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Rusia

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

¿Cuál fue el primer libro ruso de mi infancia? A decir verdad creo que una biografía de Rasputin en la biblioteca de casa. La bestial ejecución llevada a cabo por el príncipe Yusupoff y sus cómplices. Figura controvertida, Rasputin, si Nicolás II lo hubiese escuchado, Rusia no habría entrado a la guerra mundial y los acontecimientos quizá hubiesen sido distintos. En literatura quiero creer Gogol, allá por 1971, El inspector general, un maravilloso y breve texto de dramaturgia que abrió las puertas a la infinitud de aquel país y, en este caso específico, al humor, a la vez que tragedia, del alma rusa. A Tolstoi me aproximé en Los cosacos; a Dostoievski en El sepulcro de los vivos; Turgueniev en Aguas primaverales y, claro, otros tipos de lecturas entre Bakunin y Herzen. Junto a Francia y sus literatos, Rusia ha sido la mayor fuente de mi amor por la literatura. Sigo soñando con el mar Caspio de Máximo Gorky y con las estepas de Sholojov. Extraño. La oferta literaria alrededor era escasa y leía sin disciplina lo que cayera a mis manos. Netochska… Hablo de una última niñez y un asomo de juventud. Después creció sin límites y sigue así. Cuando en La Habana me introduje a la Berbérova y en la plaza Miserere de Buenos Aires a la Ajmátova. No es tiempo ido, desaparecido; su presencia indisoluble sigue poblando mis días. A pesar de la guerra actual que me hizo odiar a Rusia con vehemencia. La miré el año 2018; miré el camino de Belgorod que es hoy callejón de fuego. Maldición de Jarkov, siempre asediada y destruida, tan cerca de Rusia que implica cercanía con el infierno. Las largas cartas a Veliky Novgorod, Novgorod la Grande… El exilio hacia Rumania y luego Francia…

Los populistas rusos, Nechaev. Vera Zasulich, Fanya Baron, Fanni Kaplán, María Spiridonova…

Caminando por Cochabamba con cuatro nuevos libros usados. El habitual café cortado pequeño al lado de la catedral, la usual charla con el lustrabotas, tan viejo como yo, acerca del futuro nacional. Transparente, por favor, no amarillo. Muy considerados acá los miembros de este gremio. Ahora tienen una botellita con agua para mojar el zapato a tiempo de sacarle brillo. Antes lo escupían. Cambiaría la costumbre a tiempo de la pandemia, no lo sé: me fui hace treinta y siete años ya. No veo a los chicos con sus cajitas ofreciendo lustre y sentándote en cualquier banco de la plaza principal. No que fuera el mejor trabajo pero algo de ingresos les daba. Dudo que habrán ascendido en el mercado laboral. La oferta boliviana para sus jóvenes peca de más que insuficiente. Cien mil estudiantes universitarios en la de Cochabamba que al egresar no tendrán trabajo e irán rumbo a la emigración porque no queda otra. Decía lo de considerados recordando como un pillo me atrapó en Lima y estuvo pintando mis botas con capas y capas de color dejándolas un desastre y cobrándome el equivalente de diez dólares. La lustrada en la plaza 14 de Septiembre o en la Colón cuesta veinticinco centavos de dólar; me decía un señor bastante más joven que a duras penas alcanzaba a hacer cien bolivianos por día, lo que le alcanzaba para ir tirando, para comer y nada más.

Salté de Rusia al fascinante mundo del cuero y de los tintes, al ruido como de explosión de granada que los maestros lustrabotas saben producir con el pedazo de tela, largo y de diez centímetros de ancho que utilizan para sacar brillo. En Estados Unidos, en los aeropuertos, todavía quedan algunos. Pero allí la parafernalia parece tan importante como una intervención quirúrgica. Los evito. Nada como un profesional local con décadas de experiencia y ninguna veleidad.

Abrí el librito publicado por las Ediciones en Lenguas Extranjeras de Moscú de Konstantin Paustovski. En abril de este año compré en La Coruña el primer tomo de sus monumentales memorias. Sé que al menos ha salido un tomo más. Estaré atento y veré cuando iré a comprar el resto. Son imprescindibles para mí. No será pronto, pero están anotados al lado de un listado especial de obras que no conocía y que, hojeadas, se han hecho también necesidad.

Pues abrí las páginas del primer relato: Una noche de octubre, y fue como trasladarme a las sombrías orillas del Oka en tiempos de inundación, cuando el personaje y un acompañante ven que se acerca el fin mientras crecen las aguas en la magnitud solitaria de Rusia, la oscuridad sin estrellas, el frío del agua mojando los pies, el chapoteo de tierra que cae en el líquido y presta pesadumbre al episodio. Tiene un buen fin, no el de todos fueron felices pero bueno. A pesar de eso, mientras sorbía el café amargo, no se me quitaba la aprensión y pensaba que no porque Rusia esté en manos de un hijo de tal puedo dejar de quererla, como también quiero a Ucrania. Mirar en la noche, en majestad de silencio, pasar por mi mente lecturas de seis décadas, siempre incluyendo esta tierra. Hoy cayeron drones sobre Novgorod. ¿Cómo no pensar el Eisenstein y su Alexander Nevsky? En los lagos que no solo ahogaron huestes teutónicas sino que fueron calmos en su caricia de recordadas pieles. Imaginar rutas hacia el Báltico, siguiendo en sentido contrario los pasos de feroces escandinavos. Rusia anciana, a distancia insalvable, no solo geográfica, de otras tantas y diversas Rusias.

Continué hoy con otro relato de Paustovski. Me pareció viciado por la propaganda soviética sin ser malo. Desconfío de esas ediciones oficiales, incluso en textos de Lenin. Aparece el crepúsculo y mezclo con calma un tallarín paraguayo con atún en aceite. Esparzo perejil fresco encima y tengo una refrescante y sana cena. Proseguiré. Son apenas un centenar de páginas que voy a absorber desde este piso al que en la mañana movió un leve sismo. Encontraré sorpresas, por supuesto, y desconfío que la sombra de Rusia no aparezca en su más acentuada versión. Debo cuidarme, no sea que la riada cargue también conmigo en mi distracción. El largo río Oka corre hacia el Volga, lo acabo de mirar en mapa para situarme en Rusia central. Tengo escalofríos, pongo encima de los hombros una chamarra. Remanentes de un causado incendio forestal humean en el Parque Tunari, pan de cada día. Cuánto me falta leer, autores rusos me acompañaron en Lyon, en la inolvidable España. En los momentos de luz del larguísimo viaje en bus hacia Eslovenia.

Dicto a mi sobrino Omar una receta de puerco al horno de las varias que he inventado. La usará en su trabajo en Denver donde según él la carne de chancho carece de sabor. Pues esta no, una pierna sobre cama de ajos aplastados y cerveza ligera. Frotado en mejorana y limón. Le pedí que me enviara una foto del material ya cocido, muy bien tostado por diez minutos a quinientos grados al final del proceso. Veremos cómo le sale. Cocinar es sentimiento y depende mucho de eso.

En una isba donde todavía se oye el ruido del diluvio, en casa de una anciana sabia, los ilusos perdidos encuentran calor de hogar. La muerte les concedió un beso como brisa. En la pared, orgullo de la dueña, hay un grabado de Turgueniev en metal y a punta fina. Me parece que no es gratuita la referencia, Paustovski, a simple vista, tiene algo del maestro…

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