entonces se habrá manchado la reputación del mundo adulto. «Mientras no sea público ni les reste autoridad, los padres se hacen a los locos. El problema es si se llega a saber, recién entonces se les ha faltado al respeto», añade Mario. Similares ejemplos podrían encontrarse en El Alto, donde nuestro coloquiante está seguro de que los padres conocen el paradero de sus hijos, pero prefieren guardar sus armas represivas para ocasiones más apremiantes. Esas son las negociaciones amparadas por los supuestos y las sospechas, esas que están vigentes mientras no salgan a la superficie.

Este mecanismo tiene una clara razón de ser. Dado que en El Alto la brecha entre padres e hijos es tan profunda, estas mudas tratativas permiten acortarla y hacer que la vida familiar sea más soportable.

Consumos que no se comparten

Como muchas otras, en diversos sitios del mundo, la juventud alteña es una máquina de distinciones. Mientras más se compara con sus padres y congéneres, más pugna por diferenciarse de ellos. Alfredo Balboa toma la palabra para hacernos notar que la ropa distinta, los ritmos musicales estridentes y los accesorios estrafalarios son la receta precisa para no confundirse ni con sus progenitores ni con los otros jóvenes de barrios, clases sociales o gustos distintos. La meta más añorada aquí es el ascenso social simbólico, escalar lo más alto posible para mirar desde arriba a sus similares.

En este tren, en el que arrecia la sed juvenil por adquirir avalorios que acrediten diferencia, los medios de comunicación son el mejor de los manantiales. Balboa recuerda que de allí, los «changos» extraen códigos, modas, posturas y formas de pronunciarse en público. Es cuando más abiertos están a las influencias provenientes de mundo exterior a la familia. En este contexto, se cotizan muy alto valores como la sensualidad entre las mujeres o beber tragos y pelear a puñetes entre los varones.

Y surge aquí un detalle interesante. Mario Rodríguez advierte que la juventud se congrega o separa por lo que compra y exhibe. El consumo es el emblema que aproxima o distancia a los jóvenes de todos los sitios. Y resulta que de pronto «changos» de distintas clases sociales aparecen consumiendo los mismos productos en medio de un marasmo de idénticos gustos y subculturas juveniles. Así, sin importar mucho el grosor de las billeteras o la pulcritud del barrio en el que se habita, chicos y chicas de la misma afición y predilección se juntan con menos reparos que sus pares clasistas adultos.

Mario registra varios ejemplos de estos desplazamientos interclasistas. Sucede que si alguien quiere entrar de lleno en la onda tecno, está obligado a visitar una gran discoteca de referencia, situada en la zona 16 de Julio de El Alto y aquí no importa si uno toma el minibus desde el respingado Calacoto o el aseado La Florida. De igual manera, los muchachos de la zona oeste paceña tienen una especial debilidad por los locales de baile de la Ceja de El Alto, mientras los pandilleros de las poderosas «la gran BU» o «Cartel Central» pugnan por copar el territorio en el que destella la discoteca «Espaguetti» de Alto Cementerio. Y como si estas acciones nómadas no bastaran, los hijos de embajadores y acaudalados señores de La Paz suben a tocar rock en los boliches más underground de las alturas alteñas. «La estratificación social se mantiene, pero los consumos similares han llevado a reposicionar y recomponer la ciudad acercando clases sociales diferentes», teoriza Mario.

