Rafael Narbona
La oscuridad suele intimidar, pero también puede ser inspiradora, como le sucedió a San Juan de la Cruz, que alumbró su Cántico espiritual en un calabozo húmedo y umbrío. Apresado por los frailes calzados, fue confinado en un agujero de seis pies de ancho y diez de largo, cuya oscuridad solo se atenuaba mediante la luz filtrada por una saetera de tres dedos. Durante nueves meses, el Descalzo, un hombre frágil y menudo, dialogó con las sombras. Solo abandonaba su encierro para ser maltratado en el refectorio, donde le obligaban a escuchar severas amonestaciones mientras comía arrodillado y unas disciplinas se ensañaban con su espalda. Los frailes calzados le ofrecieron la libertad, un priorato y un crucifijo de oro si renunciaba a la reforma del Carmelo iniciada por la andariega y contumaz Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada, que había adoptado el nombre de Teresa de Jesús por amor a Cristo y a la sencillez, pero rechazó la propuesta y soportó las vejaciones con la mansedumbre de un cordero. Las penurias no lograron apagar la esperanza que crepitaba en su corazón.
El compromiso de Juan de la Cruz con la reforma iniciada por Teresa de Jesús despertó las iras de los frailes calzados, que no aceptaban la posibilidad de volver a la regla primitiva, según la cual los monjes debía vivir en la más estricta pobreza. Alarmada por su arresto, la reformadora del Carmelo escribió a Felipe II, sin olvidar a Germán de San Matías, apresado con Juan: «A mí me tiene muy lastimada verlos en sus manos, […] y tuviera por mejor que estuvieran entre moros, porque quizás tuvieran más piedad». El rey no respondió, pese a sus simpatías por la reforma del Carmelo. Un cambio de carcelero alivió las ásperas condiciones de reclusión. Juan de la Cruz pudo cambiarse de ropa, sus raciones de comida se hicieron más abundantes y se le facilitó material para escribir. Hasta ese momento, componía versos y canciones que memorizaba con la intención de trasladarlos al papel más adelante. Cuando le proporcionan papel y tinta, demuestra que Pablo de Tarso no se equivocaba al evocar su estancia en una prisión romana: «¡La Palabra de Dios no está encadenada!». Los nueve meses de encierro no pudieron encadenar el espíritu del Descalzo. De hecho, se convirtieron en el período de gestación del Cántico espiritual, que no debe interpretarse únicamente como una obra religiosa, sino como camino abierto al conocimiento de lo más profundo del ser. En Toledo, Juan de la Cruz afrontó la soledad radical del ser humano ante el misterio de la vida. No se dejó abatir. Buscó al Amado. O, lo que es lo mismo, a la Vida, pese a que le acechaba la muerte y su cuerpo cada vez se hallaba más debilitado.
Su relación con el Amado no es abstracta, sino carnal, sensual, material. Después de sentir el tacto de la Vida, su dulce caricia, el Descalzo deplora su ausencia:
¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.
Juan de la Cruz no representa al Amado como un dios majestuoso y lejano. El Amado no es algo inmóvil e inmutable. Se parece más un ciervo, con su belleza esquiva y sus movimientos veloces en la espesura. Solo cabe amarlo, como se ama a un cuerpo que nos hiere con su fulgor. El erotismo del Cántico espiritual no es un añadido de la posteridad, sino la matriz misma del poema. San Juan de la Cruz empleó estrofas de cinco versos: primero un heptasílabo, después un endecasílabo, luego otros dos heptasílabos y finalmente otro endecasílabo. El heptasílabo se llama «verso anacreóntico» porque es la medida empleada por Anacreonte para celebrar los placeres de la carne. El endecasílabo, introducido en España cincuenta años antes, es el metro de los amores imposibles. La rima no expresa menos tensión amatoria. El pareado de los dos últimos versos y la conexión de endecasílabos y heptasílabos recrea el frenesí y el desasosiego de los amantes, que desafían todos los obstáculos para consumar su unión: «Ni cogeré las flores, / ni temeré las fieras, / y pasaré los fuertes y fronteras».
