La derrota de los Estados Unidos en Afganistán luego de 20 años de presencia y ofertas de desarrollo completamente perdidas, marcan un solo rumbo: la “Guerra global contra el terrorismo” y las terribles consecuencias luego de los ataques del 11 de septiembre de 2001, fueron una mentira monumental y un estrepitoso fracaso. Los estrategas de la Casa Blanca mintieron por completo a todas las naciones del mundo para justificar la guerra declarada por George W. Bush y continuada por Barak Oabama y Donald Trump. Tres presidentes estadounidenses y 20 años de intervención no sirvieron para nada, sino para sembrar mayor caos internacional, mayor pobreza e inestabilidad.
La Guerra contra el Terrorismo desató un estigma en contra de varios países considerados como inferiores: Irak, Afganistán, Pakistán, Libia, Yemen, Palestina e Irán. Además, fue una campaña militar en contra el mundo islámico, tratando de destruir países paupérrimos en el Medio Oriente. Aquí radicó la gran ambigüedad: Estados Unidos y Europa fueron derrotados en sus vanos intentos para democratizar aquellos países y lograr un oscuro compromiso para construir el desarrollo económico. Todo se orientó hacia un erróneo enfoque militar para resolver el problema del terrorismo desatado por Al Qaeda.
Asimismo, apenas pudieron clarificarse algunos detalles sobre el grupo terrorista responsable de los atentados el 11 de septiembre y el derrocamiento Talibán terminó vergonzosamente con el regreso del extremismo al poder en Afganistán. La guerra en Irak representó otra mentira inhumana para desactivar inexistentes armas biológicas, sembrar la violencia y preservar el caos. Las reacciones políticas del Departamento de Estado y los países de la OTAN sólo valieron para movilizar los sentimientos más nacionalistas, continuar con represalias y reproducir la discriminación étnica en el ámbito global.
Se habló de terrorismo como un cáncer mundial, lo cual fue un error mayúsculo y nunca se coordinó el uso de la fuerza, junto con negociaciones multilaterales donde estuvieran presentes las naciones islámicas. Todo fue conducido hacia un “enemigo difuso” llamado terrorismo, fácilmente identificado también con una guerra cultural contra el mundo árabe, lo cual desató una confrontación entre Occidente y Oriente de fatales resultados. Todo para nada. Por detrás estuvo el orgullo americano que se filtró peligrosamente como un sentimiento que hacía ver cómo la identidad y las vidas estadounidenses eran las únicas valiosas antes que cualquier otra.
Los Estados Unidos tampoco tuvieron un plan racional para reconstruir Irak y mucho menos estuvo claro cómo preparar la era post-Saddam con democracia al estilo occidental. El país derrotado por la victoria militar debió pagar los costos, no solamente humanos, sino aguantar una situación de inferioridad hasta que los Estados Unidos decidieran qué hacer y hasta qué punto reedificar Irak. A esta odiosa situación se suman las torturas infligidas por los soldados estadounidenses a varios detenidos en las prisiones de Abu Ghraib y Guantánamo.
No hubo lugar para diferenciar entre el régimen Talibán, entendido como versión extrema del fundamentalismo islámico, el Jihad o Guerra Santa como interpretación del Corán, y el resto de los países musulmanes como Irak y Afganistán que reivindicaron su tradición religiosa como fuente de poder e identidad cultural. Nunca estuvo claro cómo iban a manejarse los problemas del crecimiento económico, la equidad y la democratización a lo largo de 20 años. Jamás se demostró que Afganistán o Irak, como países, hayan estado involucrados directamente en los ataques del 11 de septiembre o en la producción masiva de armas químicas, por lo que su destrucción fue la señal clara de una guerra cultural contra el mundo islámico, que fácilmente naufragó con un fondo de desprecio hacia la sociedad civil, indefensa tanto contra el intervencionismo militar de Estados Unidos y Europa, como con el regreso de los Talibanes en agosto de 2021.
Finalmente, la guerra global contra el terrorismo equivalía a tener en cuenta la posibilidad de manipular la oposición o el apoyo de muchos países hacia Washington, sin importar si eran regímenes democráticos o autoritarios, sino cuán cerca estaban del “perfil terrorista”, o cuánta era la amenaza hacia el nacionalismo estadounidense, desechándose la visión moderna de los derechos humanos como baluarte mundial. A 20 años de los ataques del 11 de septiembre, Estados Unidos deja ver una vez más que su liderazgo mundial está completamente hundido y fue pusilánime su retirada de Afganistán, a costa del persistente sufrimiento de miles de civiles que volvieron a foja cero con el retorno de los Talibanes.
Franco Gamboa Rocabado es sociólogo.