Pero ¿por qué los jóvenes hacen más poroso el muro que divide a ricos y obres? La respuesta es simplemente fascinante. Mario pide no olvidar que uno de los emblemas de la juventud es esa loca gana de romper las cristalerías de lo sagrado. Mientras más rebelde el gesto de la muchachada, más sólida su afiliación generacional. Transgredir, desbaratar, irritar y subvertir son los verbos predilectos de los «changos» en cualquier latitud. Se vemos así las cosas, queda clarísimo el valor de la discoteca de suburbio, del boliche destartalado o de la huida hacia los arrabales. Los jóvenes se sienten más leales con su época cuando transgreden las normas y excursionan por los linderos de lo nefasto y riesgoso. «Siempre se mira como inferior lo que está cada vez más arriba, así, la transgresión se transforma en un articulador juvenil muy fuerte», refuerza Mario. Por todo eso, hay que ver el poder magnético que posee un concierto de rock interpretado dentro de un tambo alteño y lo convencional e inofensivo de uno similar realizado bajo los controles adultos en el centro de La Paz. En ese sentido, lo desarrapado, marginal, enigmático y cruel se torna en un auténtico imán generacional. En esta estamentaria sociedad colonial, quizás sólo los jóvenes sean capaces de diluir, aunque sea por breves momentos, las demarcaciones de la piel y los billetes, y de poner a lo socialmente inferior como una meta deseable en la perspectiva de irritar a la maquinaria adulta habituada a la segregación.

Pero las cosas en este caso tampoco son tan sencillas. Si pensamos que lo único válido son estos puentes entre clases sociales, estaríamos viéndolo todo con un solo ojo. El propio Mario se encarga de hacernos notar que, aunque debilitadas, las diferencias sociales interjuveniles se mantienen. Para percibirlo basta con presenciar los ya mencionados conciertos de los chicos de barrios residenciales en El Alto. Mario informa que si bien los «changos» de la «high» son bien recibidos en las alturas, el público plebeyo no termina de integrarse a su espectáculo, y no es que no les guste la música, es que las murallas sociales no alcanzan a desplomarse del todo pese al socavamiento generacional.

Una muestra de ello es lo que sucede con el movimiento rapero alteño. La mayor parte de los jóvenes adscritos a esta subcultura de la agilidad acrobática viven en Ciudad Satélite, el barrio más próspero de la ciudad altiplánica. Esto se explica, cuenta Mario, porque los consumos signados por el rap demandan mucho dinero. Así, un pantalón original de esta tendencia se cotiza en unos cien dólares, lo cual excluye de cajón a los jóvenes de los demás conglomerados barriales de El Alto. Es por eso que los raperos de «Satélite» se identifican más con La Paz que con sus vecinos próximos. Vemos aquí la faz contraria de hace un momento, un trasvase de identidades al margen del territorio pero, esta vez, dentro de una clase social en común.

No seas como yo

Pero he aquí que quienes más alientan el ascenso social simbólico de los «changos» son los que más tarde lo lamentan, nos referimos nada menos que a los padres. En efecto, ningún migrante adulto quiere que sus hijos sigan sus pasos, pero cuando los ven en exceso distintos y apartados de las tradiciones familiares, entonces se arrepienten y le ponen freno a sus deseos de ascenso por encargo.

Máximo Quisbert le llama a eso el «doble discurso paternal». En labios adultos, la recomendación reza «no seas como yo, porque sino vas a sufrir y ser marginado». Es la manera pragmática y prospectiva de eludir una herencia que consideran perjudicial. Así, los padres son los primeros en negar sus propios valores e impulsar a sus vástagos a que sean diferentes, se olviden del aymara, acudan a los colegios más caros, aprendan inglés y se adhieran a los cultos de consumo occidentales. Pero el entusiasmo paternal se extingue cuando los «changos» se consagran de cuerpo entero al baile, al ocio, a los amores fugaces e intensos, a la moda subvertora y hasta a la estética «chicana». En ese instante se redoblan las incomprensiones, los controles y las riñas.