Sumido en la oscuridad y el silencio, martirizado por los piojos y el hambre, incomunicado y objeto de toda clase de humillaciones, Juan de la Cruz sorteó el abismo de la desesperación mediante la poesía. Su imaginación le permitió seguir el rastro del Amado, que cruza majadas y oteros, montes y riberas, bosques y frescos prados, dejando una estela de belleza. Los ojos del alma traspasan muros. Desde su oquedad, el «mudejarillo», por utilizar la expresión de Jiménez Lozano, atisbaba valles solitarios, ínsulas extrañas, ríos sonoros. La oscuridad se volvió fecunda. Ya no era simple negrura, sino noche sosegada. El silencio dejó de ser una privación para transformarse en música callada, soledad sonora. Gracias a la imaginación, el Descalzo se desposó con el Amado (o, lo que es lo mismo, con la Vida) en un lecho florido. «Amar es mi ejercicio», escribió a pesar de su doloroso aislamiento. Gracias a la palabra poética, su alma no es un yermo, sino una viña florecida. Los brazos del Amado convirtieron la prisión en un huerto sombreado por manzanos.
¿Habla Dios mediante el silencio? ¿Cómo descubrió Juan de la Cruz al Amado en la noche oscura? ¿Cómo logró que el desamparo deviniera esperanza? El Descalzo advirtió que el ego es el mayor escollo para desposarse con el infinito. El camino hacia el absoluto implica un vaciamiento radical. Hay que desalojar de la mente todo lo que entorpece al conocimiento y la sabiduría: «El amor no consiste en sentir grandes cosas, sino en tener grande desnudez». El vacío es la imagen misma de Dios. No podemos ir más allá. Dios es una ausencia, como descubre Jesús en la Cruz cuando se siente tan desamparado como el «mudejarillo» en su encierro. La plenitud de lo sagrado está en todas partes y a la vez en ninguna. El universo es esencialmente vacío. San Juan de la Cruz intuye que Dios es lejanía de lejanías, una vasta Nada trascendente, desnudez absoluta. Dios no ocupa ningún lugar. No puede tocarse, no puede verse, pero lo llena todo. El misterio divino, una fuerza invisible que sustenta todas las formas de existencia, despierta el anhelo de comunión. Su ausencia es como una herida que pide ser atendida.
Solo lograremos acercarnos a lo sagrado mediante un despojamiento radical. Hay que practicar el olvido de uno mismo y la enajenación de cualquier bien material. Solo mediante una rigurosa ascesis podremos desposarnos con el Amado. Descalzarse para consumar esas nupcias es como subir hasta una cumbre particularmente inaccesible. Solo mediante buenas acciones podemos avanzar en el camino hacia la perfección. No seremos perfectos hasta que sometamos a nuestro ego. El mal siempre surge de un ego desmesurado. Si dominamos a ese pequeño tirano, nuestros actos serán fruto del respeto absoluto por los demás. La santidad se alcanza cuando renunciamos a hacer a los otros lo que no desearíamos para nosotros. Al margen de las diferencias culturales, hay un latido común en nuestra especie. La llamada al bien, a la generosidad y la benevolencia se halla en el fondo de todas las conciencias, como una voz misteriosa e intempestiva que no se deja silenciar. Esa voz nos invita permanentemente a la benevolencia, a la generosidad, a la delicadeza. En las Analectas, el libro que recoge las enseñanzas de Confucio, se exalta el ren, un término intraducible que contiene todo lo noble, bueno y valioso.
Muchos seres humanos no comprenden que la excelencia no es un logro de la voluntad, sino la consecuencia de ayudar crecer a nuestros semejantes. Cuando contribuimos a la mejora de los otros, nuestra humanidad se expande. El progreso no es fruto de la coerción, sino de la capacidad de aplacar la vanidad, el resentimiento y el afán de dominio. El ren no se adquiere. Es una forma de vida. Una forma de vida que a veces se aprende en las sombras, como le sucedió a San Juan de la Cruz, cuyo sufrimiento en una pequeña celda oscura y sucia le aportó una enseñanza fundamental: “Adonde no hay amor, pon amor y sacarás amor”. Los milagros que se atribuyen a los santos no son fenómenos sobrenaturales, sino lecciones imperecederas que surgen de vivencias que en otros solo inspiraran ira, frustración o perplejidad.