En un verdadero melodrama las rencillas internas del MAS han copado todos los espacios discursivos en los últimos meses. La agenda política nacional se ha reducido a las mutuas acusaciones que finalmente develan su naturaleza corrupta, pero sería un error pensar que el MAS se ha dividido, la monolítica acción coaligada cuando se trata de bloquear las fuerzas democráticas en el congreso, deja claro que la “división” es solo un acto funcional que en el fondo no ha alterado la unidad interna del MAS; cuando requieren dos tercios desaparecen como por arte de magia todas las divergencias, esto nos deja ver que de lo que se trata es de tensiones internas motivadas por intereses económicos y cuotas de poder, pero solo eso, tensiones que por lo demás hacen parte de todas las organizaciones políticas. Aun en la hipótesis de una división “definitiva” la unidad del MAS está garantizada por un sentido de sobrevivencia identitaria, algo así como la conciencia de que, en el fondo, son lo mismo porque se han posicionado de una parte de la realidad que podríamos denominar como el espacio originario-campesino de la modernidad nacional.
No se trata en consecuencia de los flujos y reflujos del Poder, de la perspicacia política capaz de aprovechar un determinado capital político, se trata de un determinante histórico localizado en la base de todos sus actos y que, para utilizar la sentencia de Medinacelli, se expresa como un “sentido de raza” que envuelve y da sentido a todas las actitudes y determinaciones masistas, incluidas sus propias divergencias.
El problema del MAS no estriba en distribuirse los despojos del Estado que administran, su problema en realidad es evitar que la política se desindianice y que, como efecto de este fenómeno, la sociedad boliviana retome el cauce de la modernidad capitalista y liberal que impera en el mundo de occidente; en otras palabras, lo que los divide es la sensación de que el Poder Ciudadano retome el curso de la historia más allá de los preceptos de raza que guían los gobiernos masistas hasta hoy, y lo que los une es la certeza de que esos preceptos se esfumen en un abrir y cerrar de ojos cuando la ciudadanía retome el Poder y reformule la gestión del Estado al margen de cualquier sentido de raza. Unos quieren sobrevivir adaptándose a la idea de que la sociedad étnica que soñaban no es posible en el siglo XXI, y los otros insisten en reconstruir un mito bajo la hegemonía de la cultura andino-aimara. Los primeros (los renovadores) están conscientes de que la única forma de no pasar al vasto grupo de los partidos conservadores es rescatar los impulsos de las clases medias y sus potenciales aliados, los segundos, los de Evo y Choquehuanca, creen firmemente que revivir el pasado es aún posible y además deseable como garantía de sobrevivencia.
Sin duda se trata de una profunda crisis interna del masismo cuya boleta de garantía (al menos hasta hace poco) era la identidad de raza. Hoy cuando todos los cimientos del Poder masista muestran serios síntomas de descomposición, aferrarse a la idea de que la tradición y la cultura milenaria son suficientes para doblegar una ciudadanía en el concierto victorioso de la modernidad, no parece ser la mejor fórmula. Esta situación estructural, esto de tener que decidir si se sigue aferrado al sentido de raza, o de adscribirse al curso de la historia del siglo XXI con sus luces y sus sombras, es lo que se expresa en las pugnas entre “renovadores” y “radicales” del MAS, en el fondo, es la expresión del Estado del 52 que les dio vida en el último tramo de su abigarrada existencia.