Germán Guaygua agrega que detrás del consabido «no seas como yo», anida la exigencia de que el hijo tenga el mayor acceso posible a un capital

escolar más alto que el de los padres. Sin embargo, cuando el cumplimiento de esta meta pone a sus herederos en «peligro» de convertirse en eternos estudiantes y potenciales «vagos», entonces llega la hora de ponerle una valla a tanta libertad con los libros. Guaygua cuenta que los padres saben detectar con claridad cuando un título académico se ha devaluado lo suficiente al extremo de ser inútil en el hallazgo de empleo. En vez de ver a su hijo convertido en uno de los cientos de bachilleres alteños, muchos mayores prefieren engancharlos en un taller de mecánica o como ayudantes de una fábrica a fin de que aprendan habilidades mucho más prácticas y lucrativas que un conocimiento formalizado, pero sin rumbo cierto en el contexto suburbano.  En esos casos, la frase «quiero que mi hijo aprenda a trabajar» es capaz de sobreponerse a la negadora y originaria «no seas como yo». De esa forma, la ética del trabajo, un valor muy profundo en el mundo andino es capaz de moderar las ansias irracionales de ascenso social.

El retorno a la cuna

Hasta aquí hemos descrito los conflictos y forcejeos entre padres e hijos en El Alto. También hemos pasado revista a ese afán juvenil por la diferencia, alentado y más tarde lamentado por sus mayores. Germán Guaygua no está dispuesto a dejar las cosas en ese estado. Por eso lanza a bocajarro la primera conclusión del trabajo de investigación compartido con Máximo Quisbert y un equipo de respaldo. Adelanta que a pesar de esos signos irrefutables de «alienación» cultural prevalecientes entre los jóvenes aymaras de El Alto, las actitudes de estos «changos», de la A a la Z, siguen siendo ordenadas y estructuradas por la tradición familiar de sus mayores. Lo que asegura es que todas las identidades juveniles, incluso las más rebeldes, mantienen su conexión con la cultura aymara urbana que las prohijó. En sus palabras, la hipótesis suena así: «Al principio nosotros también veíamos que las brechas entre padres e hijos parecían ser muy dicotómicas, pero luego nos dimos cuenta de que el eje que ordena la vida de estos jóvenes es justamente la tradición de sus padres. No estamos diciendo que nada cambia, hay transformaciones, pero siempre en función de ese eje ordenador».

Dicho de otra manera, tanta cadena, tatuaje, pantalón ancho, melenas o aretes sólo forma parte de una etapa, la de los 13 a los 17 años de edad, en la que la nueva generación necesita trazar fronteras con sus padres. Una vez que la línea está cavada, la distinción deja de ser tan imprescindible, y se produce un retorno gradual hacia las redes familiares con las que se había operado la ruptura.

Alfredo Balboa secunda la conjetura. No es que los jóvenes entierren su identidad original, sólo la archivan hasta nuevo aviso, porque la pelea intergeneracional los obliga a empuñar esas armas foráneas. Pero una vez que se casan, por ejemplo, y lo hacen temprano (a los 18 o 20 años), desempolvan sus anteriores destrezas y vuelven al redil de origen.

«Cuando adoptan nuevos roles, esa etapa transitoria termina y se reintegran a la cultura aymara urbana. El desarraigo es pasajero», puntualiza Alfredo.

Para este y otros casos, rinde mucho el concepto de habitus, popularizado por el sociólogo Pierre Bourdieu. Se trata de algo parecido a la tradición, aunque la idea del francés cala más hondo. Habitus es mucho de lo que aprendemos en la infancia y que deviene tan natural que ya ni pensamos en ello. Está ahí y nadie lo pone en cuestión, porque está escondido en el sentido común, las actitudes corporales y la mentalidad de los individuos. Hemos entrado en el terreno de las pre-disposiciones.

De retorno a El Alto, comprobamos que a pesar de sus innumerables transgresiones, los jóvenes no consiguen escapar del habitus dictado por los padres. Germán Guaygua lo demuestra con ejemplos. Uno de ellos es el valor de la masculinidad reinante entre los chicos. Para los jóvenes, una de las medallas más preciadas es saber pelear y en eso no están muy distantes de sus padres, propensos a los puñetes cuando la rabia calienta la sangre.

