Márcia Batista Ramos
Tal vez Maura estuvo temblorosa, cuando escribió en las páginas ahora amarillentas, porque sentía la derrota absoluta, ya no había fuerzas para dar un paso atrás, al costado o adelante para salir del atolladero en el que creía estar atrapada. No veía como romper con la situación que la desagradaba y anotaba la receta del postre mientras se desahogaba de su propia existencia…
Mover la vainilla en la leche hasta que se disuelva por completo… Allí estaba la receta junto a las ansias de disolver por completo una vida entera. La memoria no claudica y ella recuerda:
“La vida siempre pulsó a mí alrededor medio jadeante, traspirada, mientras estuve aquí, perpleja, confundida por sus artimañas. El trayecto fue largo y entre una comida y otra, no sentí el paso del tiempo. ¿Será que estuve ansiosa esperando a que hierva la sopa? O ¿Me impacienté por qué la puerta no se abría anunciando una llegada? Al escoger las habichuelas adiviné cada disgusto y me mantuve en un silencio sepulcral, propio de quien tiene miedo y no sabe qué va a hacer si le arrebatan la monotonía cotidiana.”
Las tardes ventosas, posiblemente, alimentaron la idea de que el ideal femenino es una casa con una gran familia para cuidar (atender). Durante siglos, la abnegación femenina rebalsó y ocupó todos los espacios, no dejó lugar a dónde las mujeres pudieran huir. Entonces, sin más opción, ellas se hicieron madres valerosas, altruistas y virtuosas. Cocinaron, plancharon, lavaron, limpiaron y lloraron en los rincones sus penas. Se sintieron sin elección y se entregaron a la fatalidad. Soñaron con una vida diferente para sus hijas y no supieron mostrar otro sendero, entonces las hijas, caminaron sobre sus pasos, repitieron con eficacia la rutina y enseñaron para sus nietas el secreto del bordado, del plato principal y del aguante. Abrazaron el automatismo como destino de sus días, sin saber que toda habilidad que es únicamente producto de la costumbre, se llama rutina.