Sucede algo parecido con respecto a la ética del trabajo. Padres e hijos miran con buenos ojos la capacidad de ganarse el pan de cualquier manera y a toda edad. Esta idea dominante se hace aún más patente cuando los muchachos se ven impelidos a alimentar a una familia. Es el instante de la reconciliación intergeneracional.

Máximo Quisbert advierte que la presión familiar de los mayores para cristalizar ese retorno a la cultura de origen es muy fuerte y va acompañada por variados premios y castigos. Sin embargo es obvio que los jóvenes no regresan al hogar como salieron, vuelven con las alforjas llenas de experiencias vividas, que más adelante reinsertan en la matriz cultural familiar. Máximo habla, por ejemplo, de  que traen una visión más amplia de la ciudad, el mundo y sus protagonistas.

Para Mario, el análisis del regreso puede corroborarse incluso en la actual generación de los padres. Resulta que ellos también tuvieron su huida pasajera en las décadas del 60 y 70. En ese entonces irrumpieron en la Entrada del Gran Poder convertidos en los «extraños rebeldes del pelo largo», un grupo de kullaguada bastante «nuevaolero», compuesto exclusivamente por jóvenes, a quienes se distinguía por tener en la espalda, bordado, al cantante argentino Sandro.

Esa misma generación que combinó el folklore con su cultura juvenil, también tuvo la osadía de introducir la batería, los instrumentos electrónicos y el juego de luces en las fiestas populares. Desde entonces, por las pistas de baile suburbanas campea la cumbia, el teclado, la amplificación y, por supuesto, el tinku «Celia», sometido a los acordes metálicos. Ahí están, según Mario, las huellas de ese paso generacional que modificó el folklore y no así las matrices culturales que lo acunaron.

De manera que el regreso de los jóvenes alteños al eje ordenador de su cultura madre trae vientos de cambio sobre ella, aunque, al parecer, no le desordena el «disco duro». En uso de la amnistía eterna que le otorgan sus mayores, los «changos» se acogen al mundo cultural de origen para enriquecerlo con las nuevas marcas de distinción que han adquirido en su breve escape del hogar.

Mario está de acuerdo con Germán, aunque más que de habitus prefiere hablar de matriz cultural. Es ella la que sigue imperando y ordenando los nuevos aportes. Es una lógica aymara urbana que pone en vereda a los elementos invasores, los digiere y reestructura bajo nuevas reglas.

¿Cómo lo logra? Mario Rodriguez saca otro ejemplo de su arsenal de vivencias. Cuenta que el tecno es una danza individual por definición. Quien se mete en esa onda, sabe que ni siquiera la pareja cuenta en el asunto y que lo fundamental es más bien el «disk jockey», enfrascado en las mezclas musicales más alucinantes. Sin embargo cuando el tecno se afianza en una ciudad como El Alto, los «changos» se organizan de inmediato en tropa, ensayan pasos uniformes, sincronizan atuendos y ademanes. Para reír un poco se podría decir que hacen del tecno un tinku o una morenada.  «Si tú miras el grupo de ensayo de tinku, tecno o cumbia, a pesar de sus grandes diferencias, ves elementos comunes. A veces suele ser incluso el mismo grupo que pasa por los tres tipos de música y participa así de concurso en concurso», relata Mario. Son esos caminitos secretos del habitus los que conectan la renovación con la tradición, lo que llega deslumbrando con lo que yace sedimentado por siglos.

Pero aún hay más. Cuando se les pregunta a los jóvenes, en tono de encuesta, si les gusta la música nacional, la mayor parte asegura preferir ritmos internacionales. Sin embargo casi en cada colegio de El Alto hay un conjuntos de “khantus”. Máximo Quisbert cuenta que en las fiestas patronales se percibe una creciente participación juvenil bajo la modalidad de tropas de baile. Los jóvenes alteños alimentan generosamente la corriente folklórica y lo hacen en grupos claramente generacionales, a prudente distancia de sus padres. La flexibilidad llega a tal extremo que en el 40 aniversario del Colegio «La Paz» de Villa Adela había música de la amplificación, una procesión con Virgen entronizada y varias fraternidades al ritmo de caporales. Esa es la vida cotidiana atravesada por influencias culturales variopintas, que nadie tiene problemas para asimilar en simultáneo.

Mario Rodriguez dice que ni el movimiento rockero underground alteño se libra de este enredo. «Tú encuentras un ‘chango’, que se viste de negro, es seguidor de Iron Maiden, toca batería en una banda llamada ‘Los Peores’, pero al mismo tiempo toca bombo en un grupo folklórico y también se mete con la cumbia», retrata Mario. Pasa y seguramente son las convivencias más insólitas.

Por su lado, Germán Guaygua cuenta que en muchos segmentos juveniles reina la cultura «chicana», impulsada por otros migrantes, esta vez los hispanos en los Estados Unidos. Ocurre con las pandillas «Cartel Central» o «la Gran BU», las más grandes. Esta subcultura tiene como sólido cimiento la película «Sangre por Sangre» («Blood in, blood out») y se expresa localmente de forma masiva entre los concursantes de tecno del programa televisivo «Sábados Populares». Cuando usted vea en las paredes una «B» junto a una «U» o dos letras «C» que se dan la espalda, ya sabe a que se refieren. Pero ¿por qué sentirse «chicano» en El Alto?

Quizás los cultores de «la raza» sean la mejor identidad disponible para quienes se sienten extranjeros en su propio suelo altiplánico, sacudidos al mismo tiempo y con igual rigor, por la discriminación dominante y las reprimendas familiares. Quizás…

Lo chojcho

Alfredo Balboa ha estudiado la identidad de lo «chojcho» y parece pertinente mencionarla aquí. A primer oído, la palabra nos remite a algo ordinario, tosco o feo. Su conocedor dice que «chojcho» es una persona que proviniendo de la cultura aymara, ha decidido «refinarse», es decir, ensayar un ascenso social simbólico, escalar. Con un sentido claramente peyorativo, el término es aplicado con frecuencia a los jóvenes, a su andar desarrapado y cuestionador, a sus ganas de fastidiar con una estética rebelde. A pesar de tener un sentido negativo cargado de reproches de traición a la raíz fundante, lo chojcho atrae al mundo juvenil más que la política o la religión, y por eso mismo, es parte de una identidad estigmatizada, pero identidad al fin. Alfredo vuelve a repetir que la fiebre chojcha es pasajera y que se diluye o asimila con la conversión en adulto.

Germán Guaygua se apunta para hablar sobre el término. Afirma que lo chojcho es un nítido estigma antes que una identidad, que pueda exhibirse con orgullo. «El de San Pedro le dice chojcho al del Cementerio, los de allí le dicen lo mismo a los de la Ceja y ellos, a los que están en la 16 de Julio. Son cadenas de segmentación muy vinculadas con la discriminación», comenta. Es un mecanismo clásico de la sociedad colonial boliviana, en la que escapar de los desprecios definidos por el color de la piel siempre parece ser una ilusión.

Viva El Alto

Pero volvamos a las preguntas motivadoras de este coloquio. Repito: ¿son estos “changos” la cabeza de playa de la extinción final de la cultura paterna? o ¿no serán acaso la única forma realista de mantener viva la herencia cultural aymara en contextos urbanos cada vez más internacionalizados? A estas alturas, Máximo, Mario, Alfredo y Germán parecen haber resuelto el dilema. Al no poder escapar del habitus dominante de los padres o de la matriz cultural aymara urbana, los jóvenes alteños están lejos de convertirse en los extinguidores de la tradición familiar. Vuelven y lo hacen con elementos nuevos, recogidos a su paso por el tecno, el rock, el rap, la cumbia o la salsa. En ese sentido, el cambio generacional transformaría década tras década la cultura madre, pero sin cuestionar su lógica más íntima. Hasta ahí las respuestas obtenidas.

Mario desea añadir algo más: «Si bien el abandono de la pollera, el cambio del apellido, los nombres en inglés, el peinado con base o los lentes rayban conforman una tendencia fuerte y vigente, no es la única».

Él cree que cada día la conducta autoafirmativa se abre más espacio, es decir, el orgullo por lo propio: «soy alteño». Antes era muy común decir «voy a la ciudad» para referirse a La Paz, como si El Alto careciera de ese rango. Ahora, poco a poco, más jóvenes buscan su centro en la altura de su urbe natal.

Germán está de acuerdo. Recuerda que la cantidad de jóvenes que empuñan la zampoña, se ponen un poncho, participan de una Entrada folklórica o amenizan un preste ha crecido bastante en los últimos años. Incluso se ha puesto de moda tocar cumbias con instrumentos autóctonos, una manera de reinsertar accesorios culturales extraños bajo las pautas andinas y otra senda juvenil para reemprender la trayectoria social de los padres.

En el caso de las mujeres, las chicas reivindican la pollera cuando integran los grupos de «maripositas», segmento juvenil femenino obligado de cada fraternidad. «Están participando de la misma expresión de sus padres y van por los mismos caminos», asegura Germán. Aunque las jóvenes se pintan y visten polleras más cortas y sensuales, se muestran, a su manera, con el mismo telón de fondo de sus mayores.

¿Lo hacen conscientes del proceso que capitanean? Nuestros entrevistados coinciden en que no, se trata más bien de algo espontáneo y poco meditado, nace del habitus. Es curioso, en Bourdieu la vigencia del habitus tienen frecuentes connotaciones lastimeras, pues es la plataforma de reproducción de la dominación y el capitalismo. En El Alto, el habitus parece actuar a favor de una cultura oprimida, día y noche cercada por el bombardeo de los medios de comunicación, la industria de cantantes, los alaridos de los clanes religiosos y políticos y el férreo cabalgar de la globalización.

Lo joda sí se detiene con la madurez

Historias de «changos». Eso es lo que queremos contar en este recuadro. Mario Rodríguez nos proporciona algunas. Cierto primero de noviembre, día de Todos Santos, él, junto a algunos amigos, recorrió en tropa juvenil las riberas del lago Titicaca. La idea era acompañar a los dolientes y devotos con una ejemplar sikuriada. Se fueron casa por casa, soplando a más no poder para que la música resplandezca en ese su entorno natural de la pampa. Lo que Mario presenció durante esas horas fue la irreverencia hecha tojpa. Los «changos» no paraban de reír, ya sea porque se burlaban de los silenciosos rezadores o porque se ponían a contar chistes macabros sobre la muerte. En síntesis, a estos jóvenes su cultura parecía importarles «un carajo». ¿Significa eso que querían darle la espalda a lo venerado por sus padres? Mario cree que no. El que hayan ido a jugar y divertirse en Todos Santos no es lo importante, el hecho vital es que así, en chacota, «se estaban socializando en su esfera cultural».

Claro está, ahora que han crecido, que alguien importante se les ha muerto y que otros ocupan su lugar en la «joda», se han reconciliado con esos rituales, ahora acuden a ellos, probablemente rezan y se acuerdan de vez en cuando cómo fregaban.

Sikuris juveniles

Otra historia más. Mario cuenta que desde hace un par de décadas los prestes son dominio casi exclusivo de los conjuntos electrónicos. De sus parlantes salen las cumbias y los ritmos folklóricos preferidos. Sin embargo, en los últimos años no hay fiesta, bautizo o matrimonio que se respete, que a su vez no incluya un grupo de “khantus” o de sikuriada. ¿Y quiénes son los impulsores de esta antigua moda renovada? Los jóvenes, esos a quienes se les reprocha «alienación cultural», han recuperado el espacio para la música autóctona.

Rock on aymara

El centro del rock alteño se llama Wayna Tambo. Allí tocan las bandas de las dos ciudades adyacentes. Las hay con canciones en aymara en sus variantes punk o hardcore. Si uno echa un vistazo a los fanzines de los alrededores, va a encontrar más palabras en aymara que en cualquier revista de movimiento cultural o político reivindicativo. Mario Rodriguez asegura que bajo parámetros andinos, ellos reconvierten y resignifican otras expresiones culturales, que aportan a la construcción de una nueva simbólica o estética propia.

Desde la psiquiatría alguien podría acusarlos de esquizofrénicos, porque combinan locamente cosas que no tienen relación entre sí. Germán Guaygua rechaza la idea. Transitar del rock al tecno, pasar por el rap y terminar en un preste no produce angustia alguna entre los jóvenes alteños. Lo que pasa es que para darle coherencia a semejante ensalada tienen en sus manos el eje cultural ordenador de sus padres. Mario agrega: «Se transita de un lado a otro con mucha naturalidad, porque se tiene una matriz que está influyendo en todos esos espacios. Los híbridos no siempre eliminan las matrices». Al final la cosa es simple, el árbol tiene raíces y suelo nutriente en común, pero las hojas y frutos son de una diversidad inagotable.

Todo «casco»

Germán Guaygua menciona otro detalle. Cuando los jóvenes alteños no tienen dinero para parecerse a los muchachos de Los Ángeles o Nueva York, acuden a los productos de imitación. Los hay en abundancia en los recovecos de la feria de la zona 16 de Julio. A falta de importados directamente de Miami, buenos son los zapatos nike o reeboock considerados como truchos o cascos. Son las palabras usadas para pronunciar la impostura, que auxilia en esos momentos de urgencia de pertenecer al mundo, incluso con poco quivo.

Breve diccionario para los «viejos»

He aquí una breve lista de palabras necesarias para entender el coloquio de T’’inkazos y los artículos que lo secundan. Son algunos pilares de la jerga juvenil paceña probablemente ajenas para el lector de mayor edad o del extranjero.

Azul Azul: Grupo musical cruceño de cumbias.

Clavar un papo: Contar una mentira.

Chango: Joven.

Chojcho: Feo u ordinario. Alude a quien teniendo un origen indígena, trata de enfatizar su adscripción repentina a la cultura occidental.

El tinku Celia: «El juramento que hice, Celia, amarte toda la vida, Celia…». Canción de moda en ritmo de tinku, cuya versión en instrumentos electrónicos tiene muchos seguidores.

Fanzines: Palabra que mezcla los términos fan (fanático de algún grupo) y magazines (revistas). Son publicaciones normalmente dedicadas a la música y sus intérpretes.

Heavy (jebi): Pesado en inglés. Da a entender que se trata de algo duro o denso.

Khantus: Grupo de música autóctona compuesto por instrumentos de viento y percusión.

Kits: Zapatos deportivos.

La gran BU y Cartel Central: Dos de las pandillas más poderosas de La Paz.

Nuevaolero: Forma antigua de nombrar a lo juvenil o moderno.

Ñata: Chica o enamorada.

Preste: Fiesta sujeta a las normas de la reciprocidad andina.

Quivo: Dinero.

Relajear: Tener intimidad corporal con alguien, es propio de enamorados y «agarrones» (parejas pasajeras)

Rockalla: Palabra inventada por algún pícaro sociólogo. Es una mezcla de llockalla (chico o joven varón en aymara) y rock. Alude a un muchacho aymara consagrado a la cultura del norte (de América).

Ser de la high (jai): Ser rico, de quivos.

Sikuriada: Música autóctona.

Tojpa: grupo de gente.

Trucho y casco: Objetos o productos industriales simulados. Son imitaciones de sus homólogos de marca fina.

Underground: Subterráneo en inglés. Se refiere a las subculturas escondidas o marginales de una sociedad.

Viejo/a: Padre o madre.

Wayna Tambo: Local alteño de encuentro cultural. Allí se reúne el movimiento rockero de la ciudad.

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